El año de la peste. Enrique Carpintero

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El año de la peste - Enrique Carpintero


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Cada uno está frente a sus pantallas aunque no quiera, transformado en un hikikomori ordinario, como esos jóvenes japoneses que viven en reclusión voluntaria mientras continúan un intercambio sin fin con los otros a través de las redes sociales. Se mantienen encerrados a veces durante años rechazando al mundo exterior. Con esta imposibilidad de salir se borra la presencia física con el otro, aún la conversación desaparece de antemano en beneficio de la única comunicación sin cuerpo, sin contacto, e incluso sin voz (salvo la amplificada por el smartphone o la computadora). Ya no hay más comunicación cara a cara, es decir del rostro al rostro en la proximidad de la respiración del otro. Y más allá de la pantalla, en la calle o en otra parte, la mascarilla lo disimula. El confinamiento acentúa la adicción al smartphone y en principio destruye también la conversación, o sea el reconocimiento plenario del otro a través de la atención hacia él.

      Ahora el cuerpo es el lugar de la vulnerabilidad, donde yacen la enfermedad y la muerte para precipitarse por la brecha más pequeña. Más que nunca el cuerpo es el lugar de la amenaza, es importante sellarlo, clausurarlo, por medio de los “protocolos de barrera”, tan adecuadamente nominados. La “fobia del contacto”, señalada anteriormente por Elias Canetti también se radicaliza en nuestras sociedades. El cuerpo debe ser lavado, fregado, examinado, purificado constantemente, mantenido fuera de todo contacto con el otro desconocido, y por ende sospechoso. No más besos, no más apretones de manos o abrazos en las pocas relaciones todavía físicas que sólo se sostienen a distancia. El deseo es un peligro porque escapa a todo control y expone a lo peor a quienes ceden a él. Una forma inédita de puritanismo acompaña las medidas de confinamiento y las precauciones a tomar para no ser alcanzado por la enfermedad y no contaminar a los otros. Asistimos a un endurecimiento sociológico del individualismo con esta reclusión necesaria. La privatización de la existencia elimina el espacio público. El individuo hace un mundo sólo para él “comunicándose” permanentemente pero sin la incomodidad de la presencia física del otro.

      El confinamiento con la pareja o la familia no siempre se asume con comodidad. Vivir el día completo unos con otros a veces es fuente de tensión. Más bien se trata de alegrarse por el reencuentro luego del trabajo o durante las vacaciones. En ese contexto, la vida en común es una imposición, no es algo elegido. Además es difícil salir para recuperar el aliento en vista de las restricciones para desplazarse. Lejos del viento pleno del mundo, el aburrimiento nos acecha, nos hace andar en círculos, rumiar nuestras preocupaciones, inquietarnos por nuestra gente querida y preguntarnos con ansiedad por las próximas semanas, y por el mundo del después. Podemos temer también brotes de violencia por parte de los hombres contra sus parejas o sus hijos. Los matrimonios que no se llevan bien pueden pasar momentos difíciles, y también los niños de las familias donde son maltratados.

      La llegada de la primavera en el hemisferio norte suma todavía más dificultades. Los pájaros cantan por doquier, los brotes explotan, el llamado del afuera es irresistible, pero debemos mantenernos más o menos enclaustrados o en la proximidad de nuestras casas y resistir a la tentación del sol y de la naturaleza en plena metamorfosis. Una experiencia terrible para los niños que penan por comprender el motivo de tal encierro.

      Redescubrimos con asombro el precio de las cosas que no tienen precio: el simple hecho de desplazarse a otro barrio, de recorrer los bosques, de encontrarse con amigos, de tomar un café en la terraza, ir a un cine o a un teatro, a una librería… Una cierta banalidad envuelve estos comportamientos cotidianos, y encuentran hoy su dimensión de sacralidad, su valor infinito. La crisis sanitaria en ese sentido es un memento mori, el recuerdo de nuestra incompletud y de una fragilidad que no dejamos de olvidar. Restablece una escala de valores banalizada por nuestras rutinas. La privación vuelve deseable lo que estaba dado sin siquiera pensarlo. Sólo tiene precio lo que nos puede ser arrebatado. El hecho de desplazarse era tan obvio que no se percibía como un privilegio.

