Culto, cultura y cultivo. Justo Gonzalez
Читать онлайн книгу.las nuevas repúblicas proclamaban el derecho del individuo a tener sus propias opiniones y convicciones, a escoger y evaluar sus lecturas, y a actuar en conformidad con su propia conciencia, lo cual, sin duda, era resultado directo del espíritu de la Reforma Protestante y del humanismo de los dos siglos anteriores, la Iglesia Católica, por otra parte, parecía replegarse en sí misma y en sus tradiciones ancestrales. Cita el autor el caso específico del Papa Pío ix, que en 1854 promulgó el Sílabo de errores, en el cual quedaban señalados: «[...] el Estado secular, el derecho al libre juicio, la educación pública bajo el control del Estado [...]», y otras manifestaciones semejantes que resultaban aberrantes a los ojos de la iglesia mayoritaria. No sólo esto, sino que también instituyó, durante el Primer Concilio Vaticano, el dogma de la infalibilidad papal. Al respecto, dice el autor:
Por ello, frecuentemente les señalábamos a nuestros compañeros católicos que en nuestras iglesias se practicaban principios democráticos, que en nuestras iglesias cualquiera podía hablar, que todos leíamos la Biblia y llegábamos a nuestras propias conclusiones. En nuestras iglesias celebrábamos el culto en nuestra propia lengua, y no en latín, de modo que todos pudieran entender lo que se decía, y en ellas no se le prohibía a nadie leer lo que quisiera.
Como historiador, el autor ve en esto algo más que diferencias de percepción y manifestación religiosa. Nos dice que la relación entre cristianismo y cultura debe verse siempre dentro de un contexto histórico. Una sana visión de la historia puede ayudarnos a entender que es posible ser evangélico y al mismo tiempo latinoamericano, del mismo modo que históricamente el cristianismo fue griego, romano y anglosajón. Esta realidad histórica nos muestra que el mensaje del Evangelio no es exclusivo de una cultura en particular, sino que, siendo de carácter universal, puede y debe vivirse en la particularidad de cada cultura específica. Claro que no escapa a la realidad el hecho de que quienes proclaman el Evangelio en una cultura distinta a la suya inevitablemente lo harán desde la perspectiva de su propia cultura. Y aunque reconoce que esto es inevitable, señala dos procesos que se dan en todo fenómeno de contacto cultural, a saber, la aculturación y la enculturación (seguramente ha querido decir inculturación). Define a la primera como «lo que intentan hacer los buenos misioneros» cuando buscan adaptarse a la cultura receptora, primeramente mediante el aprendizaje del idioma de aquellos a quienes pretenden evangelizar, y luego al adaptarse a los nuevos usos y costumbres. La enculturación, por otra parte, es la asimilación o apropiación del evangelio por parte de la comunidad evangelizada, que «comienza a interpretarlo y vivirlo dentro de sus patrones culturales, y no ya dentro de los patrones del misionero».
Aunque interesado en la cultura, el autor declara expresamente que no pretende hacer antropología sino teología. Con este propósito en mente, y en su peculiar estilo, hace un ameno e interesante recorrido por la historia del lenguaje para establecer la relación lingüística y cultural entre culto, cultura y cultivo, conceptos en torno a los cuales giran sus reflexiones. Esto, que podría parecer un mero juego de palabras, resulta un singular ejercicio hermenéutico, en el que se entrelazan la lingüística histórica, el sentimiento religioso presente en toda cultura, y la exégesis bíblica.
Muy sugestiva resulta su visión de los primeros relatos del Génesis y del segundo capítulo del libro de los Hechos, lo mismo que su concepto de mayordomía, elegantemente fundamentado a partir de las lenguas bíblicas.
Sin embargo, y aunque su interés primordial es de carácter teológico, resulta interesante ver que sus amplios conocimientos de la historia, del lenguaje y de la cultura lo llevan, al parecer sin pretenderlo, a hacer antropología, pues en sus exposiciones hay una clara noción de la cultura en general, y de las culturas en particular, como fenómeno eminentemente humano. Su formación de historiador lo lleva a observar el devenir de la historia como un constante e inevitable contacto cultural, no siempre en los mejores términos, puesto que la cultura y el lenguaje van siempre de la mano con el contacto cultural y en consecuencia se produce el contacto lingüístico. Es así como, en un rápido vistazo a la historia de nuestra lengua española, nos recuerda las diferentes vertientes lingüísticas que, de una u otra manera, contribuyeron al enriquecimiento de nuestro acervo lingüístico y cultural.
