El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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si podría soportarlo. Y así se lo dijo a la hermana Marian mientras El Salvador la ayudaba a subir al caballo.

      —Dios lo traerá de vuelta si así ha de ser. ¿Has rezado?

      Dominica negó con la cabeza. Se sentía avergonzada por no haberlo hecho, pero no estaba segura de que Dios tuviera tiempo para buscar perros perdidos.

      El escudero pasó junto a ella con una expresión desdeñosa y se detuvo frente al Salvador, pecho contra pecho, lo bastante cerca para demostrar que él también era un luchador. Tal vez necesitara demostrar algo, pensó Dominica, porque su aspecto era hermosamente angelical.

      —Vámonos, sir Garren. No iremos a quedarnos aquí para esperar a un perro, ¿verdad?

      —Vamos a quedarnos aquí hasta que yo lo diga —su voz era firme y autoritaria, y con ella les recordaba a Simon y a todos que él era el jefe y el único que daba las órdenes—. ¿Por qué no vas a comprobar si estamos todos, joven Simon?

      El joven escudero se puso colorado hasta las orejas, pero se internó en el bosque sin decir palabra.

      Antes de que Simon regresara lo hizo Inocencio, jadeando trabajosamente entre sus negros bigotes al asomar el hocico entre el trigo. Se acercó a Dominica e intentó atraparse el rabo, como si intentara congraciarse con ella para que lo perdonase. Ella lo levantó del suelo y lo apretó con fuerza contra el pecho.

      —Perro malo.

      La hermana Marian le rascó la oreja buena.

      —¡No le hagas carantoñas por haberse escapado! La próxima vez puede que no regrese.

      —Has de tener fe en Dios, Dominica.

      O en el Salvador, se dijo a sí misma. Era él quien había retrasado la marcha para que a Inocencio le diera tiempo a volver.

      —¡Toma! —le tendió el bulto de pelo negro a la hermana Marian—. Llévalo en el caballo para que no vuelva a escaparse.

      La hermana Marian miró al Salvador en busca de aprobación.

      —Puede que al caballo no le gusten los perros, mi niña.

      —Roucoud es muy tolerante —dijo él con un atisbo de sonrisa.

      —No puede montar todo el camino hasta Cornwall —arguyó la hermana Marian, pero de todos modos acomodó al perro delante de ella. Exhausto, Inocencio se desplomó en la silla mientras el grupo reanudaba la marcha.

      Las amenazabas acechaban por doquier, pensó Dominica, adelantándose una corta distancia como si así pudiera dejar atrás sus inquietudes. Sabía que el viaje entrañaba peligros en forma de jabalíes salvajes o dragones, pero nunca había imaginado que pudieran perder a Inocencio.

      El Salvador la alcanzó y caminó a su lado.

      —No te preocupes por el perro —le dijo en tono divertido—. La oreja que le falta indica que no se crió en un convento. Seguro que tuvo una vida muy trepidante antes de llegar a ti.

      Dominica lo miró por el rabillo del ojo. Cuanto más lo observaba, más difícil le resultaba imaginárselo con alas.

      —Igual que vos.

      Él no llegó a fruncir el ceño, pero una sombra pareció caer sobre su rostro.

      —Como cualquier soldado.

      Era mucho más que un simple soldado, pero parecía irritarle hablar de su relación especial con Dios.

      —¿Habéis visto mucho mundo?

      —El suficiente —era tan parco en palabras como un monje.

      —Contadme lo que habéis visto.

      —¿Nunca has salido del convento?

      —Solo para ir al castillo —y eran visitas que preferiría olvidar. O al menos los desagradables encuentros con sir Richard—. ¿Es verdad que hay dragones al final del mar?

      —Lo más lejos que he estado ha sido en Francia. Y la viuda Cropton ha descrito el país con más detalle de lo que yo podría contar —su rostro se suavizó en una mueca de regocijo.

      A diferencia de los santos de rostro severo que adornaban las paredes de una capilla, él parecía tolerar las debilidades humanas. Salvo las de ella…

      —Pero no hablemos de eso. La guerra no es tema de conversación para mantener con una dama encantadora mientras se pasea por el campo.

      Dominica lo miró a los ojos por si se estaba burlando de ella, pero su expresión parecía sincera y afable. Ella no era una dama, pero la palabra la hizo erguirse ligeramente y se echó el pelo por encima del hombro. Al no estar acostumbrada a comportarse así temió estar pecando de vanidosa.

      —¿Y de qué se puede hablar con una dama? —quiso saber—. En el priorato no está permitido hablar —cada vez que lo hacía se ganaba la reprimenda de la madre Juliana.

      —Del día tan bonito que hace… —su voz se volvió ronca y profunda—. De lo bonitos que son tus ojos…

      Dominica giró la cabeza hacia él, sorprendida por el comentario. Los ojos del Salvador, fijos en ella, eran de un color verde intenso y estaban enmarcados por espesas pestañas negras. Sintió que aquella mirada le traspasaba el corazón, y otras partes de su cuerpo.

      El instinto la acució a seguir andando y bajar la vista al sendero.

      —La priora dice que son los ojos del diablo.

      Él masculló algo inaudible.

      —Ningún caballero diría eso. Más bien los compararía con el cielo de un amanecer despejado.

      —Los vuestros son como las hojas verdes de un árbol que dejan entrever la corteza marrón.

      La risa del Salvador fue como una bofetada en el rostro. Otra vez había dicho algo inapropiado…

      —Esa no es la respuesta que esperaba —le confirmó él, sonriendo.

      Bueno, al menos no le había hecho enfurecer.

      —¿Por qué no? Habéis dicho algo sobre mis ojos. ¿No debo decir yo algo sobre los vuestros?

      —No. Lo que debes hacer es suspirar y ponerte colorada.

      Ella hizo ambas cosas.

      —Nunca he intercambiado con un hombre más que unas pocas palabras. No conozco todas las reglas. Todo me parece muy confuso.

      —El mundo es un lugar confuso —dijo él, entornando la mirada hacia el sol.

      —Por eso mi lugar está en el priorato. Tal vez os complazca hablar de Dios —le sugirió, esperanzada.

      —Nada podría complacerme menos.

      En el priorato imperaba una estricta orden de silencio, pero al menos servía para evitar situaciones tan embarazosas como aquella. Tal vez quisiera hablar de su hogar y su familia…

      —¿Dónde crecisteis?

      —Eso no importa —espetó él secamente.

      A Dominica volvieron a arderle las mejillas, pero en esa ocasión no fue por el sol ni la vergüenza, sino por el pecaminoso calor de la ira.

      —¿He dicho otra vez algo malo? Vos queríais hablar, y los suspiros y rubores no facilitan mucho la conversación.

      Él la miró brevemente.

      —No hablamos por hablar.

      Sus palabras le resultaban tan desconocidas como en su día le resultó el latín. Aquel no era su lugar, y cada vez añoraba más la tranquila rutina que vivía en el priorato, donde sabía qué hacer y cómo comportarse en cada momento del día. No había ninguna confusión en las palabras de alabanza al Señor.

      —Veo que mi presencia os molesta, así que os dejaré tranquilo. Os agradezco una vez más vuestra amabilidad con la hermana Marian.

      Le


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