Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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Chicago, donde esperaba afianzarme. Puedo confiar en Bauer y Nold. Pero aquel hombre, E., que vivía en la misma casa con Nold, no me pareció de fiar. Tenía un aspecto culpable que me escamó. No podía confiar en él, desde luego, y ahora me temo que pueda comprometerlos. Me pregunto por qué tienen un trato amistoso. Es probable que ni siquiera sea un camarada. Los anarquistas de Allegheny no deberían tener ningún trato con él. Nada bueno nos espera si nos asociamos con gentes de mentalidad burguesa.

      Un guardia interrumpe mis meditaciones y me informar de que «me esperan en la oficina». Hay una carta para mí, pero los gastos de envío están pendientes de pago, ¿pagaré?

      «Será una trampa», se me pasa por la cabeza, mientras sigo al supervisor. Tengo que insistir en mi negativa a aceptar cartas falsas.

      —¿Más cartas de Homestead? —le espeto al alcaide.

      Reprime una sonrisa fugazmente.

      —No, el matasellos es de Brooklyn, Nueva York.

      Echo un vistazo al sobre. Por la letra se diría que la ha escrito una mujer, pero la caligrafía es más pequeña que la de la Muchacha. Anhelo saber de ella. La carta viene de Brooklin, ¡tal vez sea una Deck­adresse!

      —Acepto la carta, alcaide.

      —Bien. La abrirá aquí.

      —Entonces no la quiero.

      El alcaide me retiene cuando ya empezaba a salir de la oficina.

      —Llévese la carta. Pero tiene que devolvérmela en diez minutos. Puede irse.

      Me apresuro hacia la celda. Si la carta contiene algo importante, tendré que destruirla: no le debo ninguna obligación al enemigo. Cuando con mano temblorosa abro el sobre, de su interior cae como una hoja un billete de dólar. Echo un vistazo a la firma, pero no reconozco el nombre. Paso de una palabra a otra inquieto. Un partidario desconocido me manda sus saludos de parte de la humanidad. «No soy anarquista», leo, «pero le deseo lo mejor. Vaya mi simpatía, sin embargo, para el hombre, y no para el acto. No puedo justificar su tentativa. La vida, especialmente la humana, es sagrada. Nadie tiene el derecho de arrancar lo que no puede dar.»

      Paso una mala noche. Mi mente forcejea con la cuestión que me ha sido planteada de un modo tan imprevisto. ¿Es que alguien, comprendiendo mis motivos, puede poner en tela de juicio la justificación del Attentat? Al margen de las consideraciones legales, ¿se puede cuestionar la moralidad del acto? La justicia y la ley no se pueden confundir, son opuestas. La ley es inmoral, es el resultado de la conjura de soberanos y sacerdotes contra el pueblo para mantenerlo sojuzgado. Respetar la ley significa transigir, cuando no participar directamente, con esta conjura. El revolucionario es el verdadero hombre moral; los intereses de la humanidad son supremos para él, hacerlos progresar, su único objetivo en la vida. El gobierno, con sus leyes, es el enemigo común. Todas las armas se justifican en la noble lucha del pueblo contra esta terrible maldición. ¡La ley! Es el crimen superlativo de todos los tiempos. El sendero del hombre está anegado por la sangre vertida en su avance. ¿Puede la abominable criminal dictar justicia? ¿Se puede esperar del revolucionario que respete semejante farsa? Ello significaría la perpetuación de la esclavitud humana.

      No, el revolucionario no tiene ningún deber para con la moralidad capitalista. Es el soldado de la humanidad. Consagró su vida a la magna lucha del pueblo. Es una guerra enconada. El ánimo del revolucionario no puede encogerse ante los servicios que esta guerra le impone. ¡Sí, incluso si el deber es la muerte! Alegre y gozoso moriría mil veces para aproximar el triunfo de la libertad. Su vida pertenece al pueblo. No tiene ningún derecho a vivir o disfrutar mientras perdure el sufrimiento de otros hombres.

