La maleta. Serguéi Dovlátov

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La maleta - Serguéi Dovlátov


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señora Lénart no me inspira confianza.

      —¿Y qué cara te inspira confianza a ti? —le gritó Fred—. ¿La del juez de instruc­ción?

      Las finlandesas regresaron enseguida. Fred les dio una toalla limpia. Las dos levantaron sus copas y sonrieron. Era la segunda vez que lo hacían.

      Las bolsas con la mercancía descansaban sobre sus rodillas.

      —¡Hurra! —dijo Rímar—. ¡Por la victoria sobre Alemania!

      Brindamos y bebimos. El tocadiscos estaba en el suelo y Fred lo en­cendió con el pie. El oscuro microsurco comenzó a girar lentamente.

      Rímar seguía dando la lata a las finlandesas.

      —¿Quién es su escritor favorito?

      Las mujeres intercambiaron unas palabras.

      —Posiblemente Karjalainen —respondió Ilona.

      Rímar sonrió con condescendencia, dando a entender que daba por bueno al candi­dato. Pero que sus gustos eran mucho más elevados.

      —Muy bien. ¿Y de qué mercancía estamos hablando?

      —Calcetines —respondió Marya.

      —¿Nada más?

      —¿Y qué querías tú?

      —¿Cuántos? —inquirió Fred.

      —Cuatrocientos treinta y dos rublos —respondió Ilona, la más joven, regodeándose en la cifra.

      —Mein Gott! —exclamó Rímar—. Henos aquí, ante las despiadadas fauces del capitalismo.

      Fred lo apartó a un lado.

      —Digo que cuántos. ¿Cuántos pares?

      —Setecientos veinte.

      —El crespón, ¿de nailon? —intervino Rímar, exigente.

      —Sintético —respondió Ilona—. Sesenta cópecs el par. En total, cuatrocien­tos treinta y dos…

      Trataré de ofrecer una somera explicación matemática. En esa época, los calceti­nes de crespón estaban de moda. La industria soviética no los producía. Solo era posible comprarlos en el mercado negro. Un par de calcetines costaba seis rublos. Y las finlandesas los vendían por se­senta cópecs. Un noventa por ciento de beneficio neto…

      Fred sacó la billetera y contó el dinero.

      —Aquí lo tienen —dijo—, y veinte rublos adicionales. Dejen la mercancía en las bolsas.

      —Brindemos —intervino Rímar—. Por la solución pacífica de la crisis de Suez. Por la anexión de Alsacia y de Lorena.

      Ilona se pasó el dinero a la mano izquierda y tomó el vaso, lleno hasta el borde.

      —Vamos a tirarnos a las finlandesas estas —susurró Rímar—, para fomentar la unidad entre los pueblos.

      —¡Lo que hay que aguantar! —dijo Fred, volviéndose hacia mí.

      Me sentía inquieto, amedrentado. Quería irme lo antes posible.

      —¿Su pintor preferido? —preguntó Rímar a Ilona, poniéndole la mano en la espalda.

      —Posiblemente Maantere —respondió Ilona, apartándose.

      Rímar alzó las cejas con gesto de reproche. Como si su sentido de la estética hubiese sufrido una afrenta.

      —Hay que acompañar a las señoras y darle siete rublos al taxista —dijo Fred—. Mandaría a Rímar, pero seguro que se quedaría con parte de la pasta.

      —¡¿Yo?! —se indignó Rímar—. ¡Pero si soy un individuo de acrisolada honestidad!

      Cuando regresé, había envoltorios multicolores de celofán por todos lados. Rímar parecía medio enajenado.

      —Piastras, coronas, dólares —repetía—. Francos, yenes…

      Al rato se tranquilizó súbitamente, sacó una libreta de notas y un rotulador. Hizo unos cálculos.

      —Exactamente, setecientos veinte pares. Los finlandeses son gente honrada. Eso explica que sean un país tan poco desarrollado…

      —Multiplícalo por tres —le dijo Fred.

      —¿Cómo que por tres?

      —Si los vendemos al por mayor, los calcetines saldrán por tres rublos. Queda­rán, limpios, mil quinientos, descontando gastos.

      —Mil setecientos veintiocho rublos —precisó Rímar al instante.

      En su caso, la locura coexistía con un notable sentido práctico.

      —Quinientos y pico por persona —añadió Fred.

      —Quinientos setenta y seis —precisó Rímar de nuevo…

      Más tarde, Fred y yo fuimos a una shashlíchnaya2. El mantel en la mesa estaba pega­joso. En el aire flotaba una nube de grasa. La gente pasaba a nuestro lado como peces en un acuario.

      Fred parecía distraído, melancólico.

      —¡Tanto dinero en cinco minutos! —dije, por decir algo.

      —Así es la cosa —replicó—. Pero luego te toca esperar por lo menos cuarenta minutos para que te sirvan unos cheburek3… Hechos con margarina, ya sabes.

      —¿Para qué me necesitas? —se me ocurrió preguntar.

      —No confío en Rímar. Y no porque lo vea capaz de robar a un cliente. Eso nunca debe excluirse. Y tampoco porque lo crea capaz de pagar a otro con valores fuera de circulación. Ni siquiera por su inclinación a manosear a la clientela. Es solo porque es un imbécil. ¿Y qué es lo que lleva a la ruina a los imbéciles? La atracción por lo bello. Eso es lo que siente Rímar: atracción por lo bello. A pesar de que, en virtud de las leyes de la historia, haya sido condenado ya, Rímar desea una radio japonesa de transistores. Así que va a la Beriozka4 y le suelta al cajero cuarenta dólares. ¡Con esa cara! Hasta en el más miserable tenducho, entregaría un rublo y el cajero pensaría que es robado. ¡Y saca cuarenta dólares! Infracción de las normas de operaciones con divisas. Y tal artículo del código penal… Lo trincarán, tarde o temprano…

      —¿Y yo? —volví a preguntar.

      —Tú no eres así. A ti te esperan otras desventuras.

      No quise averiguar cuáles.

      —El jueves te daré tu parte —se despidió Fred.

      Me fui a casa en un estado de ánimo indefinido, una sensación en la que se solapaban el gusto por la aventura y una difusa inquietud. Sin duda, el dinero mal ganado tiene cierto mezquino atractivo.

      No le conté mis aventuras a Asya. Quería impresionarla. Convertirme de repente en un tío rico y derrochador.

      Entretanto, mis relaciones con ella empeoraban. No dejaba de hacerle preguntas. Hasta cuando injuriaba a sus conocidos, lo hacía interrogativamente.

      —¿Y no te parece que Árik Schulman es, sencillamente, idiota?

      Quería rebajar a Schulman ante Asya pero, naturalmente, conseguía lo contrario.

      Adelantándome un poco a los acontecimientos, aclararé que nos separamos en otoño. A quien se pasa el día preguntando, tarde o temprano le llega el turno de responder.

      Fred llamó el jueves.

      —¡Qué catástrofe!

      —¿Qué ha sucedido?

      Supuse que habían arrestado a Rímar.

      —Algo peor —dijo Fred—. Pásate por la mercería más cercana.

      —¿Para qué?

      —Las tiendas están a rebosar de calcetines de


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