Crisis cambio. Jonatan Loidi

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Crisis cambio - Jonatan Loidi


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posible, por lo menos, minimizar sus efectos. Por ello, debemos estar muy atentos para notar si algo está cambiando y ser flexibles para resolver la nueva situación a la que nos enfrentamos.

Villa La Angostura

      En julio de 2011 fui contratado por el Centro pyme dependiente del Gobierno de la provincia de Neuquén y ahí comenzó un capítulo fascinante de mi vida, que, además, me puso en contacto directo con la palabra “crisis” y en cierto modo abrió un nuevo camino en mi carrera profesional.

      Imaginen la siguiente situación: estás en tu casa, son las cuatro de la tarde de un sábado tranquilo, soleado, y de repente se hace casi de noche y del cielo empieza a caer piedra pómez y cenizas, acompañadas de relámpagos y truenos. Sin saber qué está pasando en realidad y un poco entre sorprendido y asustado, te quedás mirando por la ventana sin saber muy bien qué hacer. No había información de lo que estaba sucediendo y la mayoría de la gente no podía saber de dónde venían esas cenizas. La desesperación era tal que muchos se subieron a su auto y se dirigieron a la ruta tratando de escapar. Pero a los pocos kilómetros tuvieron que abandonar sus autos, ya que los limpiaparabrisas no podían moverse debido al peso de las cenizas.

      Más tarde te ibas a enterar de que esa cosa gris que caía del cielo y lo oscurecía eran las cenizas del volcán Puyehue en Chile, que acababa de hacer erupción. Esto sucedió el 4 de junio de 2011.

      La columna de humo y ceniza del volcán alcanzó diez kilómetros de altura y medía unos cinco kilómetros de ancho. 950 millones de toneladas de cenizas y partículas fueron expulsadas por el volcán y, debido a diferentes condiciones climáticas, afectaron a una gran parte de la Patagonia argentina, donde se depositaron en capas, que en algunos lugares alcanzaron los treinta centímetros de espesor. Entre las ciudades afectadas por el fenómeno, se encontraban Bariloche, Villa Traful, San Martín de los Andes y Villa La Angostura, un paraíso en el medio de la cordillera, que de repente y en pocas horas quedó cubierto por las cenizas.

      Esta aldea de montaña –como les gusta a los pobladores de Villa La Angostura llamar a su ciudad–, que tenía diez mil habitantes en aquel entonces, en pocos meses pasó a tener solo cinco mil. ¿Por qué? Porque es una ciudad turística y, como todos daban por perdida la temporada de invierno y posiblemente también la de verano, los empresarios y la gente que trabajaban en la temporada se fueron. Sumado a eso, muchas familias entraron en pánico y buscaron refugio en otros lugares del país. Es que, en ese momento, en entrevistas que realizaban a vulcanólogos y geólogos especialistas en el tema –que suelen aparecer de todos lados en medio de una crisis–, estos decían, entre otras cosas nada tranquilizadoras, que la última vez que este volcán había hecho erupción, había tardado cien años en apagarse. Imagínense a los pobladores con sus casas, calles, parques y jardines cubiertos de cenizas y pensando que tendrían que esperar cien años para volver a la normalidad.

      Esto luego no fue así, pero en su momento mucha gente lo creyó y actuó llevada por el miedo y la desesperación.

      En medio de este contexto, yo estaba trabajando en un proyecto que me vinculaba con el Gobierno de Neuquén, provincia donde se encuentra Villa La Angostura, cuando, unos días después –en el mes de julio–, recibí un llamado y me pidieron armar un plan para contener a los empresarios, comerciantes y hoteleros en medio de la crisis. Me tomó un poco por sorpresa porque, si bien soy argentino y estoy acostumbrado a convivir con las crisis, no era mi especialidad; pero la verdad es que me tentó la idea de ir a vivir esa experiencia y acepté.

