Secretos y pecados. Miranda Lee

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Secretos y pecados - Miranda Lee


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Una mirada que le derretía las entrañas, convirtiéndolas en un líquido suave de anhelo que se estremecía dentro de ella. Y, sin embargo, tenía que mirar, tenía que dejar que sus sentidos y su cuerpo se saciaran de la peligrosa excitación de toda aquella masculinidad ferozmente sexual.

      El pulso se le había acelerado y tenía la garganta tan seca que tragó saliva con fuerza cuando se permitió volver la cabeza en dirección a él, con el anhelo y la excitación golpeando con más fuerza que nunca en su interior y llenándola de anticipación… anticipación que dio paso al desaliento al darse cuenta de que él no estaba allí. Se había ido y, gracias a su estúpida inmadurez, había perdido la oportunidad de… ¿de qué? ¿De prolongar la intensidad de aquella embaucadora mirada hasta que sus huesos se derritieran y el corazón le estallara de excitación? Él podía haberse acercado y haberse presentado, podía haber…

      Había algo en el suelo… un bolígrafo de oro. Debía de ser suyo. Seguramente se le había caído. Alena se levantó rápidamente y fue a recogerlo. El contacto son sus dedos fue frío y duro. Temblaba tanto que no pudo volver a incorporarse sin que le diera vueltas la cabeza. Lo vio de pie cerca de la salida del hotel. El hombre con el que había estado se marchaba. ¿Se iría también él? Alena cruzó el vestíbulo sin permitirse pensar en lo que hacía.

      El sonido de sus tacones alertó a Kiryl de su presencia. Ella, al caminar, oscilaba tan delicadamente como los abedules plateados de los bosques norteños de Rusia.

      –Se le ha caído esto.

      Su voz era tan suave como el suspiro de una brisa primaveral. Le tendía un bolígrafo. No era de él, pero lo tomó de todos modos. La mano de la joven era de huesos delicados, dedos largos y finos, con las uñas pintadas de un brillo natural. Tenía un aspecto que no se compraba solo con dinero: una belleza traslúcida natural combinada con el tipo de buena educación que hablaba de privilegios y protección. Aquella mujer había dormido en lecho de plumas desde que naciera.

      Enfadado consigo mismo por fijarse tanto en ella, la castigó por ello diciéndole con sorna:

      –Y por supuesto, usted ha aprovechado esta oportunidad de oro para devolvérmelo, ¿verdad? Es notablemente obvio su interés por mí. ¿Nadie le ha dicho que le toca al hombre perseguir a la presa y revelar su deseo y no a la mujer?

      Alena se puso muy roja. Se merecía la burla de aquel hombre… y su crueldad. Vasilii así lo habría dicho. Pero no estaba preparada para ellas y le dolían. En su cabeza se había hecho una imagen de aquel hombre en la que su peligro se veía atemperado por un deseo hacia ella similar al que sentía ella por él. Y ahora estaba pagando esa fantasía.

      Kiryl la observó luchar por superar la vergüenza, con el orgullo luchando contra el dolor. La joven se mordió con tal fuerza el labio inferior, que se hinchó enseguida. ¿Se hincharía igual bajo la fiera exigencia de un beso de hombre? Contra su voluntad, Kiryl sintió una molestia en la entrepierna, donde se había excitado antes al verla.

      –Mis disculpas. Ha sido de mala educación por mi parte.

      Su disculpa fue intencionadamente falsa. No tenía ni tiempo ni ganas de lidiar con el frágil ego de una joven sensiblera, por muy deseable que resultara. Se conocía demasiado bien y sabía del humor que estaba en aquel momento, gracias a Vasilii Demidov; sabía que la oscuridad que llevaba dentro y que nunca había podido controlar del todo buscaría una víctima. Con los años, Kiryl se había enseñado a pensar en aquella oscuridad como una especie de vampiro mental, un eco de sí mismo que, cuando se despertaba, solo se podía calmar alimentándose del dolor emocional de otros. Sin duda habría personas que dirían que aquella oscuridad procedía de su niñez, pero Kiryl no tenía intención de regodearse en una época en la que había sido vulnerable. En vez de ello, prefería vivir el presente, y vivir el presente significaba asegurar el contrato. La chica era solo un peón prescindible en ese juego, y como tal, no tenía otro uso para ella que el de recipiente momentáneo de su frustración por el contrato en el que se hallaba metido.

