El truhan y la doncella. Blythe Gifford

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El truhan y la doncella - Blythe Gifford


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mucho.

      —Buenos días, hermana —el joven escudero hizo una reverencia y se apartó el mechón rubio que le caía sobre la frente. Aún conservaba la fragilidad de la infancia, aunque sus pies y manos habían crecido desproporcionadamente al resto del cuerpo. No como El Salvador, cuyas manos guardaban una proporción perfecta con sus fuertes brazos y anchos hombros.

      —Buenos días, muchacho —lo saludó la hermana Marian—. Perdóname por olvidar tu nombre, pero soy demasiado mayor para acordarme de todos.

      —Me llamo Simon, hermana —miró a Dominica con una encantadora sonrisa—. Sirvo a un noble que muy gentilmente me ha concedido permiso para hacer la peregrinación.

      —Yo soy la hermana Marian, y esta es Dominica.

      El joven no se inclinó sobre la mano de Dominica, y pareció hablarle a su pecho en vez de a sus ojos.

      —¿Y tú, Dominica, de dónde eres?

      —Yo también vivo en el priorato.

      —Ah, bien… Pues si hay peligro nada habrás de temer. Yo puedo protegerte —se tocó la empuñadura de la espada e hizo una reverencia antes de alejarse hacia El Salvador, a quien le dio una palmada en el hombro como si fueran compañeros de armas de toda la vida.

      Dominica miró a la hermana Marian y sofocó una risita.

      —Supongo que no hace falta que te prevenga contra ese muchacho —le advirtió Marian.

      —Tranquila, hermana. No siento la menor tentación —le aseguró Dominica. El joven no era más que un chiquillo junto al Salvador, en quien no podía pensar como hombre mortal.

      Un sol radiante y un cielo despejado bendijeron el segundo día de viaje. Detrás de Dominica, la viuda Cropton contaba a voz en grito una larga historia sobre cómo la habían asaltado unos ladrones en los Pirineos. Los bandidos habían caído al suelo como Pablo de camino a Damasco, suplicaron perdón y pidieron unirse al grupo de peregrinos. Tan solo la hermana Marian y el médico la escuchaban con atención, aunque la voz de la viuda podría oírse en varios kilómetros a la redonda.

      Delante de Dominica marchaba la joven pareja, Jackin y Gillian, ocultándole la vista del Salvador y de Simon. Como siempre iban de la mano, tan juntos que no dejaban pasar la luz entre sus capas. En una ocasión, creyendo que Dominica miraba hacia otro lado, el hombre besó a su esposa en los labios.

      Dominica apartó rápidamente la mirada y se fijó en las mariposas de colores que parecían provocar a Inocencio. ¿Cómo podían unos peregrinos ceder a las pasiones de la carne cuando se encontraban en una búsqueda espiritual?

      A medida que avanzaba la mañana, sin embargo, también Dominica empezó a preocuparse por su carne. Las piedras se le clavaban en los pies a través de la fina suela de cuero, y el dolor le subía por las pantorrillas y muslos hasta el trasero. La hermana Marian montaba otra vez a Roucoud, y solo El Salvador parecía caminar sin molestia ni esfuerzo.

      Cuando se detuvieron para almorzar el dolor era casi insoportable y, lejos de sentirlo como una muestra de devoción, empezó a preguntarse si la viuda no había tenido razón al sugerir que todos hicieran el viaje a caballo o en burro.

      Mientras el resto del grupo se sentaba a comer, ella se escabulló entre los árboles para pasar unos momentos de tranquilidad y rezar para protegerse de la tentación. Arrodillada junto a un espino de flores blancas, cerró los ojos y aspiró el dulce aroma, preparada para escuchar la voz de Dios.

      Pero lo que oyó fue la risita de una mujer.

      Abrió los ojos y vio un pequeño claro entre las ramas espinosas del arbusto.

      Jackin estaba a horcajadas sobre Gillian, quien yacía en el suelo con las faldas levantadas y las piernas desnudas.

