Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat


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obsequio, especialmente dirigidos a Rosa Agustina, la preferida de sus cinco hermanas. Sin embargo, la lejanía (y el deliberado distanciamiento) irá dando lugar cada vez más a las reconvenciones que le formulara su propia parentela. «Por Dios, Panchito, escribe a tu padre, no puede ser feliz ni honrado el que no cumple con su familia», le espetaría su cuñado Francisco Antonio Arrieta[45]. Su propia hermana predilecta –Rosa Agustina–, quien desde mucho antes le reprochara su falta de espíritu familiar, rogándole que «no negara el consuelo de la correspondencia de la familia»[46], le dejaría caer estas líneas:

      No seas ingrato, ya que tenemos perdida la esperanza de verte, siquiera que tengamos el consuelo de ver tus letras, que te aseguro que me compadece mi padre cuando, conmigo a solas, se lamenta de que habiéndote traído la fortuna tan cerca no haya visto siquiera una letra tuya, por lo que te suplico no le niegues este alivio que a ti te cuesta tan poco; desde que mi madre murió no hemos tenido letra tuya[47].

      Miranda tardaría en responder a tales reproches y, cuando así lo hiciera, sería sobre todo interesado en suplicarle a su cuñado Arrieta que, por intermedio suyo, le solicitara a la familia que le dispensase el favor de gestionarle dos mil pesos destinados «a satisfacer a las personas que generosamente [me] han favorecido». Tal carta estaría fechada en Londres en 1785, durante su primera estadía en la capital inglesa[48].

      Como bien lo advierte Manuel Lucena Giraldo, ya cumplidos los 33 años (es decir, doce desde que se marchara de Caracas), Miranda se desata definitivamente de sus orígenes y toma distancia[49]. Por su parte, Inés Quintero observa que, transcurrido ese lapso, el desapego e indiferencia con respecto a la familia será notorio[50].

      Tal vez no bastaba siquiera con que fuese desaprensivo en la órbita de los asuntos familiares puesto que mucho más llamativo aún es el hecho de que apelara de manera un tanto insincera al recuerdo de los suyos. Así ocurrirá en más de una oportunidad cuando pretexte haber sido objeto de un insidioso hostigamiento y una persecución soez por parte del Gobierno de Madrid, al punto de privarle –y tales serían sus palabras– «hasta de la correspondencia con mis padres y familiares en América»[51].

      Este empleo instrumental que hará de la familia habría de extenderse incluso a la necesidad de entremezclar la urgencia de trasladarse al Caribe hispánico para emprender los proyectos a los cuales poco a poco venía dándoles calor con el deseo de entrar en posesión de sus propiedades y reencontrarse con su parentela. Así se lo expresaría a los ingleses en 1790, lo repetirá en 1797 y volverá a insistir tercamente en el mismo argumento hacia fines de 1810, cuando el propio Gabinete de S.M.B. viera con poca simpatía que Miranda pretendiese partir a Caracas justo cuando lo hacía de regreso la misión oficial destinada por la Junta Suprema a Londres para informar a las autoridades británicas de lo actuado desde el 19 de abril y sensibilizarlas respecto a sus reclamos, aun en medio de la fidelidad que le guardaba a Fernando VII.

      En este sentido, si algo seguramente procuró evitar el Gabinete de S.M.B., en respeto a la integridad de los compromisos que traía contraídos con el Consejo de la Regencia española, fue la posibilidad de ver que Miranda, quien expresaba querer «regresar al seno de mi familia en condición de simple ciudadano», lo hiciera a bordo de una nave de guerra británica, con todas las implicaciones protocolares y simbólicas que pudiera revestir el caso[52].

      Cabe observar empero que, pese a las distancias que impusiera el tiempo, Miranda sí tuvo un fugaz reencuentro con su única hermana sobreviviente al darse su retorno a Caracas en diciembre de 1810[53], aun cuando, por las razones que fuere, no tardó en tomar alojamiento más bien en casa de los Bolívar[54]. Es de señalar que tampoco debía ser mucho lo que aún quedara en pie del antiguo solar familiar luego de tantos años de ausencia y de la virtual quiebra que sufriera su padre. Esto hace suponer que, entre los motivos que le dieron sentido a su regreso, la familia –como continuidad de todo cuanto representara Caracas en el plano afectivo– pudo obrar como un aliciente más bien marginal. Ahora bien, ni qué decir tiene que la muerte de su madre, ocurrida en 1777 luego de haber tomado los hábitos de mercedaria y llevar vida de reclusión en un convento de Caracas, no pareció suscitar mayor reacción o comentarios de parte del distante primogénito[55]. Su padre, quien permaneció viudo durante once años (pues murió en 1791[56]) apenas figuraría como una sombra que tendería a desvanecerse cada vez más de su epistolario.

      Como si fuere poco, existía algo que lo ligaba demasiado a ese pasado lleno de heridas: su propio nombre, que era también el de su padre: Sebastián Francisco. Desde muy temprano decide invertirlo y se firma «Francisco Sebastián» en lugar de «Sebastián Francisco»; tal vez hubiese resuelto hacerlo así en momentos en que comenzaba a definir mejor sus contornos individuales o distanciarse de aquel mundo de nexos coloniales que informara su biografía hasta que decidiera zarpar de Caracas en 1771.

      De hecho, según lo observa su biógrafo Joseph Thorning, el envenenado aire de Caracas debió hacer que, a través de su partida, Miranda intentara buscar satisfacciones compensatorias[57]. Inés Quintero concuerda a tal punto que, por su parte, apunta lo siguiente:

      En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal[58].

      Más adelante, hallándose ya en Europa, sencillamente relega el primero de sus dos nombres de pila, o acaba por ignorarlo, y será solo Francisco de Miranda; tal vez lo haya hecho por percibirlo hasta entonces como un ingrato recuerdo y, por tanto, para sepultar en el olvido el linchamiento judicial que, por cuestiones de privilegio, promovieran los miembros del Cabildo de Caracas en contra de su padre Sebastián, a quien le negaban los méritos y servicios prestados en ciertas esferas, principalmente como oficial de una de las milicias locales conocida como Compañía de Blancos. Su hijo solo conservará la preposición «de» (o sea, Francisco de Miranda) porque entiende que esto le dará realce en el ambiente de cortes y salones en los cuales comenzaría a incursionar durante sus recorridos por Europa[59].

      De tal modo, es posible aducir –como lo apunta Antonio Álamo– que la humillación de lo ocurrido tras aquel amargo cruce en torno a una cuestión de honor estamental que tuvo como protagonista a su padre fuera una causa influyente en la formación del carácter de Miranda y que, en medio de ese pleito registrado entre Sebastián y los mantuanos, hubo de crecer en los meandros de su ser interior el discernimiento de la independencia política y la defensa personal, algo que más tarde le fue tan característico[60].

      Inés Quintero, en tiempos recientes y a la vista de nuevas evidencias documentales, es quien mejor ha recorrido las incidencias de este incómodo y escandaloso incidente ocurrido con los criollos principales de la capital en abril de 1769, llevándola a concluir que, en efecto, no pareciera una simple coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después[61].

      A su juicio, todos los agraviados reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera[62]. Luego precisa lo siguiente a la vista de los miramientos estamentales: «Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble (…) y aun titulado, como lo eran, en su mayoría, los agraviados»[63]. Lo importante era que Sebastián tampoco se quedaría quieto y así lo puntualiza la propia Quintero:

      Miranda, por su parte, abrió causa [contra dos de los capitulares] por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia[64].

      Ahora bien, en este punto se plantea una cuestión interesante puesto


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