Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams


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misma!

      Rafael la miró y experimentó un momento de absoluta locura en que quiso tocarla, sentir su cuerpo debajo de esa ropa poco favorecedora y averiguar por sí mismo cuán curvilínea era de verdad, cuán generosos y suculentos eran realmente esos pechos abundantes.

      Giró súbitamente.

      –A pesar de lo fascinante de esta conversación, voy a tener que dejarte. Me queda trabajo por hacer.

      –Es domingo.

      –Intenta explicarle eso al resto del mundo –fue hacia la escalera.

      Cristina lo siguió, insegura de si debería volver a verlo. A pesar de lo considerado que había sido el día anterior al auxiliarla y de lo sexy que era, consiguiendo ponerle el cuerpo siempre en tensión, había demasiada agresividad latente dentro de él, aparte de que era un adicto al trabajo. Podía respetar esa intensa ética laboral, pero era un rasgo que jamás le había gustado demasiado en un hombre. Los pocos chicos con los que había salido habían sido espíritus libres que, como ella, habían preferido estar al maravilloso aire libre antes que en el mortífero interior de un despacho.

      Dicho eso, no pudo evitar sentir una profunda decepción cuando él abrió la puerta y se volvió hacia ella.

      –Gracias por traerme –le dijo–. Por supuesto, le enviaré a tu madre una nota de agradecimiento, pero si hablas con ella, por favor, dile que fue muy amable al invitarme y que disfruté de una velada maravillosa. Creo que vendrá a Londres algún día del próximo mes cuando mi madre venga de visita.

      Aguardó la posibilidad de que le pudiera decir que tal vez volvieran a encontrarse, pero sólo obtuvo silencio y que la mirara con la cabeza ladeada.

      –Y no trabajes demasiado –sonrió–. De vez en cuando, deberías ir a dar un paseo al parque. Es precioso, incluso en invierno –estuvo a punto de lanzarse a narrarle lo que hacía cuando iba al parque, pero en el último instante logró contenerse.

      –Gracias por el consejo –aceptó él–. Lo pensaré cuando mi jornada laboral termine a las nueve.

      –Ahora te estás burlando de mí.

      –Dios me libre.

      No sabía cómo lo había conseguido ella, o quizá le había sentado bien escapar de Londres una noche, pero se hallaba perfectamente relajado cuando llegó a su casa de Chelsea.

      A diferencia de Cristina, ocupaba un ático enorme que abarcaba las dos últimas plantas de una mansión de ladrillo rojo visto. Igual que el de ella, estaba impecablemente decorado, y con un minimalismo que dejaba sitio para toques personales. Tal como a él le gustaba. Ninguna foto familiar adornaba las superficies, ningún recuerdo de unas vacaciones, ningún libro sobre una mesa para que alguien pudiera hojearlo. La zona del salón la dominaban dos extensos sofás de piel color beige entre los cuales había una mullida alfombra clara con apenas un dibujo visible y que había costado una pequeña fortuna.

      Los cuadros de las paredes eran abstractos, salpicaduras de color que resultaban exigentes en vez de sosegadas. También habían costado una fortuna.

      Dejó el maletín en el suelo, se sirvió un vaso de agua y de inmediato fue a comprobar el contestador automático. Nueve mensajes. De ocho se podría ocupar más tarde. El noveno…

      Lo repitió con expresión irritada.

      Delilah. En su momento había pensado que era un nombre estúpido, pero había estado dispuesto a pasarlo por alto porque era de una belleza exquisita. Muy alta, piernas interminables y con un rostro serenamente angelical que con inteligencia ocultaba la personalidad de una bruja.

      Ésa había sido una de las pocas relaciones que había permitido que se alargara, principalmente porque había estado fuera del país casi todo el tiempo como para que pudiera establecerse un enfrentamiento cara a cara, algo que él no había buscado. Delilah era propensa a la histeria, y si algo no podía soportar era a una mujer histérica.

