Anatomía de la memoria. Eduardo Ruiz Sosa

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Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa


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como si una especie de grandeza hubiera en ello, o de una memoria de cierta grandeza o de tiempos mejores, ¿verdad? El viejo estaba sentado, reclinado en el respaldo, y tenía un parche en el ojo derecho. Casi no le quedaba pelo y se le veían unas escamas descarapeladas en la cabeza llana, las arrugas de la cara parecían superpuestas, como si no hubieran estado ahí antes, y en la boca, con los labios muy pequeños, parecía que no había ni un solo diente, aunque la tenía cerrada. Al lado del sillón, como si hubiera un perchero donde quizás alguna vez colgaba un sombrero o un abrigo, había una bolsa de la que se extendía una pequeña vía tubular que llegaba hasta esa mano izquierda que tenía el gesto de un saludo o un cigarrillo, pero que en lugar de eso tenía una aguja clavada por donde entraba el suero, supuestamente porque, dijo la mujer, hacía tanto calor últimamente que el bisabuelo estaba deshidratado,

      Quizá se recupere en un par de semanas, dijo ella,

      o algo parecido dijo,

      uno piensa que esos retratos antiguos se hacen en un momento de bonanza, de bienestar, ¿verdad?, una especie de recuerdo lindo o poderoso en el que la vida está dibujada como voluntad de una herencia, de un decir la vida de antes, pero aquellos cuadros eran distintos: todos estaban enfermos, todos afectados por algo: antes de que Lida volviera de su excursión al patio pude ver a una mujer que, evidentemente, llevaba una peluca; un hombre con una pierna de madera; un niño al que se le podía ver contagiado de polio; otro hombre que tenía un ojo de vidrio; una niña, guapísima, con estrabismo y hepatitis, y otros tantos evidentemente enfermos pero en un constante proceso de curación o convalecencia:

      Son mi familia, dijo Amalia, sufren tanto,

      y empezó a darme miedo, muchacho, entendí entonces por qué Lida Pastor me dijo que a su madre la había perdido muchos años antes. Entendí que los andamios que recorrían toda la casa como un balcón mal hecho eran para hacer esas curaciones a los cuadros. Entendí que había una intensa fijación por la enfermedad. No entendí nada más porque Lida volvió y nos fuimos y no volvimos a hablar de ello nunca. Quizás quiero recordar que aquella vez la madre me habló de sus enfermedades, aunque no sé si eran suyas o si eran las enfermedades de sus antepasados. Creo que hizo una lista de años o de meses y que cada uno estaba designado, como una especie de calendario hipocondriaco, con una enfermedad. Pero nos fuimos muy aprisa,

      y entre ellas no hubo ni una sola palabra,

      entonces yo ya había dejado la escuela de medicina, por el accidente y eso, ¿verdad?, y por todo lo que se prolongó la operación y la convalecencia, esas cosas, usted sabe, son largas y se estiran, una cuaresma entera o dos o algo así, y con el calor era todo más incómodo, pero yo seguí pensando en la casa y en las pinturas y en esa gente enferma y en Amalia Pastor, y como también pensaba en Lida, que dejó de aparecer en los sitios habituales, me fui acercando a la casa de la calle Colón,

      no sé muy bien por qué lo hice,

      entonces fui, pero no me atreví a tocar el timbre la primera vez. Ni la segunda. Pero la tercera vez, cuando iba llegando, me di cuenta de que la madre venía por el otro extremo de la calle y no pude hacer nada para no cruzarme con ella:

      me hice el tonto y pasé de largo frente a su puerta, ella caminaba despacio y aún tenía un trecho para llegar. Me contuve porque quería girar la cabeza, pero apenas eché los ojos a un lado como si tuviera que ser discreto, como si así la engañara y ella se fuera a creer que yo pasaba de casualidad, pero siempre he pensado que ella me vio, que de lejos me vio los ojos porque cuando nos topamos y yo fingí naturaleza ella me dijo que la siguiera, que me iba a hacer un té,

      pero yo no me tomé el té,

      Está usted pálido, me dijo, tómese un té,

      nomás me trajo una taza de agua caliente con azúcar y empezó a hablarme de las pinturas. Ahora que lo pienso, es posible que me confundiera con alguien más y que no supo, al menos en esa visita, que unos días antes estuve ahí con su hija. Quizá ni siquiera recordaba a su propia hija, o no me recordaba a mí con ella,

      entonces me dijo:

