Memorias de un anarquista en prisión. Berkman Alexander

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Memorias de un anarquista en prisión - Berkman Alexander


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dirección de correo falsa para ocultar la identidad del remitente.

      13. Joseph Peukert, líder de los autonomistas y rival de John Most. Fue acusado al parecer injustamente de traicionar a su camarada John Neve en Bélgica en 1885. Éste último pasó diez años en distintas prisiones alemanas.

      7. El juicio

      En la sala de juicios se respira el aire gélido de un cementerio. Las ventanas sucias vierten una luz mortecina al interior de la estancia silenciosa. Bajo la luz sombría, los rostros parecen fúnebres, espectrales.

      Escruto la sala con ansiedad. Quizá mis amigos, la Muchacha, hayan venido a saludarme... Mis ojos encuentran por doquier miradas frías. Hay policías y empleados del tribunal por todas partes. Varios reporteros se me acercan. Resulta humillante que tenga que hablar con el pueblo a través de ellos.

      —El acusado, ¡en pie!

      El estado de Pensilvania —vocifera el ujier— me acusa de una agresión criminal contra H.C. Frick, con tentativa de asesinato, agresión criminal contra G.A. Leishman, allanamiento criminal de las oficinas de la Compañía Carnegie en tres ocasiones, cada una de las cuales constituye una acusación independiente, y tenencia ilegal y ocultamiento de armas.

      —¿Se declara el acusado culpable o no culpable?

      Protesto contra la multiplicación de cargos. No niego el intento de asesinato contra Frick, pero la acusación de haber atentado contra Leishman no es cierta. Sólo he estado en las oficinas de la Carnegie...

      —¿Se declara el acusado culpable o no culpable? —me interrumpe el juez.

      —No culpable. Quiero explicar...

      —Sus abogados lo harán.

      —No tengo abogado.

      —El tribunal le asignará uno de oficio para defenderle.

      —No necesito defensa. Quiero hacer una declaración.

      —Se le concederá la oportunidad a su debido momento.

      Asisto impaciente al proceso. ¿Para qué sirven todos estos preliminares? Mi condena está firmada de antemano. Los hombres en la tribuna del jurado son quienes decidirán mi destino. ¡Como si pudieran comprenderlo! Me clavan miradas frías y nada comprensivas. ¿Por qué no interrogaron en mi presencia a los candidatos a formar parte del jurado? Ya estaban sentados cuando entré.

      —¿Cuándo se seleccionó al jurado? —pregunto.

      —Dispone de cuatro recusaciones —replica el fiscal.

      Los nombres de los candidatos parecen extraños. Pero, ¿qué importancia tienen los hombres que me van a juzgar? También ellos están en el bando del enemigo. Harán lo que se le antoje al amo. Aun así, tal vez pueda poner palos por un instante en las ruedas del sumo sacerdote. Escojo al azar cuatro nombres de la lista impresa, y los nuevos miembros del jurado suben a la tribuna.

      El juicio prosigue. Un agente de policía y dos empleados negros de Frick se turnan en el estrado de testigos. Testifican que me vieron tres veces en las oficinas de Frick. Mienten, pero los testigos comprados me traen sin cuidado. Un hombre alto sube al estrado. Reconozco el detective que con el mayor descaro afirmó identificarme en la cárcel. Le sigue un médico que declara que todas las heridas de Frick eran mortales de necesidad. Llaman a John G.A. Leishman. Testifica que intenté matarle. «¡Es mentira!», exclamo, indignado, pero los guardias me obligan a sentarme. Ahora se presenta Frick. Intenta evitar mi mirada cuando nos vemos de frente.

      El fiscal se dirige a mí. Declino interrogar a los testigos de la acusación del Estado. Han mentido; no hay verdad en ellos, y no pienso participar en la farsa.

      —Llame a los testigos de la defensa —ordena el juez.

      No preciso testigos. Deseo proceder con mi declaración. El fiscal exige que hable en inglés. Pero insisto en leer el texto que he preparado en alemán. El juez resuelve concederme los servicios del intérprete del tribunal.

      —Me dirijo al pueblo —comienzo—. Algunos se preguntarán por qué he declinado una defensa legal. Ello se debe a dos motivos. En primer lugar, soy un anarquista: no creo en la ley hecha por el hombre, diseñada para esclavizar y oprimir a la humanidad. En segundo lugar, un fenómeno extraordinario como un Attentat no puede medirse con la vara mezquina de la legalidad. Se requiere un examen del trasfondo social para comprenderlo debidamente. Un abogado intentaría defender o paliar mi acto desde el punto de vista de la ley. Sin embargo, de lo que se trata realmente no es de defenderme sino de la explicación del hecho. Es equivocado creer que se me juzga a mí. El encausado real es la sociedad: el sistema de la injusticia, de la explotación organizada del pueblo.

      La voz del intérprete suena áspera y aguda. Traduce mi declaración palabra por palabra, y las frases aparecen rotas, deshilachadas, en su inglés desmañado. Los tonos vociferantes me perforan los tímpanos, y mi corazón llora con su sarta recitada de despropósitos.

      —Traduzca frases, no simples palabras —le reprocho.

      Se aleja de mí con un gesto de impaciencia.

      —¡Oh, por favor! Continúe —grito desesperado.

      Regresa entre dudas.

      —Mire el papel —le imploro— y traduzca las frases a medida que yo las voy leyendo.

      Los ojos vidriosos me buscan con una mirada en blanco, perdida. ¡Es ciego!

      —Continuemos —dice tartamudeando.

      —Ya hemos oído bastante —interrumpe el juez.

      —No he leído ni un tercio de mi texto —exclamo consternado.

      —Con eso nos basta.

      —He declinado los servicios de los abogados para disponer de tiempo para...

      —Le concedemos cinco minutos más.

      —Pero no puedo explicarme en tan poco tiempo Tengo el derecho de ser escuchado.

      —Ya le enseñaré yo quién manda aquí.

      Me ordenan que abandone el estrado de los testigos. Algunos miembros del jurado abandonan sus asientos, pero el fiscal del distrito se va corriendo hacia ellos y les susurra algo. Se quedan en la tribuna del jurado. Se hace el silencio en la sala y el juez se pone en pie.

      —¿Tiene algo que decir para que la condena no se le imponga?

      —No me dejaría hablar —contesto—. Su justicia es una farsa.

      —¡Silencio!

      Oigo aturdido la cantinela que llega del banco. Los guardias me sacan de la sala del tribunal a toda prisa.

      —El juez se portó bien contigo —se mofa el alcaide—. Veintidós años. Bastante duro, ¿no?

      Segunda parte.

       El penal

      1. Pensamientos desesperados

      I

      —Siéntase como en su casa, ahora que tendrá que pasar un ratito aquí, ¡ja, ja, ja!

      Percibo la crueldad de su tono como en sueños. Me pregunto si este hombre me está hablando a mí. ¿De qué se ríe? Me siento tan agotado, quiero estar solo.

      La voz ha dejado de hablar; los pasos retroceden. Todo queda en silencio, y estoy solo. Un peso innombrable me oprime. Me siento exhausto, mi mente está vacía. Caigo a plomo en la cama. Entierro la cabeza en la almohada de paja, se me parte el corazón, me hundo en un sueño profundo.

      *

      Me arden los ojos como si me los marcaran a fuego. El calor me abrasa la vista y me consume las pestañas. Ahora me golpea en la cabeza, mi cerebro está en llamas, un incendio furibundo


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