      En ese momento, casi cuatro meses después, reaparecía. Recordó las palabras de su madre… amantes diferentes cada semana… huir de un pasado que nunca había querido volver a visitar… vivir en un vacío…

      Se reclinó en el sofá, cerró los ojos y pensó que tal vez, sólo tal vez, fuera hora de pensar en asentarse.

      Capítulo 3

      ESE pensamiento había desaparecido de su mente en cuanto despertó el lunes debido al insistente pitido de su teléfono móvil a la inhumana hora de…

      ¡Las cinco de la mañana!

      Y un mensaje de texto de Delilah. Que le informaba de que había estado fuera, unas vacaciones prolongadas en el Caribe, pero que ya había vuelto y que le encantaría que se vieran para ponerse al día.

      Una vez que una relación se acababa, Rafael era la clase de hombre que seguía adelante. No eran para él esos escenarios que involucraban quedar con una ex para hablar de los viejos tiempos ante una copa de vino. Había dejado atrás a Delilah, aunque reconocía que no había sido una ruptura limpia.

      Sin darse tiempo para activar su personalidad de trabajo, marcó el número de ella y sólo tuvo que esperar dos llamadas hasta que contestó. No era una buena señal. Las mujeres que esperaban junto a los teléfonos eran mujeres que se volvían dependientes demasiado deprisa, y una mujer dependiente era un valor pasivo, una responsabilidad.

      No fue una conversación cómoda y supo que deberían haberla mantenido cara a cara. Con optimismo, había conjeturado que su ausencia deliberada de escena y la falta de comunicación serían indicios suficientes de ruptura, pero la verdad era que había sido perezoso.

      Por lo tanto, apenas podía culparla de las lágrimas, las acusaciones, los insultos, cuya amplia variedad de adjetivos lo sorprendió, y, lo peor de todo, la lastimera y retórica pregunta de lo que había hecho mal.

      Eran casi las seis cuando pudo cortar la comunicación, y cerca de las ocho cuando estuvo duchado y vestido, dirigiéndose hacia la puerta después de haber enviado algunos correos electrónicos.

      Se encontraba de pésimo humor después de la conversación con Delilah y habría pasado por alto la floristería de no haber estado abierta para una entrega en el momento en que pasaba por delante.

      Nunca antes se había fijado en el local, aunque eso no resultaba sorprendente. Las floristerías no ocupaban un lugar importante en la lista de destinos deseados y tampoco iba a menudo a pie al trabajo. Era una caminata vivaz de unos veinticinco minutos y casi nunca podía darse el lujo de perder ese tiempo.

      A la desolada y grisácea luz invernal, la fragancia invadió sus fosas nasales y en un arrebato, se detuvo y entró en la tienda.

      Era pequeña, pero se hallaba a rebosar de flores, la mayoría de las cuales exhibía un color vibrante y exótico. Un lado de la pared estaba destinado por completo a las orquídeas. Pediría que enviaran un par a la casa de Delilah con una nota apropiada, pero antes de poder realizar el pedido, la joven que se estaba encargando de la entrega le informó de que aún no habían abierto. Que lo hacían a las diez.

      –Se lo compensaré –dijo, mirando su reloj de pulsera. Tendría que ir volando para llegar a tiempo a su primera reunión. Sacó la cartera y extrajo un fajo de billetes, luego señaló dos de las orquídeas más exquisitas–. Quiero que las entreguen en esta dirección… –escribió la dirección de Delilah en el dorso de una de sus tarjetas personales–. Doy por hecho que no habrá problema, ¿verdad? –miró a la chica, quien a su vez miró por encima del hombro y sonrió débilmente.

      –En absoluto, señor. ¿Qué mensaje ponemos en la tarjeta?

      Rafael frunció el ceño y se encogió de hombros.

      –«Estás mejor sin mí. Te deseo lo mejor. R.» –la joven mostraba un intenso rubor mientras transcribía las palabras al papel y Rafael enarcó las cejas divertido–. ¿Diría que es un mensaje apropiado


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