Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara


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dentro de mi casa como el corazón en el cuerpo, tampoco sería la ceniza que cubre el fuego y mucho menos me transformaría en una de las piedras que detienen el comal; mis pies no se quedarían atrapados en una choza perdida en la selva, y mi sexo, casi siempre seco y ardido, nunca sería de uno. Muchos entrarían y saldrían de él mientras yo fijaba la vista en el techo o la dejaba perderse en el movimiento del fuego. Sólo Dios sabe si la comadrona no enterró la tripa que me unía a mi madre junto a las piedras que detenían el comal. La lengua del Descarnado me dice que no lo hizo, que por eso nada pudo detenerme.

      Yo fui otra cosa, algo distinto, alguien que tenía que sobrevivir. La comadrona, si es que acaso pronunció los augurios, se equivocó de cabo a rabo y el nombre que me impuso también quedó olvidado. En esos momentos yo era nada, a lo más era una pelusa que a muy pocos les importaba.

      *

      Si mi madre hubiera sido otra, la historia sería distinta; su sangre no le daba nobleza a mi padre y varias veces estuvo a punto de ser echada de la casa como si fuera una sirvienta que no podía cumplir con lo mandado. Por eso, en muchas ocasiones terminó agriando la masa con sus miradas entristecidas y sus pensamientos nublados. Pero, a pesar de todo eso, tuvo algo de suerte, sus manos la salvaron. Las telas que nacían de sus dedos no podían despreciarse. Su hombre las necesitaba para pagar lo que siempre debía, él tenía que entregárselas a los que le exigían que se arrastrara y les lamiera los callos. Es más, a veces hasta podía cambiarlas con los chontales que llegaban en sus cayucos para completar lo que tenía que ofrecerles a los mandones con tal de alejar su furia.

      Mi madre no le importaba, pero sus manos sí le interesaban. Algo podía obtener de ella además de unas piernas abiertas y una boca que siempre se conformaba con poco. Yo nada necesitaba, todo lo que requería venía de sus chichis, de la leche que sabía a bilis negra, a muina atragantada y dolor siempre callado.

      Ella no era la mujer principal, ella no era la que merecía atenciones y tampoco mandaba en la casa sin que alguien pudiera oponerse. Las primeras mujeres eran las importantes, las valiosas, las que eran imprescindibles para que los sueños de mi padre no se hundieran en los pantanos. Frente a mi madre nadie bajaba la vista y sus palabras apenas sonaban en las orejas de los que ahí vivíamos. Ella era la última de la cola que no dejaba avanzar a ninguna de las que estaban formadas; su único anhelo era que el tiempo pasara rápido, que los dioses se llevaran a las principales y se convirtiera en una vieja que no podría ser castigada por las otras esposas. Ella, en el fondo, ni siquiera era una mujer, era una cosa, un animal de carga, unas manos de araña, un pago que se recibió porque al hombre que la montaba no le quedaba de otra.

      Mi madre era la paciencia, el aguante infinito, la resistencia que no se quebraba como las ollas que se rajan cuando sienten la lumbre. Mi padre la recibió como un regalo que apenas valía, como una muestra de la rendición de un caserío donde los perros pelones ni siquiera ladraban para defender la basura que se tragaban. La derrota de esa gente no fue gloriosa. Ninguno de los hombres tomó un palo para defenderse, el nombre de los señores de Xicalanco fue suficiente para que se agacharan, para que sus espinazos se curvaran hasta que estuvieran a punto de crujir y quebrarse. Ellos eran como los perros cobardes: sabían vivir con la cola metida entre las patas.

      El hombre que me engendró la aceptó a regañadientes, una mujer joven era mejor que nada. Ya después podría arrebatarles algunos bultos de mazorcas o unos pocos granos de cacao para juntarlos con lo que tenía que entregarle a su amo, al señor de Xicalanco que ni siquiera se dignaba a mirarlo. Ella, si hubiera vivido lo que yo viví, habría terminado con la cara marcada por un hierro ardiente: los esclavos de antes se convirtieron en esclavos de los teules. Ellos eran los rescatados, los que se compraban y se vendían, los que se usaban y se mataban sin que nadie metiera las manos.

