Miranda en ocho contiendas. Edgardo Mondolfi Gudat

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Miranda en ocho contiendas - Edgardo Mondolfi Gudat


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lo cual habría hecho especialmente imprudente confiar semejantes intimidades a las páginas de su Diario. Ahora bien, podría uno preguntarse: ¿es que acaso cualquiera se vería forzado a dejar prueba de ello?

      Algunos biógrafos, muy escrupulosos en tal sentido, como el estadounidense Joseph Thorning, hablan de lo imposible de tal relación «indecorosa» sin que ningún testimonio de la época sea capaz de sugerir que semejante cosa tuviese lugar[32]. Sin embargo, tampoco existen razones para descartar totalmente la especie como si fuere obra del más puro invento. Al menos cierta comidilla entre los propios contemporáneos de Miranda da a entender que la zarina, entrada en años, y el viajero venezolano, que justamente cumpliría en Rusia los 37 años, se entregaron a mutuos extravíos.

      Existe por ejemplo un testimonio que corrió por cuenta de Stephen Sayre, caracterizado además por la más pícara ambigüedad, según el cual «Miranda viajó provisto de enormes ventajas y nada ha escapado a su penetración, ni tan siquiera la emperatriz de todas las Rusias»[33]. El envidioso Sayre (quien, por cierto, rivalizaría ferozmente con Miranda más tarde, en el contexto de la Revolución Francesa) remataría haciendo un ingenioso e impúdico juego de palabras en torno a la reciente expansión territorial rusa bajo el empuje de Catalina: «Debo hacer la mortificante confesión de haber permanecido 21 meses en la capital [rusa] sin haberme familiarizado nunca con las partes internas de los muy extensos y conocidos dominios de la zarina»[34]. Thomas Paine, el autor de Los derechos del hombre, sería, en cambio, un poco más discreto: «[Miranda] no me hizo mención de sus aventuras con Catalina de Rusia, ni tampoco yo le dije lo que sabía al respecto»[35].

      Como quiera que sea, el tema llegó a suscitar tanto ruido con el correr del tiempo que ni siquiera alguien tan atildado como Parra Pérez desestimó opinar al respecto. Veamos lo que llegó a decir:

      ¿En qué consistieron realmente las relaciones de Miranda con la zarina? Se ha escrito que cierto día nuestro venezolano habría gozado del privilegio de «alcoba» y que por ello se explica la protección que le fue concedida por Catalina. Otros han negado el hecho. A decir verdad, en ello no habría habido nada de extraordinario.

      Todo el mundo sabe que Catalina buscaba los hombres guapos y no vacilaba mucho para otorgarles el más íntimo favor; suministró pruebas de su escandaloso ardor más allá de sus 60 años. Miranda, por su parte, era demasiado listo para desperdiciar la ocasión, si se hubiese presentado, y cuanto puede afirmarse es que, si el hecho no está probado, en lo que le concierne, ciertamente no es inverosímil[36].

      Sin que sepamos de qué forma el proverbialmente meticuloso historiador arribó a semejante conclusión, Parra Pérez da por sentado que nada de extraño habría tenido que la zarina, en medio de su «escandaloso ardor», gustase físicamente de Miranda puesto que, en ella, los «instintos sexuales» dominaban su «facultad psicológica»[37].

      La historiadora Inés Quintero, quien también quiso terciar en este terreno lleno de ambigüedades y de más dudas que certezas, es rotunda a la hora de formular su parecer:

      Uno de los aspectos que mayor atención ha despertado entre los estudiosos de Miranda y entre quienes se interesan o sienten curiosidad por este personaje ha sido su relación con Catalina de Rusia. Llama la atención que una de las convenciones más recurrentes se refiere a la posibilidad de que haya habido un romance entre el caraqueño y la zarina. Los más entusiastas están convencidos de que fue así y, por lo general, en las conversaciones informales, cuando se habla del tema, siempre aparece algún fan de Miranda que da por descontado el éxito obtenido por este donjuán tropical en la lejana Rusia, nada más y nada menos que con la poderosa Catalina la Grande. Yo misma he sido interrogada al respecto en más de una ocasión y mi respuesta ha sido más bien disuasiva. La verdad, no creo que haya ocurrido, de ninguna manera. Los indicios, el trato, los testimonios no van en esa dirección. (…)

      Todas las menciones que hace Miranda en su Diario respecto a los encuentros, contactos personales y diálogos sostenidos con la zarina dejan ver el protocolo, la distancia, el entorno cortesano en el cual se desenvuelven[38].

