Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
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Óscar López
Puesto que el sufrimiento no nos ha revelado la belleza, ninguna otra luz puede ya seducirnos.
Ciorán
La obra de Manuel Mejía Vallejo es un abrir puertas para dejarnos ver la compleja realidad no solo del campo y de pequeños pueblos, sino también del mundo citadino. Casi ninguno de los temas de la sociedad y de la condición humana le fue ajeno. Quiso siempre abordar y reflexionar sobre todas las cosas que caían en su campo de visión de escritor y alma de artista que no eran pocas. Deseaba rebujarlo todo, recto-verso, para mostrar aquellos pliegues y repliegues de nuestra condición que solo un atento observador, un fisgón como él, era capaz de captar. Vista la construcción de sus historias, el tono utilizado, el trasegar de sus personajes de ficción con carnadura humana por hallarse anclados en el hueso de la realidad, se pensaría que su visión del mundo, su horizonte de expectativas corresponde a una mirada desoladora y pesimista con respecto a una realidad bien peculiar como la colombiana. Así como hoy, esta realidad histórica y social mostraba fisuras por todas partes, porque sus gestores procuraban ocultar su verdadero rostro con las artimañas de siempre y una inescrupulosa doble moral.
Oquits (1978), un analista político extranjero de los años setenta del siglo XX, se refiere a esto como «el derrumbe parcial del Estado» (p. 52)1. Pero ahí estuvo el ojo avizor y el escalpelo del escritor para abrir el cuerpo y diagnosticar la naturaleza y las consecuencias previsibles y, sobre todo, imprevisibles de los males que se iban incubando en las sociedades de su tiempo, porque no solo fue la colombiana, sino también la venezolana, la guatemalteca y la salvadoreña. Pero nadie quiso escucharlo. El final de El día señalado (1964) es aleccionador al respecto. El gamonal del pueblo ha sido vencido en la gallera y, al mismo tiempo un grupo de jóvenes aldeanos bajan del monte para tomarse el pueblo, porque un día se vieron obligados a conformar una guerrilla espontanea después de que la policía y un sargento cruel persiguieran, torturan y mataran a muchos. El sargento, resignado a su suerte le dice al cantinero que, en el momento en que la guerrilla entre el pueblo, este haría lo mismo que cuando él llegó con sus policías a «pacificar el pueblo», es decir, los elogiarían, «estarían con ellos, y pedirían perdón, y formarían otras pandillas que protagonizarían idénticos desmanes» (DS, p. 234)2. En otro aparte dice el cantinero:
Los que ayer lo adulaban sargento Mataya […], se apuntaban a la otra cara de la moneda. La inminencia de un caudillo los enceguecía, pero si al caudillo a su turno le fallaba la suerte, vivarían al otro porque los entusiasmaba la fuerza por la fuerza en sí, no por el ideal que dejara entrever3. (ds, p. 239)
El narrador —alter ego del autor— sintetiza ese espíritu revanchista y siempre irreflexivo así: «nada queda sino la venganza de un lado y del otro, hasta el fin. Los resortes morales se han reventado» (DS, p. 235). Es lo que vive el país desde hace décadas con casi toda la clase política, con un sector corrupto de la dirigencia del país y con tantos actores de violencia, que por sus desmanes se parecen unos a otros. Hacen tanto o peor daño a la sociedad, a la economía y, sobre todo, a la moral del país, la guerrilla, los paramilitares, los gobernantes de las grandes y pequeñas ciudades, los hombres de cuello alto que estafan y se roban las arcas del país desde los puestos públicos y una dirigencia siempre inescrupulosa y ávida que corrompe esa clase política, que quiere tragárselo todo y, con eso, genera un estado permanente de anomia social y de violencia. Temprana y lúcidamente el sociólogo Orlando Fals Borda (1962) confirmaba esto mismo hace más de medio siglo:
Es excepcional el colombiano que no haga una condenación de la violencia como algo demoníaco; el papel de aquellos grupos que se han aprovechado egoístamente de la violencia tiene […] visos negativos y monstruosos […] Mediante el desarrollo del proceso de lucha y la aplicación de la violencia fueron desquiciándose creencias, normas y actitudes del temple tradicional y bucólico de la cultura cristiana-occidental que los sociólogos reúnen bajo la rúbrica de ‘sacros’. Mucho de lo admirado y respetado, de lo venerado y establecido cayó por tierra bajo el soplo de la violencia. (p. 414)
La literatura de Mejía es una producción artística de una vitalidad singular, de una sensibilidad que aflora por doquier, porque tiene la capacidad de convertir, no solo las historias cotidianas de la vida de los pueblos y del mundo marginal de las ciudades, sino también las palabras en imágenes de una plasticidad tal que portan el sello de un guion cinematográfico. Mejía amaba las palabras dichas —eterno conversador— y las oídas en todas partes —solícito escucha—. También las que brotaban de la canción popular, las que respiraba la naturaleza, las que lo asaltaban de mil maneras que provenían de los libros de otros, pero sobre todo las que revoloteaban en su imaginación, le obsedían y perseguían, hasta que por fin como en una caja de Pandora dejaba salir para que se instalaran en el pétalo de uno de sus versos o en el ovillo de un relato.