      Con los hijos pasaba lo mismo. La principal había parido un varón, los otros que llegaron al mundo poco importaban para la gloria de un hombre sin lustre. Ellos conocían su destino y lo aceptaron sin que las muecas les marcaran la cara. Así eran las cosas y así seguirían hasta que el Quinto Sol se muriera para siempre. Sus días transcurrirían en la milpa que a fuerza de llamas se abría paso en la selva. Ellos eran los brazos y los cuerpos que estaban condenados a trabajar sin conocer la victoria o la muerte que les abriría el camino al Paraíso. Ellos nunca acompañarían al Sol en su camino por el cielo. Los mandones que dizque todo lo podían no tenían los tanates que se necesitaban para llamarlos a la guerra. Los señores del rumbo eran unos cuiloni que se conformaban con las miradas esquivas y se hincaban ante los enviados sombríos. Ellos eran cobardes, rastreros ante los mexicas y terribles con los suyos. A los principales les bastaba y les sobraba con las zurrapas que se quedaban en el lugar donde se encontraban los comerciantes de aquí y de allá. La guerra era imposible, la posibilidad de juntarse con otros pueblos estaba muerta antes de nacer. Los guerreros de Tenochtitlan habrían acabado con ellos en el primer combate y los tributos serían más grandes de lo que ya eran.

      Ellos eran nada, yo también era nada. Apenas era una boca que tendría que alimentarse hasta que sirviera para algo, pero eso no me importaba… a los escuincles de los muertos de hambre no les pesa la vida que les fue trazada. Yo lo sabía y lo aceptaba. ¿Qué otra cosa podría hacer? Lo importante era correr con los pelos libres y la carne apenas tapada con un enredo que delataba mis juegos en el río donde las niñas torteábamos bolitas de lodo. Ahí estábamos todas y las palabras eran claras, las conocía completas y ninguna se me dificultaba. El tiempo en que me darían unas sandalias y un huipil se miraba lejano, el momento en que mis cabellos deberían trenzarse para ser domados aún no se asomaba en el horizonte.

      Yo era una niña, lo demás no importaba.

      III

      El día que los descubrí no puede borrarse de mi alma. Antes de eso, sólo eran un murmullo, una palabra que no debía pronunciarse, una sombra que se asomaba para anunciar el mal implacable. Ésa era la primera vez que mis pies estaban cubiertos y que mis pechos recién nacidos se ocultaban bajo la tela amarillenta.

      Mi padre nos trepó en la canoa, y mucho antes de que el Sol se metiera ya estábamos en Xicalanco. El lugar parecía inmenso, la gente que ahí estaba era de los cuatro lados del mundo: los mayas con sus frentes alargadas y sus ojos bizcos, los popolucas que hablaban como si balbucearan, los zoques que se rindieron ante el Tlatoani, sin presentar batalla y los que pronunciábamos palabras claras nos entreverábamos sin que nadie pudiera impedirlo. Todos traían lo suyo y sólo querían lo que llevaban los otros.

      Xicalanco era el lugar de la paz, el sitio donde los puestos de los comerciantes lo llenaban todo para que en nuestros ojos se rebosaran los colores; ahí también estaban las grandes canoas, los cargadores que venían desde las tierras de los totonacas y de los lugares donde la selva es casi impenetrable. Ellos sabían cómo sobrevivir al verde de la locura, a los animales que acechan, a los senderos que se cierran tras los pasos para que el viento negro se meta en las coyunturas de los que tienen que ser devorados por los malos espíritus.

      Todos hablaban, todos gritaban antes de que las cosas cambiaran de manos.

      Los que compraban siempre les encontraban defectos a las mercancías, y los que vendían juraban por lo más sagrado que eran perfectas. Los precios subían y bajaban con el poder de las lenguas. Los granos de cacao y las piezas de oro y cobre se engrandecían o empequeñecían mientras los comerciantes discutían el valor de las cosas. Los canutos llenos de pepitas deslumbrantes se trocaban en cobres, y los granos oscuros y brillantes se convertían en las mantas que nunca perdían su color.

      Nuestros ojos estaban enganchados a los puestos del tianguis. Ahí estaban las maravillas que siempre deseamos y las que jamás imaginamos. Pero ellas, aunque estaban a unos cuantos pasos, se encontraban muy lejos de nuestras manos. Cualquiera de nosotras valía más que aquellos objetos, con un puñado de cacao podían comprarnos para siempre. Cuando el hambre arreciaba, a nadie —ni siquiera a los mandamases— le dolían las almas para vender a uno de sus hijos. Eso era mejor que sentir la resequedad en las tripas. Eso, según lo que me contaron, fue lo que le pasó a los mexicas cuando los dioses le dieron la espalda a Montezuma. Durante muchas lunas, las lluvias se fueron para otro lado y las tripas vacías se ensañaron con todos.

      *

      El


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