      Esta crisis sanitaria es una travesía por la noche, por el duelo, por la angustia, más allá nos espera una forma de renacimiento. Al término de la crisis sanitaria, el retorno a la normalidad será un momento de júbilo formidable, de reencuentro con los otros y con el mundo, de recuperación de la alegría de vivir y de la sensación de estar vivo. Los primeros días serán muy fuertes. Nunca deberíamos olvidar esta enseñanza propicia del sabor del mundo, pero esa es otra historia. Estamos en un cruce de caminos, las posturas políticas serán determinantes: la crisis sanitaria puede engendrar un impulso humanista, una mayor preocupación ecológica por el planeta, una inquietud social por luchar contra las desigualdades y las injusticias.

      Traducción: Carlos Trosman

      1 He escrito mucho sobre esta noción de ordalía, en especial en En Souffrance. Adolescence et entrée dans la vie (Metailié), en Conductas de Riesgo. De los juegos de la muerte a los juegos de vivir (Topía), o en La sociología del rischio (Mimesis).

      La gran depresión

      Juan Carlos Volnovich*

      Intervención en la presentación de la Revista Topia N°89, abril de 2020 (Realizada online a causa de la cuarentena obligatoria)

      La Gran Depresión, fue una gran crisis financiera mundial que comenzó alrededor de 1929 y se extendió hasta finales de la década de los años treinta y principios de los cuarenta. Fue la depresión más larga en el tiempo, de mayor profundidad y la que afectó a mayor número de países en el siglo XX. Ha sido utilizada con frecuencia como ejemplo del deterioro de la economía a escala mundial.

      La gran depresión tuvo efectos devastadores en casi todos los países, ricos y pobres, donde la inseguridad y la miseria se transmitieron como una epidemia.

      Lo que vino después, ya lo sabemos: la política intervencionista de los EEUU, que se conoce como el new deal, permitió la recuperación económica de los EEUU a costa de los países subdesarrollados, pero también fue el contexto propicio para que las dificultades económicas de Alemania generaran la aparición del nacional-socialismo y la llegada de Hitler al poder.

      Para este número de la Revista Topia, Depresión es el signo de un Era en la que “los imperativos del capitalismo tardío han llevado a la civilización toda a los límites mismos del colapso construyendo, al decir de Enrique Carpintero, un sujeto inhibido, un sujeto que al perder sus lugares identificatorios cae en la depresión.”

      Si cuando queremos aludir a la economía de los años 30 hablamos de “la Gran Depresión” a sabiendas de los estragos que ocasionó en la subjetividad de la época -quién puede olvidar la ola de suicidios que desencadenó- tal vez deberíamos bautizar a la actual como la Mega Depresión.

      Mega depresión porque, como nos dice Eduardo Grüner: “La multiplicación estadística de los diversos estados depresivos en determinados contextos sociales podría autorizar a pensar la depresión también, en un sentido amplio, como fenómeno de masas”,

      Pero esta Mega depresión –este fenómeno de masas-- no nos autoriza a imaginar un mundo habitado solo por zombies, tristes, desganados y apesadumbrados. Luis Hornstein dice que “Muchos hombres deprimidos no son diagnosticados porque su actitud no consiste en recluirse en el silencio del abatimiento sino en el ruido de la violencia, el consumo de drogas o la adicción al trabajo”.

      Los autores y las autoras que colaboran en este número antológico de la Revista abordan temas de gran actualidad que, en algunos casos, tienen una vigencia profética. Topía en la Clínica -por ejemplo- está dedicada a la asistencia a distancia; profundiza en lo que se ha convertido -a raíz del aislamiento- práctica cotidiana para muchos analistas.

      Ricardo Carlino, Diana Tabacof y Silvia Di Biasi reflexionan acerca del dispositivo analítico que permite Internet mientras César Hazaki acomete contra el sexo tecnológico “esa parafernalia que no resuelve las incertidumbres del amor”.

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