      Tan desnudas como el trasero de Jackin…

      Dominica se agachó detrás del arbusto. Tenía tanto miedo de quedarse como de marcharse, y se le ocurrió que Dios tenía una manera muy extraña de responder a las oraciones.

      Jackin besó a su mujer en la boca, las orejas y el cuello, con tanta voracidad como si estuviese devorando una suculenta comida. Y ella le devolvía los besos mientras su risa ahogada se transformaba en gemidos. Jackin se balanceaba de rodillas, con la cabeza hacia el cielo, como si estuviera entrando en el éxtasis propio de la oración.

      Dominica se agarró a la rama y chilló de dolor al pincharse con una espina. Retiró la mano y las ramas chasquearon, pero Jackin y Gillian estaban demasiado ocupados para enterarse de nada.

      Finalmente, Jackin soltó un fuerte y prolongado gemido y se derrumbó sobre ella.

      Dominica contuvo la respiración, convencida de que Jackin iba a darse la vuelta y descubrirla. Pero lo que hizo fue volver a cubrir de besos el rostro de su mujer y susurrarle algo al oído que la hizo reír.

      El corazón de Dominica latía desbocado.

      —¡Quietos!

      Un campesino salió de detrás de un árbol, al otro lado del claro. Era alto y desaliñado, parecía no haber comido en mucho tiempo y blandía una hoz oxidada, con la que golpeó a Jackin en la espalda.

      —Dame el dinero.

      A Jackin se le desencajó el rostro y se le tensaron las nalgas, y a Dominica casi se le salió el corazón del pecho.

      «Dios mío… haz que venga Garren… rápido».

      —Somos pobres peregrinos —dijo Jackin con una voz crispada—. No llevamos nada encima.

      Gillian, con las faldas arremangadas hasta la cintura, se agarró al brazo de su marido. El ladrón la miró con expresión lasciva, se acercó en dos zancadas y agarró la cabeza de Jackin para echársela hacia atrás y ponerle la hoz oxidada bajo la barbilla, como si fuera un barbero borracho.

      Dominica tragó saliva.

      «Deprisa, Dios mío».

      —Sé que lleváis algo como ofrenda para los santos —dijo, moviendo la hoja sobre la nuez de Jackin—. Vamos. Apártate de ella.

      Jackin trastabilló al levantarse. Tenía los pantalones por los tobillos y entre las piernas le colgaba lo que parecía una salchicha pequeña y mojada. Gillian se apartó y se bajó rápidamente las faldas.

      —Por favor, no le hagas daño.

      Su grito le llegó a Dominica al corazón. Si Dios no enviaba a Garren tal vez esperase que ella hiciera algo.

      Se levantó, sintiendo la tierra blanda bajo sus pies, y rodeó el matorral simulando el mismo atrevimiento que le había visto a Simon. Las espinas se le clavaban en la capa, oyó un desgarrón y vio que se había quedado atrapada. Pero de todos modos se irguió y confío en que el ladrón no se diera cuenta.

      —¡Alto!

      Los tres se volvieron hacia ella.

      —Si lo matas, Dios subirá su alma al Cielo y a ti te condenará al Infierno. Deus misereatur.

      —¿Qué? —el ladrón miró a Dominica con los ojos de un tejón atrapado.

      —Viaja bajo la protección de Dios —explicó Dominica, y le hizo un gesto con la cabeza a Jackin, manteniendo fijamente la mirada por encima de su cintura—. Enséñale tu testimonial.

      Con la hoz todavía pegada a su garganta, Jackin no podía alcanzar su ropa. El ladrón lo soltó y en su lugar agarró a Gillian por el cuello. Su expresión era de confusión y desconcierto mientras Jackin abría la bolsa con dedos temblorosos y hurgaba en el interior.

      Dominica se inclinó hacia delante, pero la capa no cedió.

      Jackin sacó el pergamino enrollado y lo agitó ante la cara del ladrón.

      —Aquí está. Mira.

      Tras ellos, Dominica vio a Garren acercándose silenciosamente entre los árboles. A su lado iba Simon. «Deo


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