Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams


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la calle una brumosa mañana de febrero, hubiera elegido la que pertenecía a Cristina.

      –¿Es tu tienda?

      –Anthea, me ocupo yo –Cristina, enmarcada en el umbral de su pequeño despacho en la parte de atrás del local, cruzó los brazos y lo miró. Luego giró la cara en el momento en que un hombre se acercó desde el despacho hasta situarse junto a ella y le dedicó una sonrisa luminosa–. Entonces, ¿puedo llamarte esta semana? –le preguntó.

      –A cualquier hora después de las seis.

      Rafael observó ese breve intercambio con ojos entrecerrados. El hombre era de complexión gruesa pero musculoso, alguien que pasaba tiempo al aire libre. Tenía el pelo lacio y muy rubio, y llevaba un pendiente que a Rafael no le gustó un ápice. Ceñudo, miró alrededor a la espera de que ella terminara la conversación.

      –¿Quién era ése? –preguntó en cuanto el hombre se marchó.

      –¿Qué diablos haces aquí?

      –¿Qué crees que estoy haciendo? Y no has contestado mi pregunta.

      –Anthea… –Cristina fue consciente de que su ayudante miraba hipnotizada a Rafael–. ¿Por qué no vas a calcular los costes de la entrega? Sé lo que haces aquí –siseó luego, recordando por qué había saltado–. Comprar flores. ¡Pero me sorprende que hayas venido a mi local! ¿Cómo supiste el nombre de mi tienda? No recuerdo habértelo dicho.

      –No lo hiciste. Dio la casualidad de que iba caminando a mi oficina y que necesitaba mandar algunas flores a…

      –¿A alguien que ha permanecido más tiempo que el prudente? –habiéndose criado devorando novelas románticas y películas con finales felices, se crispó en simpatía por la receptora de las flores más caras de su tienda.

      Rafael se sonrojó sombríamente.

      –De haber sabido que este lugar era tuyo, habría ido a otra parte –soltó–. De hecho, deberías estar agradecida de que te haya proporcionado una buena venta. No imagino que a una floristería pequeña en el centro de Londres le pueda ir tan bien.

      –¡Pues da la casualidad de que nos va muy bien! Nos especializamos en flores poco corrientes –en su naturaleza no figuraba el sarcasmo, pero la diablesa que llevaba dentro la impulsó a añadir–: Quizá los hombres de negocios con sentimiento de culpabilidad saben que les funciona comprarles flores a sus amigas. Incluidas las descartadas.

      –El sarcasmo no va contigo, Cristina.

      –¿Cómo puedes acabar una relación con una nota y un ramo de flores?

      No acostumbrado a recibir críticas, frunció el ceño.

      –¿Sueles salir corriendo de tu despacho para atacar a la gente que transmite mensajes que a ti no te gustan? ¿No se excede un poco de un buen servicio al cliente?

      –No pude evitar escucharlo –musitó ella–. Reconocí tu voz –se preguntó cómo sería esa mujer misteriosa.

      –¿Tu empleada puede ocuparse de la tienda durante un rato? –con una llamada le bastaría para cancelar su primera reunión, y como jamás había cancelado trabajo por una mujer, llegó a la conclusión de que ésa debía ser la primera. Quizá se la hubieran impuesto, pero, no obstante, sentía cierto sentido del deber hacia ella. Eso incluía aclararle la naturaleza poco escrupulosa de los hombres de Londres.

      –¿Por qué?

      –Hay una cafetería cerca. Pasé delante de camino aquí.

      –¿No ibas a trabajar?

      –¿Has olvidado que soy el dueño de la empresa?

      –Voy a darte un sermón sobre cómo deberían ser tratadas las mujeres –se sintió obligada a exponerle, aunque la idea de tomar un café con él la había llenado con una sofocante sensación de excitación–. ¿Sigues queriendo invitarme a tomar café?

