El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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decidió que yo nunca sería cantora.

      Garren sonrió. Él no tenía paciencia ni talento para la escritura, pero admiraba el trabajo de los copistas y escribanos.

      —Me encanta el olor de la tinta, el tacto de la pluma, la forma en que se revela la gloria de Dios cuando se completa una página… A eso quiero dedicar mi vida —su rostro brillaba de regocijo sin necesidad de recibir la luz del sol.

      Era lógico que no tuviera pensamiento de casarse. Solo una monja podía pasarse la vida copiando textos sagrados.

      Dominica agachó la cabeza, acercándola a él, y Garren olió la fragancia a violetas de sus cabellos.

      —Copié una parte de La ciudad de Dios, de san Agustín. Y también una página de Mateo que tenemos en nuestra biblioteca, con las mayúsculas en rojo y dorado. La hermana Marian hizo el diseño con escayola, pero yo apliqué el pan de oro y le saqué brillo.

      Hablaba de su talento con una pizca de orgullo, pero no tanto como para pecar de soberbia.

      —¿Qué parte de Mateo? —le preguntó Garren, más interesado en el movimiento de sus labios que en los versículos de la Biblia.

      —«Pide y recibirás; busca y encontrarás, llama y se te abrirá». Os lo enseñaré para que podáis leerlo y veáis qué buen trabajo hice.

      Era el turno para que él también se confesara.

      —En el monasterio les dejaba el latín a otros.

      Ella sonrió.

      —Por eso quiero copiar la Biblia a la lengua vulgar.

      —¿Al inglés?

      Un escalofrío lo recorrió mientras ella asentía con vehemencia. Él no sabía leer en inglés mejor de lo que sabía en latín, es decir, prácticamente nada. Pero una Biblia traducida pertenecería al pueblo, no solo a la Iglesia.

      Se preguntó qué pensaría William de todo eso.

      —¿Lo sabe la priora?

      —No lo aprueba.

      Lógico, pensó él. Semejante herejía amenazaría la existencia del priorato. Y por eso la madre Juliana estaba dispuesta a arriesgar el alma inmortal de Dominica.

      —Las hermanas se saben las Escrituras de memoria y las recitan en misa, pero yo quiero hacerlas comprensibles y asequibles a todo el mundo. ¿Crees…? —cerró los ojos un momento—. ¿Creéis que está mal?

      Los ojos le ardían con un fervor que le recordó a Garren la primera vez que la vio. Hasta ese momento había pensado en ella como si fuera un pajarillo encerrado en la jaula de la Iglesia, pero empezaba a ver que quizá no fuese tan buena idea liberarla de su confinamiento. Si la dejaba salir al mundo real, tal vez destruyera todo lo que era importante para ella.

      —Creo que si lo que quieres es traducir las Escrituras al inglés, deberías hacerlo.

      —Sois un mensajero de Dios muy extraño…. La hermana Marian dice que no debo hablar de ello. ¿Me ayudaréis?

      —¿Cómo podría ayudarte?

      —Diciéndole a la priora que lo que hago está bien. A vos os escuchará, puesto que estáis más cerca de Dios.

      Garren se quedó sin saber qué decir.

      —Quizá debamos dejarlo en manos de santa Larina.

      Dominica esbozó una radiante sonrisa de fe.

      —Por eso hago la peregrinación. Sé que Larina me ayudará. Dios no puede condenarme por difundir su mensaje.

      Garren sintió una dolorosa punzada en el pecho por la ingenuidad de Dominica. Estaba convencida de que tenía a Dios de su parte y que con su mensaje podría cambiar el mundo.

      Le puso la mano en su cálida y suave mejilla.

      —Eres más piadosa de lo que nunca podré ser. Un dios que te condene no merece ser adorado.

      Pero el Dios que él conocía no merecía más adoración que el albañil disfrazado con la barba postiza. Al final de aquel viaje, cuando Dominica descubriera adónde la había conducido su fe, se vería sumida en la misma amarga soledad que él. Ningún Dios merecía tal sacrificio.

      Al mirar sus intensos ojos azules, llenos de confianza y devoción, sintió el loco deseo de proteger la llama de su fe contra el frío viento terrenal.

      Y en ese momento se dio cuenta de que no podía culpar a Dios de sus propios pecados.

      Richard sostuvo la naranja tachonada de clavos pegada a la nariz mientras entraba en la alcoba de William para su visita de rigor. En aquella ocasión le preguntaría por el mensaje. Era una pregunta que llevaba carcomiéndole las entrañas durante varios días.

      El rostro de William era una máscara cadavérica de ojos hundidos y piel blanca y cuarteada. El pelo se le caía a jirones, sus manos se asemejaban a unas garras huesudas, tal y como el italiano había prometido, y ni siquiera el popurrí podía vencer el hedor de un cuerpo descarnado en imparable putrefacción.

      Se estremeció de asco. Niccolo se lo había advertido, pero el proceso estaba alargándose más de lo que pensaba. Tendría que lavar las sábanas en agua de rosas antes de mudarse a aquella alcoba.

      —¿Cómo te encuentras hoy?

      —No estés tan impaciente por verme muerto, hermano.

      —Solo quiero que acabe tu agonía.

      —Para convertirte en heredero…

      Richard se volvió hacia la ventana en busca de aire fresco. En el prado, los campesinos segaban el heno con sus grandes guadañas y los rostros empapados de sudor. La hija del minero, con el escote abierto para airear sus generosos pechos, le llevaba cerveza a su marido. Al igual que su madre, no había llegado intacta al matrimonio. Tal vez Richard la hiciera llamar aquella noche…

      —Hace muy buen tiempo, William. Nuestros peregrinos deben de estar llegando a Exeter con tu mensaje.

      William cerró los ojos.

      —¿Qué escribiste en ese mensaje, William?

      —Nada importante.

      —Qué curioso… Eso mismo dijo el mercenario.

      —No es un mercenario.

      Siempre estaba defendiendo a ese hombre que ni siquiera era de su sangre. Era él, Richard, quien compartía la semilla de su padre, no aquel caballero sin nombre y sin hogar.

      —Lucha por dinero, incluso hace la peregrinación por dinero… ¿Cómo lo llamarías? —se mofó—. ¿Salvador, tal vez?

      —Lo llamo hermano. Más hermano que tú.

      Richard oyó la voz de su padre en las palabras de William. «¿Por qué no te pareces más a tu hermano?».

      —¿De qué más va a salvarte? ¿De mí?

      —Es tarde para eso.

      Richard apretó los dientes. De modo que William lo sabía…

      —¿Quieres saber lo que dice el mensaje? —le preguntó William, mirándolo con un brillo maniaco en los ojos—. Te lo diré —se incorporó hasta apoyarse en los codos y Richard retrocedió hacia la puerta, temeroso de que fuera a desarrollar una fuerza antinatural—. Le dice al sacerdote del santuario que si yo muero será obra tuya y que habrá que colgarte para que Dios te envíe al infierno.

      Richard se desplomó contra la puerta. Debería habérselo imaginado. Tendría que haber detenido al grupo de peregrinos antes de que se alejaran del castillo. Si aquel mensaje llegaba al santuario sus planes no habrían servido para nada.

      —Tú y tu italiano… —continuó William—. Creías que no lo descubriría…

      —¿Lo sabe Garren?

      —¿No


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