Era un hombre que amaba la vida con una intensidad paradojal y se la jugaba a diario como el Sergio Stepanski de León de Greiff (1980), «en el recodo de todo camino» con «un vaso de aguardiente, ajenjo o vino» para que la vida le deparara «el bravo amor» y una libertad «audaz como el azor». Podría decirse que en cada una de sus historias hay siempre un duelo por discordias de antihéroes anónimos: duelo de dos, hasta de tres; otros de uno contra todos, o de uno solo contra la moral esclerosada y la intolerancia que enajena; discordias que de manera irremediable terminan en derrota física o moral o las dos. Los duelos de los protagonistas terminan siendo una confrontación consigo mismo porque eso es lo que, en última instancia, son cada uno de sus cuentos, novelas, décimas, poemas: un preguntarse por el propio destino, por nuestra condición de seres de contradicción y por, a veces, la conducta segregacionista, primitiva y fundamentalista que llevamos dentro y ha dejado y sigue dejando tantos caídos a la vera de los caminos o en cualquier acera o vereda del mundo.
Por eso desde su primera novela, con apenas veintidós, Mejía se propuso fustigar ciertas formas fijas consagradas del pasado social, moral y cultural, e interponer los valores propios habidos de un amplio diálogo entre la región y el mundo, entre los pensadores de la parroquia colombiana y los iluminados de todas partes. Así, y poco a poco, Mejía se va imponiendo como una voz peculiar de la literatura colombiana para captar el espíritu y escuchar la voz de su prójimo cercano y lejano, amado y cuestionado, reconocido u olvidado, esclarecido o extraviado. Mejía —así como algunos escritores y artistas singulares de su tiempo— se inventó cuanto recurso pudo, incluido el de la imaginación, para sobrevivir a su época y dar cuenta de manera auténtica y agónica de las vicisitudes más íntimas y los desvelos cotidianos de su sociedad. En él, vida y obra se hallan acopladas en una indisoluble y diáfana unidad que se remiten mutuamente. Una autentica la otra, en un proceso que en pocos escritores colombianos se ha dado con tanta fidelidad.
En su poema-elegía «Pan y vino» de 1800, el poeta alemán Friedrich Hölderlin (1995) se preguntaba: «¿para qué poetas en estos tiempos de miseria?» «Pero llegamos demasiado tarde, amigo. Sin duda los dioses / aún viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo; / allá obran sin cesar, sin ocuparse de nuestra suerte» (p. 321). Pero no solo Hölderlin lo hizo, los verdaderos hombres ilustrados y de palabras han formulado y se formularán siempre la misma pregunta en tiempos de anomia, de conflictos internos y externos, porque bajo ese estado convulso y permanente de la sociedad se pone en cuestión una visión humanista del hombre y se desdice del espíritu civilizado y racional que debería primar. En tales momentos, el arte, la literatura, la poesía, parecen ser elementos inocuos, innecesarios, simples divertimentos de seres ociosos. Sin embargo, es precisamente en esos tiempos cuando más se necesitan esas manifestaciones excelsas del espíritu humano. Un poeta de la misma región de Mejía Vallejo, Jaime Jaramillo Escobar4, se hace el mismo cuestionamiento de Hölderlin: «¿Qué hacen los poetas en la guerra?» y su respuesta no se deja esperar:
Pues