      Éste es mi tío Segundo,

      Segundo así, con mayúscula, porque así se llamaba, pero también era su tío segundo, primo de su madre. Había enfermado en la infancia, me dijo, de una fiebre reumática de la que no se recuperó nunca, por eso estaba retratado en una silla de ruedas,

      me contó la historia de la silla de ruedas. Del tío Segundo habló después:

      la silla la habían traído desde el hospital. En aquel tiempo, me dijo, después de la Revolución, la familia estaba pasando por ciertos apuros económicos porque el abuelo había comprado un barco,

      un barco, sí. El abuelo creía en el fin del mundo y se compró un barco porque, dijo:

      El fin del mundo va a ser una lluvia torrencial;

      el barco lo habían metido al patio desde la parte trasera de la casa. Ya no existía porque con el tiempo usaron la madera para reparar algunas puertas que la polilla se fue comiendo, para componer algunas sillas, la mesa del comedor, y algunos restos naufragaban por los rincones del patio,

      sería un barco pequeño, ¿verdad?, pero dijo que ella no lo recordaba, que hacía mucho tiempo de aquello, y que ésa era la razón por la cual el abuelo Maximiliano estaba retratado, en el centro de una de las paredes de la sala, sujetando un timón de barco. Aunque decía Amalia Pastor que luego le dijeron que el barco no tenía timón, pero así lo retrataron,

      el caso es que el barco ya no existía y la familia, en aquel tiempo, tenía poco dinero. El tío Segundo enfermó cuando tenía unos doce años y necesitaba, o decían que necesitaba, una silla de ruedas. Pero no había dinero. Entonces, el abuelo Max, que así le decían, sintiéndose quizás un poco culpable por el asunto del barco y por no poder comprar la silla de ruedas, se fue un día al hospital y regresó con el aparato:

      El aparato, le decía él,

      era una silla de ruedas

      nuevecita,

      flamante

      y robada,

      Amalia Pastor decía que el abuelo Max se robó la silla del Hospital Civil de la Cruz Santa, que luego de hospital fue hospicio, luego manicomio, luego biblioteca, luego otra vez manicomio, después pasó a ser la Oficina General del Archivo Histórico, después otra vez biblioteca, y ahora, vacío por dentro pero con los mismos muros originales, es un estacionamiento público. En medio de todo aquello, usted lo sabrá, el edificio se inundó, se cerró en cuarentena durante dos años por un brote de meningitis, se incendió y se vino abajo el techo, restauraron el techo y se infestó de ratas, creció un árbol en el salón central y hubo que arrancarlo de la raíz, dice Amalia Pastor que ella vio, desde el sótano, cómo las raíces bajaban y quedaban en el aire porque el árbol, que era una ceiba, empezó a crecer en la tierra que había entre la planta baja y el sótano y luego lo rompió todo; más tarde el edificio volvió a inundarse y al final, un poco por el descuido y otro poco por la intención de los dueños, todos los pisos se vinieron abajo para dejar lugar al estacionamiento público. Entonces ahí, cuando era el hospital, el abuelo Max se robó la silla:

      me acuerdo muy bien de que Amalia Pastor me dijo que el hombre entró por la sala de urgencias ayudando a unos camilleros que llevaban a un muchacho al que habían atropellado:

      no, el abuelo Max no había ayudado al muchacho luego del accidente, nada más se les acercó para poder entrar,

      no, tampoco lo atropelló él,

      ya adentro, cuando nadie le prestaba atención, yo sé muy bien lo que pasa en los hospitales, muchacho, que cuando ya uno está dentro nadie se fija, uno a nadie le importa; ya adentro, pues, se puso a buscar por los pasillos una silla de ruedas:

      la encontró en una habitación, al lado de la cama de una mujer mayor:

      la mujer estaba despierta, y el abuelo Max se acercó a ella y comenzaron a hablar:

      Seguramente hablaron de Dios, me dijo Amalia. Cuando el abuelo Max quería embaucar a alguien


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