El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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cosas, pero a veces nos invade el deseo y no podemos reprimirnos.

      Dominica confió en que la sombra de las hojas ocultara su rubor.

      —No pasa nada. Y sí, la verdad es que nunca había visto… eso —no conocía una palabra adecuada para definirlo.

      Gillian bajó la mirada a la pluma y el pergamino y los ojos se le abrieron como platos.

      —Sabes escribir…

      —Sí —corroboró ella, sintiendo la pecaminosa satisfacción del orgullo.

      —¿Podrías escribirme una cosa que te diga?

      —La hermana Marian escribe mucho mejor que yo. Es la encargada de copiarlo todo en el priorato.

      Gillian agachó avergonzadamente la cabeza y se puso roja hasta las orejas.

      —No es algo que pueda pedirle a una monja que escriba.

      La curiosidad le hizo cosquillas en los dedos.

      —Bueno, yo todavía no soy monja, aunque espero serlo.

      —Oh, no te preocupes, no es nada malo. Es algo que… bueno, algo que tiene que ver con lo que has visto. Por favor.

      ¿Por qué querría Gillian tener algo así por escrito? ¿Y qué palabras conocía Dominica para describirlo?

      Fuera como fuera, había recibido de Dios el don de la escritura y su obligación era usarlo.

      —Lo haría con mucho gusto, pero esto es lo único que tengo para escribir —le dio la vuelta al pergamino que tendría que durarle todo el viaje.

      Gillian entornó los ojos al ver las letras que llenaban el pergamino, como si intentara descifrarlas.

      —Podrías comprar más. Yo te lo pagaría, si no cuesta demasiado —se sentó a su lado y le agarró la mano libre antes de que Dominica pudiera responder—. Es un mensaje para santa Larina, para que sepa por qué peregrinamos. No quiero hablar de ello delante de un sacerdote, y he pensado que si pudieras escribirlo sería más claro para santa Larina. No quiero que me malinterprete después de haber hecho todo el viaje.

      —Santa Larina entenderá lo que albergas en el corazón si rezas como es debido.

      —Pero a veces, cuando me estoy confesando, el cura me reprocha que no hablo lo suficientemente claro para Dios. No sé latín ni nada, y tengo miedo de equivocarme con las palabras cuando se lo pida a santa Larina. Es muy importante para mí…

      Dominica se enfureció con aquel cura anónimo que censuraba la forma de expresarse de Gillian. Por eso quería escribir la Biblia en la lengua vulgar, para que una mujer como Gillian nunca se avergonzara de hablarle a Dios.

      —Lo haré —le prometió, apretándole los dedos—. Encontraremos a algún vendedor de pergaminos.

      —Oh, gracias, gracias… Si tú escribes las palabras, sé que se harán realidad.

      Dominica la vio alejarse y miró las palabras que acababa de escribir.

      Un ladrón. Deseo. Pasión. Nica.

      Ocho

      —Tendríais que haberlo visto —les dijo Simon a los hermanos Miller y a Ralf, mientras Dominica mordisqueaba una galleta sentada en un tronco a su lado. Fingía escucharlo, pero buscaba a Garren con la mirada.

      Los otros estaban desperdigados por el claro. Gillian, sentada junto a Jackin, le sonreía a Dominica. Entre ellos corría el aire aquella mañana, pero estaban permanentemente asidos de la mano mientras comían con la otra, como si no pudieran vivir sin tocarse.

      Simon se tragó el bocado de pan y representó a su enemigo con las manos.

      —Era alto y corpulento, así de grande… y con una hoja tan afilada como la cimitarra de un sarraceno.

      Alto sí que era, pensó Dominica, pero tan flaco como un pollo desnutrido.

      —En realidad, Simon, solo llevaba una hoz oxidada.

      Simon le frunció el ceño y se inclinó hacia los hermanos Miller.

      —Y allí estaba Jackin, con los pantalones por los tobillos…

      Los hermanos dejaron de comer, expectantes por oír el resto. Hasta Inocencio ladeó la cabeza, como si estuviera escuchando con su única oreja.

      Simon se rio por lo bajo.

      —Con su cola tan encogida que desaparecía entre los testículos, por miedo a que se la cortaran.

      Los dos hermanos estallaron en carcajadas. El más joven se cayó del tronco hacia atrás. La risa de Ralf se transformó en un ataque de tos áspera.

      Jackin levantó la cabeza y Gillian le dio una palmadita en la mano. Tal vez se quisieran demasiado, pensó Dominica, pero Simon no hacía bien en burlarse de sus intimidades.

      —Me enfrenté al ladrón y le exigí que lo soltara —continuó Simon—. Como es lógico se echó a temblar de miedo. No tenía ninguna posibilidad contra mí, aunque su hoja estaba tan afilada que podría cortarme el pelo con solo rozarlo. Y mientras —volvió a reírse—, allí estaba Jackin, con su miembro tan flácido como…

      —Simon —la voz de Garren interrumpió la burla de Simon. Dominica se estremeció cuando su sombra le cayó sobre los dedos.

      Simon agachó la cabeza, como una tortuga retirándose a su caparazón.

      —Señor.

      —¿No te han enseñado a comportarte delante de una dama?

      Dominica le rascó la oreja a Inocencio y se fijó en las hormigas que se llevaban las migas que Simon dejaba caer en la hierba. A Garren también le vendrían bien algunas lecciones para pulir su conversación, pensó con una sonrisa.

      Simon se puso rojo como un tomate.

      —Pero ella estaba allí… Lo vio todo.

      —Si lo vio, no hay necesidad de que también lo oiga —Garren mantuvo la vista fija en Simon, sin mirar a Dominica—. Y menos tal como lo estás contando.

      Simon se encogió ante la reprimenda mientras la hermana Marian caminaba hacia ellos. Sus pasos eran más lentos que el día anterior, y Dominica rezó brevemente por que no hubiese oído el relato de Simon. Ella no había querido preocuparla contándole toda la historia.

      Garren agarró al joven escudero por el hombro.

      —Hoy vas a vigilar la retaguardia. Asegúrate de que todo el grupo permanece unido y abre bien los ojos contra la amenaza del acero sarraceno.

      Simon intentó erguirse bajo la presión de la mano de Garren.

      —Sí, señor.

      —Recoged vuestras cosas. Partimos enseguida —ordenó Garren, y los hermanos Miller y Ralf se escabulleron rápidamente. Al menos no volverían a reírse de Jackin, pensó Dominica.

      La hermana Marian llegó junto a ellos mientras Simon engullía el resto del pan.

      —Simon, ayer noté que no te sabías la tercera estrofa del salmo de Larina. Hoy voy a montar a Roucoud. Quiero que camines a mi lado para que pueda enseñártela —sonrió tan dulcemente como siempre, pero Dominica reconoció la expresión de sus ojos. Era la mirada que siempre precedía a veinte avemarías.

      —Sí, hermana. Dejad que recoja mis cosas —murmuró sumisamente el joven, antes de alejarse encorvado.

      —Es muy joven —dijo la hermana Marian, desviando la misma mirada hacia Dominica—. Pero creo que no me has contado todo lo que pasó ayer…

      —No quería preocuparte —le cubrió los fríos dedos con los suyos—. Igual que tú no querías preocuparme diciéndome lo cansada que estás. Desde hoy viajarás siempre a caballo.

      —Estaré


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