Malinche. José Luis Trueba Lara

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Malinche - José Luis Trueba Lara


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Ni siquiera el aleteo de las garzas y los pelícanos que de vez en vez llegaban al río para llenarse el buche era suficiente para espantar la monotonía.

      *

      Así hubieran seguido las cosas, pero mi destino estaba a punto de torcerse. Cuando ellos desembarcaron, no pude imaginar que mi vida cambiaría. Ninguna profecía anunció el mal que llegaría en el cayuco. En el cielo, la lumbre no iluminó la noche, y en mis sueños tampoco se mostraron las revelaciones de la fatalidad. Los gigantes descabezados no se asomaron para anunciarme las desgracias, y la sucia caricia de las alas de los murciélagos jamás tocó mi rostro para advertirme de la tragedia. La vida seguía su curso y las aguas del río traían lo de siempre. Ellos venían de cuando en cuando y su mala sangre apenas era una nube que nos dejaba unos golpes y muchas maldiciones por el intercambio que nunca dejaba satisfecho al hombre de mi madre.

      A pesar del odio que les tenía, los chontales eran los únicos que podían salvarlo. Ellos se llevaban lo nuestro y nos dejaban lo que debíamos entregarle a los mandones. Así había sido siempre y ahora no tenía por qué ser distinto.

      El hombre que montaba a mi madre los recibió y dobló el lomo sin que la vergüenza le ardiera. Así era, así tenía que ser.

      Se sentaron en cuclillas, ellos apenas hablaban.

      Las manos del hombre que me engendró se movían para convencerlos de las razones que dislocaron sus compromisos: las aguas de más o de menos, las muchas muertes, las peores enfermedades y el desdén de los dioses se mostraban con tal de convencerlos de sus fracasos y sus miserias. Él necesitaba sus semillas de cacao, pero nuestros elotes y tejidos sólo le alcanzaban para unas cuantas.

      Los chontales apenas lo escuchaban sin conmoverse.

      Uno de ellos, sin creer en sus palabras, se puso el dedo sobre la nariz y sopló para sacarse los mocos. Sin oírlo se quedó mirándolos sobre la arena. El tiempo le sobraba. En cambio, el hombre que montaba a mi madre sabía que las urgencias lo atenazaban para arrancarle pedazos de carne: el tributo no estaba completo y tampoco alcanzaba para cumplir las promesas imposibles. Necesitaba que sus juntados crecieran antes de volver con sus amos. Así siguió durante un tiempo, repitiendo el ritual que siempre regresaba a su punto de partida.

      Al final, la sonrisa y la mirada del perro que se traga las sobras le iluminaron el rostro, un trato lo salvaría de su desgracia.

      Ninguna de nosotras sabía si los convenció de que le fiaran unos cuantos granos de cacao, si logró vender a buen precio nuestras mazorcas o si alcanzó a engatusarlos con el recuento de sus desgracias para que le dieran algo más por nuestras telas.

      Yo me conformaba con mirarlo de reojo, por eso no pude adivinar las palabras que salían de su boca.

      *

      Esa vez no vi lo que tenía que ver, tampoco me enteré de lo que debía enterarme. La oscuridad que me perseguiría comenzó a mostrarse sin que fuera capaz de sentirla.

      Sin darles la espalda, el hombre que me engendró regresó a la casa.

      Tenía la cara de los que ganan y se salieron con la suya.

      —Tú, ven acá —me dijo.

      Lo obedecí sin pensar.

      Su voz no me daba la oportunidad de contestar.

      Me levanté y apenas pude enjuagarme la masa de las manos. El agua de la jícara se sentía espesa, casi rasposa.

      —Vete con ellos, ya no eres de aquí —me ordenó sin dar explicaciones.

      Tenía que largarme. Mi tiempo había llegado. Yo sólo era un pago más, una boca menos; algo que se intercambia con tal de saldar una deuda imposible.

      Traté de buscar a mi madre, pero él lo impidió.

      —No hagas esperar a los señores… lárgate, perra, vete para que no te sigas tragando mi maíz —murmuró con las palabras que amenazaban.

      Bajé la mirada y salí con lo puesto.