      Estuve durante todo el mes de agosto preparándome, y el primero de septiembre llegué a Neuquén, a casi mil kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, y desde ahí tuve que ir en una camioneta especialmente preparada para soportar las cenizas que aún había en el aire y que estropeaban los radiadores. Debo decir que a medida que me iba acercando a lo que antes era un paraíso, empecé a ver una película en blanco y negro. Todo estaba cubierto por una capa de cenizas. Al llegar a Villa La Angostura desde la ruta 40, cuando se ve por primera vez el majestuoso Nahuel Huapi, con Martín –la persona que me llevaba–, nos vimos obligados a detenernos al costado de la ruta para ver algo que parecía increíble: el lago Nahuel Huapi, que normalmente parece un espejo de un azul oscuro profundo, se veía verde fluorescente. Esto se debía a que las cenizas que habían cubierto la superficie del lago, al reflejar la luz del sol, producían ese extraño color. Llegué a Villa La Angostura y me sentí como un corresponsal de guerra. Todo era desconcierto, preocupación, tristeza; cientos de personas que describían historias de ese día como algo terrible y con la incertidumbre de no saber cómo iba a terminar. En medio de todo eso, al día siguiente, tenía que entrevistarme con los empresarios y comerciantes de la ciudad y dictar un curso, que en total duraría una semana. Recuerdo lo que sentía, la dificultad de pensar en qué le iba a decir a esa gente. Claramente, yo no sabía qué decirles con respecto al volcán, y ahí empezó por primera vez mi relación con el concepto de crisis.

      Al día siguiente, muy temprano, nos encontramos en el Centro de Convenciones de Villa La Angostura, un lugar muy lindo arriba de una colina, desde donde se puede ver toda la villa. Era el primer día; esperábamos cincuenta personas, pero solo fueron tres. Recuerdo que Martín, la persona que me había acompañado desde el Centro pyme de Neuquén, estaba decepcionado y con cierta vergüenza porque me había llevado hasta ahí después de recorrer un largo camino y solo había tres personas. Me pidió disculpas, y yo le respondí: “No te preocupes, Martín, el trabajo se hace igual; si vinieron tres, trabajamos con tres”. Así fue como empezamos a hablar y me contaron –con mucha angustia y preocupación– lo que habían vivido. Era evidente la necesidad que tenían de hablar todo el tiempo del volcán, de lo que habían vivido y de lo difícil de la situación. Y yo los escuchaba con atención porque realmente era muy interesante la historia. Pero la verdad es que no encontraba qué aportar por mi parte –ya que yo no soy vulcanólogo, ni geólogo, ni especialista en este tipo de problemas–, por lo cual, al cabo de un tiempo, les propuse algo: que sacáramos al volcán de en medio, que hiciéramos como si nunca hubiera existido y que analizáramos lo que teníamos ahora, lo que pasaba, qué había quedado, cómo era la villa antes del volcán, y a partir de ahí, que describieran –como si fuera un análisis– las fortalezas y debilidades de la villa y qué cosas consideraban ellos que se habían agravado con la crisis. A partir de ahí todo cambió, fue muy interesante porque para ellos fue también un alivio y los hizo pensar acerca de qué pasaba en la villa antes de las cenizas, o sea, los problemas que ya existían y que la crisis había puesto en evidencia. Las conversaciones y estos ejercicios me sirvieron para tener en claro algunos puntos que me interesaban, y recuerdo que terminé la jornada dándoles una charla sobre toma de decisiones.

      Se ve que les gustó porque a la mañana siguiente ya no eran tres, sino veinte; y por la tarde ya eran alrededor de cuarenta.

      Esa noche, los hoteleros de la zona me invitaron a cenar en un hotel increíble que se llama Correntoso; es un hotel muy antiguo y característico de la zona. Hablando con los hoteleros –allí hay muchos, ya que es una de las principales industrias de la zona–, apliqué la misma técnica que había aplicado la tarde anterior con las tres personas que habían ido a mi primer curso. Les propuse que dejáramos de hablar del volcán y habláramos de cómo era la situación antes del hecho, y qué fallos consideraban ellos que el volcán había puesto al descubierto. Y así salieron a la luz los problemas que siempre había tenido Villa La Angostura. El principal era que se trataba una ciudad que quedaba de paso al Camino de los Siete Lagos –un lugar increíble–, San Martín de los Andes y Bariloche y, además, quedaba justo a mitad de camino entre estos dos últimos. Esto hacía que mucha gente fuera a San Martín de los Andes, recorriera los Siete Lagos, parara a comer en Villa La Angostura y siguiera viaje hasta Bariloche o regresara, con lo cual pocos se quedaban en la villa más de dos días, y la mayoría solo se quedaba unas horas.

      También, haciendo mucha autocrítica, mencionaron que era una ciudad cara, lo cual achicaba muchísimo la posibilidad de que familias de clase media pudieran ir. Tampoco había actividades para los niños –algo fundamental. En caso de lluvia, cosa muy frecuente en Villa La Angostura, donde suele llover doscientos días al año, las familias no tenían qué hacer y los chicos


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