      Para Alena, sin embargo, su actitud resultaba insoportable. Se apartó de él, sintiéndose demasiado alterada y humillada para defenderse. Se limitó a mover la cabeza y girarse para regresar rápidamente a su mesa.

      Una vez allí, pidió la cuenta y recogió el abrigo y el bolso. Se había puesto en evidencia de un modo terrible. Merecía el castigo que aquel hombre le había propinado. Se alegraba de que su medio hermano no hubiera presenciado aquello. Las lágrimas nublaron su visión.

      Kiryl siguió los movimientos descoordinados de ella con la vista. Se dijo que era solo porque quería distanciarse de ella, nada más. Y sin embargo, su mirada y sus sentidos se mostraban renuentes a dejarla ir. Incluso en aquel momento, que estaba claramente alterada, mostraba todavía una gracia especial, una sensualidad natural increíble, una suavidad flexible, desde la parte superior de su pelo rubio oscuro brillante hasta la delicadeza de sus tobillos, tan finos que Kiryl sospechaba que cabrían fácilmente en su mano; lo que indicaba que toda ella podía inclinarse ante la voluntad del hombre que la poseyera.

      ¿Y quería él ser ese hombre? No era tanto cuestión de querer como de aprovechar lo que le ofrecía tan claramente. Después de todo, era un hombre con necesidades de hombre. Y era obvio lo que ella quería. Prácticamente se lo había suplicado, y para él sería un buen modo de librarse de la furia que sentía por ver sus planes amenazados por Vasilii Demidov. Había empezado a hacerlo burlándose de ella, pero eso podía arreglarlo fácilmente. Conocía el esquema. Ella empezaría fingiendo que rehusaba permitírselo, él la halagaría y ella cedería. Era un juego tan antiguo como la propia vida, y una hora con ella en su suite bastaría para calmar la molestia de su entrepierna.

      Llamó a una camarera con un breve movimiento de la mano. Le dio instrucciones y se acercó a la mesa.

      Alena se disponía a marcharse; estaba de espaldas a él esperando que otra camarera le llevara la cuenta.

      –Antes no se ha tomado el té, y puesto que yo necesito urgentemente una taza, ¿por qué no compartimos un samovar? Dos rusos compartiendo juntos una tradición de nuestra patria. ¿Qué le parece?

      Alena se volvió al oír su voz y su sorpresa se intensificó cuando él cerró los dedos en torno a su muñeca, el pulgar puesto en su pulso errático y demasiado rápido.

      La sonrisa de aquel hombre era puro encanto. Suavizaba la arrogancia anterior de sus rasgos y lo convertía en una fantasía para cualquier mujer, la fantasía de un chico malo convertido en un adulto viril. Le daba la sensualidad de un cosaco, el romanticismo de un gitano, la maldad salvaje de un pirata y el interesante atractivo de un héroe. Con esa sonrisa, él era todo eso y más. Y ella sería una tonta si cedía a sus encantos.

      –No, gracias –intentó sonar fría y distante, pero sabía que él había captado la vulnerabilidad en su voz, la nota de duda y anhelo que socavaba su fuerza de voluntad. Sentía la garganta seca y dolorida de sentimiento y tensión. Quería liberar la muñeca, pero algo se lo impedía.

      Él volvió a sonreír, esa vez más íntimamente, con sus ojos de malaquita brillantes y oscurecidos.

      –He sido grosero y te he disgustado y ahora estás enfadada conmigo. Piensas, sin duda, que no merezco tu compañía, y tienes razón. Después de todo, una mujer tan hermosa puede encontrar fácilmente un compañero más agradable. Pero creo que tienes buen corazón y que ese buen corazón te susurrará que tengas compasión de mí.

      Oh sí, podía ser encantador… además de cruel. Y Alena no necesitaba que Vasilii le dijera lo peligroso que eso lo volvía. Todas las mujeres llevaban en su ADN el conocimiento instintivo de lo peligroso que podía ser un hombre así. Y también lo increíblemente irresistible.

      La sonrisa que acompañaba su disculpa mostraba unos dientes blancos fuertes y le arrugaba la piel en torno a los ojos. Y tuvo el efecto de dejarla sin aliento e iniciar una estampida de pequeños movimientos excitantes de mariposas en el estómago. Pero el dolor que ya le había causado había dejado su marca… como un moratón en una piel clara, y su cerebro le advertía que tuviera cuidado.

      Él le masajeaba la piel,


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