Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence
Читать онлайн книгу.darle a Annie lo que quería, pero el campeonato era más importante. La organización que patrocinaba el torneo de póquer más prestigioso del mundo había mantenido durante años una sociedad con otro casino. Para hacer que ese año firmaran con el Desert Sapphire, él había tenido que hacerles algunas promesas irresistibles. Y necesitaba que Annie le ayudara a cumplirlas.
–Estoy trabajando en un proyecto relacionado con el campeonato y tengo un trabajo perfecto para ti –señaló él, e hizo una pausa para dar un trago–. Si firmo los papeles y te doy el divorcio, me ayudarás.
–No lo entiendo. ¿En qué voy a…?
–Estoy seguro de que has oído hablar de que el gran torneo de póquer es un nido de tramposos –le interrumpió él–. Y la reputación de los organizadores está en jaque a causa de ello.
–Siempre hay rumores de trampas –repuso ella con un suspiro–. Pero nunca se ha demostrado nada importante. El puñado de tramposos que pillan roba una cantidad de dinero insignificante comparada con lo que se mueve en esa clase de eventos. ¿Qué tiene eso de especial?
–Hospedar el torneo es un gran reto para mi hotel. Como bien sabes, se ha celebrado en Tangiers durante los últimos veinte años. Para convencer a los organizadores de que apostaran por nosotros, he tenido que ofrecerles garantías de que cualquier persona que haga trampas será detenida y procesada, para que sirva de ejemplo.
–¿Y por qué estás tan seguro de que puedes hacer mejor el trabajo que Tangiers?
–Porque tengo uno de los mejores equipos de seguridad del negocio y los empleados más cualificados. Vamos más allá de las medidas habituales que usan la mayoría de los casinos.
–De todas maneras, no creo que sirva para mucho. No me parece posible impedir que la gente haga trampas.
–Este hotel estaba al borde de la quiebra cuando yo tomé el mando. Antes de eso, mi padre no se encontraba bien y la gente se aprovechó de ello. Nuestro mayor problema eran los timadores que estafaban al casino, sobre todo nuestros propios empleados. Yo invertí en la tecnología más puntera para impedirlo y, durante los últimos cinco años, nuestras pérdidas por trampas han bajado un ochenta por ciento.
–¿Entonces para qué me necesitas? –preguntó Annie, cruzándose de brazos.
Nate se quedó embobado mirando cómo los pechos de ella se apretaban bajo sus brazos. Sus suaves y femeninas curvas eran únicas para incendiar su deseo.
–Porque sospecho que está en marcha una operación a gran escala, con caras nuevas y sin antecedentes. Pero tenemos que pillarlos. Si tenemos éxito, los organizadores me han garantizado un contrato de diez años con nuestro casino. Eso es algo con lo que mi abuelo ni habría soñado.
–¿Y qué? ¿Crees que sé quiénes están implicados?
–Creo que puedes tener tus sospechas –adivinó él–. Llevas varios años dentro de la comunidad de jugadores profesionales y debes de haber oído rumores –añadió, y la miró a los ojos–. También creo que puedes desenmascararlos, si tienes la… motivación adecuada.
Annie se levantó de un salto del sofá, nerviosa.
–No soy una chivata –se defendió. No pensaba arruinar su reputación delatando a sus colegas. Ni por el divorcio, ni por los encantos de un hombre tan guapo como Nate. El honor era lo primero en su profesión.
–Si lo hacemos bien, nadie tiene por qué saber que tú eres el topo.
–¿Cómo? Hay cámaras por todas partes. Lo más probable es que los estafadores cuenten con la ayuda de alguien de dentro, incluso con alguien de tu equipo de seguridad. ¿Acaso crees que no se darán cuenta de que comparto información contigo?
–No tienen por qué saberlo.
Nate no le había revelado todo su plan. Annie era experta en póquer, pero él era un maestro del ajedrez y estaba tres movimientos por delante. Y ella odiaba que la manipularan.
–Explícamelo.
–No hay cámaras aquí dentro –señaló con una sonrisa.
Annie miró a su alrededor en el despacho y hacia el pasillo que daba a su suite. De veras esperaba que no hubiera cámaras, pues si no, alguien se habría puesto las botas con su noche de bodas.
–¿Y no les parecerá sospechoso que esté contigo en tu suite? Es un poco raro que me vea a solas con el director del casino, ¿no crees?
–¿Qué tiene de raro que pases tiempo con tu marido?
Annie se quedó helada. Deseaba con toda el alma que nadie supiera el error que había cometido al casarse con él. Su matrimonio había sido un secreto que solo había compartido con su hermana, Tessa, y su madre. Además, había terminado tan rápido que no había tenido tiempo de contárselo a nadie más.
–¿No crees que les puede parecer extraño que, de pronto, anunciemos que estamos casados? ¿Cómo vamos a explicar que hayamos vuelto juntos después de tres años?
–Les diremos la verdad –repuso él, encogiéndose de hombros–. Nos casamos hace tres años. No funcionó. Nos separamos. Tú volviste para el torneo y nos reconciliamos.
–Pero esa no es la verdad.
–Todas las mentiras tienen su parte de verdad –apuntó él–. Y no les daremos razón para dudar de nosotros –añadió con una amplia y seductora sonrisa.
¿A qué se refería con eso?, se preguntó ella, asustada.
–¿Es que… esperas que… nosotros…? –balbució Annie con la piel de gallina. De forma instintiva, se cruzó de brazos para protegerse.
–No –contestó él, riendo–. Solo será una farsa. Tendrás que quedarte conmigo en la suite. Comeremos juntos en público, nos mostraremos afectuosos. Incluso puede que tengas que aguantar algún beso. Así, nadie sospechará lo que nos traemos entre manos.
Annie se sonrojó al instante, como una adolescente. No era común en ella, pues había aprendido a camuflar sus sentimientos, algo que la había convertido en una excelente jugadora de póquer. Por alguna razón, Nate era la única persona capaz de traspasar su armadura de acero.
Al pensar en sus besos, recordó cómo solía darle vueltas la cabeza al estar entre sus brazos. Esos besos habían sido lo que la había convencido para que se casara con él. Por eso, no eran buena idea.
En realidad, era todo una idea muy mala. Espiar a sus colegas, fingir que estaba enamorada de Nate… Era jugar con fuego. No sería un peón en la partida de ajedrez de su examante.
–¿Y si me niego?
Annie observó cómo su marido le daba un largo trago a su vaso y se cruzaba de brazos, apoyándose en el escritorio. Su caro traje gris resaltaba unos anchos hombros y un cuerpo de pecado. Él no parecía afectado en absoluto por la idea de besarla. Al parecer, era ella la única que padecía esa debilidad. Lo único que Nate quería era utilizarla para hacer que su prestigioso hotel fuera todavía más exitoso.
A pesar de todo, Annie no había olvidado por qué se había enamorado de él. Era todo lo que se suponía que buscaba en un hombre: fuerte, inteligente, guapo, alto, atento y muy rico. Lo malo era que no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que podía o no hacer. Las expectativas de Nate habían sido más de lo que ella había podido soportar.
Las mujeres de la familia Baracas no eran expertas en quedarse con sus parejas. Su matrimonio, aunque había sido corto, fue el primero de varias generaciones de su familia. Magdala Baracas había enseñado a sus hijas que los hombres podían ser un buen entretenimiento al principio pero que, al final, causaban demasiados problemas.
En ese momento, al mirar a su marido, Annie estaba de acuerdo con su madre. Nate era irritante. Le había negado el divorcio durante tres años solo para fastidiarla. Ahora, se lo ponía en bandeja.
–Si no cooperas, no