      –Dame cinco minutos para llamar a mi secretaria…

      –Bien, primero quitémonos de en medio el sermón.

      –Sé que no tengo derecho a sermonearte…

      –No –la miró por encima de la taza de capuchino. Ella bebía lo mismo y delante tenía un plato con unas pastas danesas. En una época de dietas y tallas ínfimas, representaba un cambio refrescante.

      La ropa que llevaba ese día iba más allá de lo casual y se aproximaba al reino de lo extraño. Un peto y un jersey amplio a rayas que parecía centrado en ampliar las proporciones generosas de quien lo llevaba. Como detrás de su elección no radicaba la falta de dinero, sólo podía concluir que se trataba de otra rebelión contra esas hermanas supuestamente perfectas.

      –Por lo general no le sermoneo a la gente.

      –Entonces, ¿por qué romper esa costumbre?

      –¿Por qué sobrepasó su tiempo de bienvenida? –contrarrestó Cristina. Dejó su taza en el plato y dio un mordisco delicado a una pasta–. ¿Qué hizo que estuvo tan mal?

      –¿Vives en el mundo real, Cristina?

      –¿Por qué dices eso?

      –No hizo nada malo.

      –¿Simplemente te cansaste de ella?

      –Es lo que pasa a veces en las relaciones. Las personas se cansan las unas de las otras. Delilah era… inadecuada.

      –Eso es muy duro, Rafael.

      –Tienes migas en la boca –recogió la servilleta de ella y se las quitó; Cristina se echó para atrás, sobresaltada–. No te preocupes. No me voy a insinuar –rió, divertido por su reacción–. Y no estaba siendo duro –continuó–. Delilah y yo disfrutamos de una breve relación. Yo jamás hago promesas y es lamentable que ella no entendiera los límites de lo que teníamos. Créeme, no fue por falta de sinceridad.

      –Qué triste.

      –¿Qué? ¿Qué es triste? –frunció el ceño, indiferente a la simpatía no solicitada en la voz de ella. Adelantó el torso–. Triste es cuando dos personas se unen esperando un final de cuento de hadas y descubren que no existe. Triste es cuando la esperanza y las expectativas se desintegran. Sin esperanzas ni expectativas, entonces lo que obtienes es una relación libre de trabas y sin ataduras –no supo por qué se molestaba en darle una explicación de sus teorías sobre los enigmas entre hombres y mujeres, y menos cuando lo miraba como si estuviera cavando su propia fosa.

      –¿Nunca has estado enamorado?

      ¿Amor? Sí, había estado ahí, o el menos eso había creído. Mentalmente vio a su ex mujer, Helen, hermosa, etérea, a rebosar de amor y prometiéndole la tierra. Con qué rapidez el tiempo había disuelto esa ilusión.

      –¿Y tú? –le devolvió la pregunta y vio cómo sus ojos se tornaban soñadores.

      –Nunca. Me reservo para el hombre adecuado. Quiero decir –corrigió con presteza– que no me lanzo a una relación porque sí.

      –¿A qué te refieres con eso de que te reservas para el hombre adecuado? –enarcó las cejas con manifiesto cinismo y luego, con algo de diversión, musitó–: ¿No me digas que eres virgen…? –ni se le pasaba por la cabeza, pero por la expresión en la cara de Cristina, comprendió que inadvertidamente había dado en el blanco, lo que le produjo un aturdimiento extraño.

      –¡No! –ella lanzó una mirada agónica a su alrededor y luego se concentró en su capuchino–. De acuerdo. ¿Y qué si lo soy? ¡No hay nada malo en eso!

      Rafael se recobró y comentó:

      –Sólo resulta un poco inusual… –para un hombre que jamás se dedicaba a hablar de los sentimientos, lo sorprendió descubrir que disfrutaba con esa conversación. Demostraba que un elemento novedoso era bueno para el espíritu.

      Cristina se sintió espantosamente


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