Pero en el libro hay mucho más. Sin hacer referencia a las fuentes sociolingüísticas de nuestros días, el autor da varios ejemplos de la estratificación social del lenguaje. Señalo dos. En el caso de nuestra lengua, el autor alude a la relación asimétrica que aún experimentamos en nuestras relaciones sociales de todos los días, y que es posible detectar en el uso pronominal de segunda persona, es decir, en nuestra alternancia diaria entre tú y usted, hecho que a partir del estudio seminal de Brown y Gilman, los pronombres de poder y de solidaridad, se ha venido estudiando más y más. El otro caso se relaciona con los términos culinarios que se dan en la lengua anglosajona como resultado del dominio normando en Inglaterra. Lo mismo podría decirse de nuestra lengua española, ya que en ella están presentes varias lenguas así como el árabe, o de la tendencia actual, no siempre exitosa, que busca desarrollar un lenguaje inclusivo. De estos aspectos sociolingüísticos el autor da innumerables ejemplos, muy consciente de la arbitrariedad del signo lingüístico, aun cuando deja de ser arbitrario al ser aceptado por la comunidad hablante.
Al referirse a la alternancia pronominal tú-usted, el autor parece evocar a Franz Boas cuando dice que «esto es índice de que en nuestra cultura se entiende que hay dos niveles esenciales de familiaridad, de respeto y de autoridad». Sin embargo, más adelante, parece inclinarse a favor de la visión de Edward Sapir, al afirmar que «el idioma es también reflejo y molde de la cultura que expresa». Ambas perspectivas son válidas, pues una no excluye a la otra, pero considero pertinente señalar esto, ya que revela los profundos conocimientos que posee el autor acerca del lenguaje y de la cultura.
Lenguaje y cultura son dos fenómenos de carácter universal que se manifiestan de manera específica en las diferentes lenguas y culturas, las cuales pueden considerarse mundos en sí mismos. Pero la historia muestra que, en algún momento, tuvo lugar lo que se conoce como contacto cultural y lingüístico. Una vez que ocurre esto, resulta inevitable el cambio lingüístico y cultural. En el caso que ocupa y preocupa al autor, este tipo de cambio tuvo lugar en el primer siglo de nuestra era con el surgimiento del cristianismo, y ocurrió también en los años de la Reforma Protestante, como también con el movimiento misionero que dio origen al protestantismo latinoamericano, para citar sólo unos cuantos casos bien conocidos. Y es la cultura o la lengua dominante la que siempre se muestra renuente a reconocer la existencia de las nuevas lenguas o nuevas culturas. Esto, naturalmente, entiende el autor, ya que en algún momento dice:
[...] Pentecostés, al tiempo de crear unidad, no crea uniformidad, pues lo que allí sucede es que el evangelio se predica y se encarna en una multitud de lenguas y culturas.
Podría comprenderse mejor la visión del autor si, por un lado, se recurriera a la noción de culturas y subculturas, y por otro a la de lenguas y dialectos. Entendida la cultura como «ese todo complejo» del ser y hacer de un grupo humano determinado, las subculturas vendrían a ser las diferentes manifestaciones de ese grupo (unos pescan, otros cazan y otros tejen) y esto dentro del todo de una cultura general. Y en el aspecto lingüístico, el idioma es el sistema comunicativo común de un grupo humano, con una gramática común, que no obstante, le permite desarrollar variantes propias de algún sector, o sectores, de esa comunidad lingüística. Si entendemos el fenómeno religioso llamado cristianismo como una cultura, “la cultura cristiana”, entonces las diferentes manifestaciones cristianas podrían verse como subculturas cristianas. De igual manera, si se viera el mensaje cristiano como una lengua, “la lengua cristiana”, las diferentes expresiones cristianas vendrían a ser dialectos de una misma lengua: “la lengua cristiana”. Ejemplos de estas variantes culturales y lingüísticas pueden verse y oírse en los distintos países hispanohablantes, donde unos “hablan”, otros “charlan”, otros más “conversan”, y otros “platican”, y donde en el campo religioso unos “oran” y otros “rezan”, pero todos se identifican como hablantes de una sola lengua que llamamos español. O, para decirlo en los términos del autor: «La multiplicidad de culturas en la iglesia, lejos de amenazar su fidelidad, la posibilita».
Ciertamente, el asunto es un poco más complejo, porque la visión evangélica del cristianismo no es concebible