      Como quiera que fuere, en ese Miranda apasionado, tenaz, enigmático, urdidor de conjuras y rápido para el encubrimiento de sus pasos y de su verdadera identidad, tuvo pues la monarquía española a uno de sus más constantes adversarios. Aquel que transitaba con comodidad y soltura en medio del carácter apolíneo y materialista de su época profesando al mismo tiempo el gusto por el misterio, «el lado nocturno de la naturaleza humana» que animaba a las sociedades secretas, o admitiendo la seducción que le suscitaban algunos cultos iniciáticos y hasta ciertas corrientes pretendidamente científicas, entonces en boga, como el mesmerismo y la frenología[39].

      Fue Miranda también un hombre de contrastes y conflictos personales que se movió entre concepciones distintas de la vida. Por una parte, su contradictoria aspiración aristocrática y su necesidad de acomodarse a la excelencia de la nobleza (por ejemplo, como se ha dicho, en San Petersburgo asumió para sí el título de «conde»), que marcaba para él el prestigio del linaje, y, por la otra, la llana postura de los tesoneros canarios que, como su padre (inmigrante y mercader), se hicieron un nombre con su propio esfuerzo, que trabajaron hasta acumular pequeñas pero bien administradas fortunas que muchas veces provocaron la desconfianza y el recelo de las principales familias del vecindario de Caracas.

      Al abordar este tema, el ensayista Oscar Rodríguez Ortiz echa mano de la locución latina sine nobilitate para referirse así a quien vive, actúa y respira como los nobles, fascinado por las maneras y aparatos de los grandes[40], citando de paso a un autor español a juicio de quien toda esa energía social de Miranda se veía atizada por un resentimiento que le serviría, a fin de cuentas, para vengar las humillaciones de las cuales fuera objeto su propia familia[41]. Por su parte, y a propósito también de esta forma tan contradictoria que tuvo Miranda de combinar prejuicios y aspiraciones, María Elena González Deluca no deja de llamar la atención acerca de la concepción «aristocrática» que este contrapuso siempre al republicanismo más extremo. A fin de cuentas –y con razón–, la historiadora califica semejante actitud de «extraña», sobre todo si se toma justamente en cuenta la manera como, algunos años antes, Miranda había llegado a ver cómo su familia había sido discriminada por los verdaderos mantuanos[42].

      Incluso, resulta más que probable que Miranda alentara a otros a darles mayor colorido y realce a sus orígenes sociales de los que realmente tuvo para adecuarlos a la imagen que se fue construyendo de sí mismo a medida que más se alejaba de su vecindario de origen. Así parecieran testimoniarlo al menos los afanes de William Burke –amigo y socio de Miranda en aventuras periodísticas–, quien, en 1808, ofrecería a su lectoría inglesa una semblanza que lo hacía entroncar con un linaje más o menos encumbrado en su comarca natal[43].

      Claro está que su condición de exiliado casi perpetuo debió contribuir –y mucho– a que Miranda se construyera una imagen un tanto distorsionada de sí mismo y acerca de su propia procedencia dentro del orden social del cual era oriundo. En todo caso, esa aristocracia de excepción que se labró a lo largo de los años, esa suerte de aristocracia del espíritu, ejercitada y desarrollada en los altos salones europeos, lo llevaría a aprovisionarse de conocimientos de toda clase y formarse una visión ambiciosa a fuerza de amplia. Para ello se anexa maestros particulares en lenguas modernas, se provee diccionarios y tratados de todo tipo, compra libros a raudales y se informa de todo cuanto aumente su caudal de experiencias. No existe prácticamente ninguna disciplina del conocimiento ante la cual no discurra su curiosidad: idiomas, arte, literatura, política, matemáticas, astronomía, ciencias naturales, filosofía. Tal como lo observara el escritor Santiago Key Ayala, «pareciera como si antes de consagrarse a la emancipación de las colonias españolas ha comenzado a emanciparse él mismo»[44].

      En esto de emanciparse a sí mismo puede que hubiere algo de quien buscaba en los viajes que lo llevarían a recorrer desde Kronstadt hasta Atenas, o desde Toulouse hasta Esmirna, una especie de independencia frente a su propio pasado. Tanto así que existen razones para suponer que ese credo de emancipación iría mucho más allá: a la larga, se emanciparía también de su propia familia hasta casi no dejar traza de ella en su epistolario.

      Aún


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