      La posibilidad de un palazo en el lomo era suficiente para que no me opusiera.

      Me fui sin despedirme y sin que nadie me extrañara.

      Ninguno de los chontales me ayudó a subir al cayuco. Me trepé y traté de mirarlos sin que pareciera altanera.

      *

      El destino me había alcanzado. No hubo necesidad de que el Huesudo se hiciera presente. Los míos todavía estaban vivos cuando me fui del lugar donde el río acariciaba los ojos; cuando volví con don Hernando, ya estaban muertos y nada quedaba de ellos.

      No pude mirar sus cuerpos, tampoco pude averiguar en qué paró su destino.

      No tuve el valor que se necesita para rascar la tierra y encontrar sus calaveras. Los que nada valen siempre terminan alimentando a los carroñeros, los que todo lo valen son los únicos que merecen lágrimas infinitas.

      IV

      Mientras la canoa se adentraba en el río con rumbo incierto, la piel me ardía y nada podía hacer para aliviar las quemaduras de sus miradas. En sus pupilas no estaba el cuchillo que asesina las sombras, tampoco se veía la flecha que se encaja en las almas para martirizarlas; los ojos de los chontales estaban fijos en mi cuerpo y se movían con el vaivén de la corriente que se marcaba en mis pechos. Yo era suya y apenas era algo más que una bestia, alguien que a duras penas podía pensarse como humana. Ellos sólo esperaban que llegara el momento de confirmar su propiedad.

      Ellos me habían comprado, yo no era un regalo, tampoco era una manera de firmar la paz entre las piernas de una mujer. Mi cuerpo no servía para tender puentes sobre los abismos erizados de navajas. Ese don sólo le tocaba a las mujeres de los nobles y los caciques. Yo no estaba ahí para descubrir si ellos eran como nosotros, tampoco servía para apagar su violencia con mis frías humedades, para tratar de domarlos con las caricias fingidas… Eso ocurriría después, don Hernando y sus tropas aún no se adivinaban en el horizonte.

      Los oía hablar y reír, pero sus palabras casi eran incomprensibles. Antes de soltar la carcajada se apretaban sus partes con el anhelo de que se hincharan con el calor de la sangre que pulsaba en sus venas.

      Yo sabía que sus pujidos eran las lenguas que recorrían mi cuerpo; sus movimientos, idénticos a los de los perros que huelen a las hembras, eran el augurio de lo que me sucedería.

      Nadie puede detener lo inevitable. Ni siquiera el santo Santiago con todo y su espada puede derrotar al destino.

      Ellos se montarían en mi cuerpo como mi padre lo hacía con sus mujeres cuando pensaba que la noche nos enceguecía y se nos metía en las orejas. En esos instantes, los consejos de mi madre y los augurios de la comadrona ya no tenían sentido; esas palabras estaban marchitas, secas como las hojas que se quiebran cuando alguien las toca. Jamás podría ser como las mujeres que caminan con el enredo inmaculado; yo sería la que tiene que ser, la que todo lo acepta con la mirada baja, la que sonríe para evitar los golpes, la que sabe jadear en el momento preciso, la que aprende a hablar con tal de sobrevivir.

      Esos chontales, sin saberlo ni quererlo, marcaron mi destino.

      *

      Cuando la noche se volvió impenetrable, mis dueños remaron hacia la orilla. Valía más que no siguieran adelante, la prisa invocaba a la muerte. La oscuridad era peligrosa. Las fauces de los caimanes estaban dispuestas, las culebras trazaban líneas en el agua para seguir a sus víctimas y los malos espíritus andaban libres por la selva. La noche es el tiempo de los wáay, de los monstruos que vuelan montados en los guajolotes inmensos o que cruzan los cielos con la fuerza que les dan sus alas de petate. El momento en que las sombras se ocultan en la negrura había comenzado y el viento negro silbaba entre las ceibas para anunciar que se comería las almas.

      El mal estaba suelto.

      La canoa se encontraba a unos cuantos pasos de la tierra. Ellos se bajaron sin que les importara que el lodo se les pegara en las patas desnudas y callosas. A como diera lugar tenían que arrastrarla lejos de la corriente


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