      ¡Cuántas veces lo discutimos Fedya y yo! Él era un poco proclive al sibaritismo, no se había emancipado por completo de las inclinaciones de su juventud burguesa. Un día, en Nueva York, no lo olvidaré nunca, cuando nuestro círculo empezaba a publicar el primer periódico anarquista judío de Estados Unidos, llegamos a las manos. Nosotros, los amigos más íntimos, sí, llegamos a las manos. Nadie lo hubiese creído. Solían llamarnos los gemelos. Si un día aparecía solo, de inmediato me preguntaban inquietos: «¿Qué ha pasado? ¿Está enfermo tu compadre?» Fue tan insólito, cada uno era la sombra del otro. Pero un día le golpeé. Había ultrajado mis sentimientos más sagrados: ¡gastarse veinte céntimos en una comida! No se trataba simplemente de un gesto extravagante, era incuestionablemente un crimen, inconcebible en un revolucionario. No pude perdonarle en meses. Incluso ahora, dos años después, todavía le guardo rencor en cierto modo. ¿Qué derecho tenía un revolucionario a semejante capricho? El movimiento precisaba ayuda, cada céntimo era precioso. ¡Gastarse veinte céntimos en una comida! Había traicionado la causa. Cierto era que aquella fue su primera comida en dos días y estábamos recortando los gastos de alojamiento durmiendo en el parque. Asimismo, había trabajado duro para ganarse aquel dinero. Pero debería haber sabido que no tenía ningún derecho sobre sus ingresos mientras el movimiento padeciese aquella acuciante necesidad de fondos. Sus justificaciones no hicieron sino empeorar las cosas en grado sumo: aquella semana había ganado diez dólares, entregó siete al erario del periódico, necesitaba tres para sus gastos personales, tenía además los zapatos rotos. No podía tolerar aquellas palabras. No hacían más que poner de manifiesto sus veleidades burguesas. Un verdadero revolucionario no podía considerar siquiera un instante las comodidades personales. Se trataba del movimiento, de sus necesidades por encima de todo. Cada centavo que gastábamos en nosotros mismos era otro tanto sustraído a la Causa. Cierto es que el revolucionario tiene que vivir. Pero cualquier lujo es un crimen; peor aún, una debilidad. Se podía sobrevivir con cinco centavos diarios. ¡Veinte centavos por una sola comida! Increíble. Era un robo.

      ¡Pobre Gemelo! Se sentía profundamente apenado, pero sabía que yo no hacía otra cosa que ser justo. El revolucionario no tiene ningún derecho personal sobre nada. Todo cuanto tiene y gana pertenece a la Causa. Todo, incluidos sus afectos, especialmente éstos, pertenece a la Causa. No debe sentirse demasiado apegado a nada. Debe ponerse en guardia frente a los grandes amores y las pasiones. El pueblo debería ser su único amor verdadero, su pasión suprema. Los sentimientos simplemente humanos son indignos del auténtico revolucionario; vive por la humanidad y siempre tiene que estar preparado para atender su llamada. El soldado de la revolución no debe trocar el campo de batalla por los cantos de sirena del amor. Semejante debilidad entraña un gran peligro. A menudo el tirano de Rusia ha intentado cazar a su presa con el señuelo de una bella mujer. Nuestros camaradas son lo bastante cautos como para no relacionarse con ninguna mujer que no haya dado pruebas de su carácter revolucionario. Sí, no basta con un interés meramente pasivo por la causa. El amor puede transformarla en una Dalila que despoje al revolucionario de su fuerza. Éste sólo puede relacionarse con una mujer consagrada a la participación activa. Su perfecta camaradería resultará en una fuente de inspiración mutua que redoblará sus fuerzas. Iguales, rigurosamente solidarios, servirán la causa del pueblo con una eficacia sin parangón. Numerosas mujeres rusas lo atestiguan: Sophia Perovskaya, Vera Figner, Zassulitch y otras muchas mártires heroicas que fueron torturadas en las casamatas de la fortaleza de Schlüsselburg y enterradas vivas en la fortaleza de Pedro y Pablo. ¡Qué devoción, qué firmeza! Eran ellas perfectas camaradas, a menudo más fuertes que los hombres. Valientes y nobles mujeres que abarrotan prisiones y fuertes, y emprenden una vida llena de fatigas...

      La estepa siberiana se alza frente a mí. Su vasta extensión titila bajo los rayos del sol y ciega la vista con un resplandor níveo. La infinita monotonía extenúa la mirada y anonada el cerebro. Infunde en el corazón el frío glacial de la muerte y oprime el alma con el pavor a la locura. En vano buscan los ojos refugio del monstruo blanco que estrecha su abrazo paulatinamente y amenaza con engullirte en sus profundidades heladas... Allí, a lo lejos, donde el blanco y el azul se encuentran, una marcada línea carmesí tiñe la superficie. Serpentea a lo largo del seno virginal, es cada vez más roja e intensa, y asciende por la montaña como un lazo oscuro, se enrosca y entreteje en su ascenso cada vez más doliente, para desaparecer ahora en la hondonada, y reaparecer de nuevo en las alturas. Contempladlos, un hombre y una mujer cogidos de la mano, con las cabezas gachas, cargando sobre sus espaldas una pesada cruz, ascendiendo penosamente, y otros más tras de ellos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos extenuados por la


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