La maleta. Serguéi Dovlátov

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La maleta - Serguéi Dovlátov


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      —¿Qué son unos «delbanes con cruz»? —lo interrumpí.

      —Relojes —explicó Fred—, pero eso es lo de menos… Le llevé la mercan­cía unas diez veces, y nunca compraba nada. En cada oportunidad improvisaba nuevas excusas. Final­mente, no hubo negocio. Yo me preguntaba: ¿de qué ira este tío? De repente comprendí que no quería comprar mis delbanes con cruz. Lo que quería era sentirse un hombre de negocios al que le urge adquirir una partida de mercancía de buena calidad. Lo que quería era pasarse la vida preguntándome: «¿Cómo va el asunto?»…

      Una camarera anotó el pedido. Encendimos sendos cigarrillos.

      —Y a usted, ¿no lo podrían meter en la cárcel? —expresé, con preocupación.

      —Podría ocurrir —respondió Fred con calma después de meditar un ins­tante—. O que me vendiera mi propia gente —añadió, sin acritud.

      —Y así las cosas, ¿no sería mejor dejarlo?

      Fred se explicó, con gesto sombrío.

      —En una época, trabajé de mozo de almacén. Vivía con noventa rublos al mes…

      De repente, se puso en pie y gritó:

      —¡Un repugnante número de circo!

      —La cárcel no es mejor.

      —¿Y qué? Carezco absolutamente de talento. Y tampoco tengo intención de partirme los cuernos en trabajos absurdos por noventa rublos… Eso me permitiría, digamos, meterme al coleto unos dos mil filetes de carne picada. Gastar veinticinco trajes gris marengo. Leer setecientos números de la revista Ogoniok. ¿Eso es todo? ¿Y tendré que morir sin haber dejado siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre? ¡Cuánto mejor vivir, aunque sea un solo minuto, como un auténtico ser humano!

      En ese momento nos trajeron de comer y de beber.

      Mi nuevo amigo siguió filosofando:

      —Antes del nacimiento, solo hay oscuridad. Y tras la muerte, oscuridad también. Nuestra existencia no es más que un granito de arena en las playas indiferentes del infi­nito. ¡Intentemos al menos no ensombrecer ese instante con pesadumbres y aburrimiento! Tratemos de dejar siquiera un rasguño sobre la corteza terrestre. Que los mediocres tiren del carro. No puede esperarse de ellos que culminen hazañas. Ni siquiera que cometan crímenes…

      Estuve a punto de animarle a ello: pues, ¡hala! ¡A culminar hazañas! Pero me contuve. Al fin y al cabo, estaba bebiendo a su costa.

      Estuvimos cerca de una hora en el restaurante.

      —Tengo que irme —dije finalmente—. Me van a cerrar la casa de empeños.

      Y en ese momento, Fred me lo propuso.

      —¿Quiere ser mi socio? El trabajo es limpio: ni oro, ni divisas. Cuando haya arreglado su situación financiera, podrá retirarse. En pocas palabras, que le conviene apuntarse… Pero ahora echemos un trago, ya hablaremos mañana…

      Supuse que al día siguiente mi nuevo colega me daría plantón. Pero solo se retrasó. Nos encontramos frente al hotel Astoria, junto a la fuente seca, y después nos internamos tras los setos.

      —En pocos minutos, llegarán dos finlandesas con la mercancía —me ex­plicó Fred—. Tome un taxi y vaya con ellas a esta dirección… ¿Nos tuteamos ya?

      —Sí, por supuesto. ¿A qué tanta ceremonia?

      —Muy bien. Busca un taxi y ve a este lugar. —Fred me tendió un trozo de periódico—. Te recibirá Rímar —prosiguió—. Te será fácil reconocerlo, tiene cara de anormal y lleva un jersey naranja. A los diez minutos, apareceré yo. ¡Todo irá bien!

      —No hablo finés…

      —Eso no tiene importancia. Lo fundamental es sonreír. Iría yo, pero me tienen muy visto…

      Fred me agarró del brazo.

      —¡Ahí están! ¡Muévete!

      Y desapareció entre los arbustos.

      Presa de una enorme inquietud, me dirigí al encuentro de las dos mujeres. Tenían dos caras anchas y bronceadas de campesinas. Sin embargo, vestían gabardinas de colores claros, zapatos elegantes y pañuelos estampados en la cabeza. Cada una acarreaba una bolsa de la compra, hinchada como un balón de fútbol.

      Gesticulando y ansioso, conduje a las mujeres hasta la parada de taxis. No había cola. Yo repetía constantemente: «Míster Fred, míster Fred…», mientras tiraba de la manga de una de las mujeres.

      La mujer pareció enfadarse de repente.

      —¿Dónde está ese tipo? ¿Dónde se ha metido? ¿Qué pasa, que quiere gastarnos una jugarreta?

      —¿Habla usted ruso?

      —Mamá era rusa.

      —Míster Fred llegará algo más tarde —dije—. Me pidió que las llevara a su domicilio.

      Apareció un taxi. Di la dirección al chófer. Después me puse a mirar por la ventanilla. Nunca antes me había fijado en la cantidad de milicianos que suelen rondar entre los peatones.

      Las mujeres conversaban entre sí en finés. Se veía que estaban moles­tas. Al rato, se echaron a reír y me quedé algo más tranquilo.

      En la acera me esperaba un tío con un jersey flamígero. Me hizo un guiño.

      —¡Vaya caretos! —exclamó.

      —El tuyo no se queda corto —replicó irritada Ilona, la más joven.

      —Hablan ruso —advertí.

      —Perfecto —dijo Rímar, imperturbable—, magnífico. Eso nos acerca mucho más. ¿Les gusta Leningrado?

      —Más o menos —respondió Marya.

      —¿Han estado en el Hermitage?

      —Aún no. ¿Dónde está eso?

      —Hay cuadros, souvenirs y cosas así. Es la antigua residencia de los zares.

      —No estaría mal echarle un vistazo —dijo Ilona.

      —No han estado en el Hermitage —murmuró Rímar, sobrecogido.

      Hasta su paso se ralentizó. Era como si le produjera repugnancia tratar con aquellas ignorantes.

      Subimos al segundo piso. Rímar empujó la puerta, que no estaba cerrada. Había vajilla acumulada por todas partes. Las paredes estaban llenas de fotogra­fías. El sofá, cubierto de carátulas de discos extranjeros. La cama, deshe­cha.

      Rímar encendió la luz y lo ordenó todo con rapidez.

      —¿Y qué nos han traído? —preguntó después.

      —Primero, dinos dónde está tu socio con el dinero.

      Exactamente entonces se oyeron unos pasos y apareció Fred Kolésnikov. Llevaba en la mano un ­periódico, recién sustraído de un buzón de correos. Tenía un aspecto tranquilo, casi indiferente.

      —Terve —saludó a las finlandesas—. Hola. —Y al momento se volvió hacia Rímar—. ¡Vaya caras de funeral! ¿Has estado molestando a estas mujeres?

      —¡¿Yo?! —se indignó Rímar—. Charlábamos acerca de la belleza. A propó­sito, hablan ruso.

      —Excelente. Buenas tardes, señora Lénart. ¿Cómo está usted, señorita Ilona?

      —Bien, gracias.

      —¿Por qué no nos dijo que hablaban ruso?

      —¿Alguien nos preguntó?

      —Antes de nada, echemos un trago —propuso Rímar.

      Sacó del estante una botella de ron cubano. Las finlandesas bebieron con agrado. Rímar les sirvió de nuevo.


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