Unidos por el mar. Debbie Macomber

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Unidos por el mar - Debbie Macomber


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viviendo con alguien?

      —Eso no es asunto tuyo —contestó sin reflexionar, tuteándolo por primera vez. La pregunta la había pillado por sorpresa.

      Royce no dijo nada. Una farola iluminaba su semblante serio. Estaba en tensión.

      —Confía en mí. Te aseguro que no tengo ningún interés en tu vida amorosa. Por mí, puedes vivir con quien quieras o puedes salir con cinco hombres a la vez. Lo que a mí me preocupa es el departamento legal. Ya sabes que es un trabajo muy exigente y que los horarios son extenuantes. Me gusta conocer a la plantilla para evitar causarles problemas innecesarios.

      —Ya que te parece tan importante, tengo que confesarte que sí que comparto mi vida con alguien —dijo Catherine tras un silencio. En la distancia no pudo ver con claridad si el rostro de él cambiaba de expresión—. Sambo.

      —¿Sambo? —preguntó él frunciendo el ceño.

      —Eso es, capitán. Vivo con un gato llamado Sambo.

      Catherine soltó una sonrisa y se marchó.

      No había dejado de llover. Royce se encontró sonriendo en la oscuridad. Sin embargo, aquella sonrisa se evaporó enseguida. No le gustaba Catherine Fredrickson.

      —No —murmuró contestándose a sí mismo.

      Sí que le gustaba. La capitana de corbeta tenía determinadas cualidades que le hacían admirarla.

      Era una mujer dedicada y muy trabajadora, que se llevaba muy bien con el resto de la plantilla. No se quejaba nunca. Antes de salir de la oficina, Royce había revisado el cuadrante de guardias y se había dado cuenta de que había requerido su presencia durante cuatro viernes consecutivos. Hasta aquel momento no había advertido su error. Cualquiera le hubiera llamado la atención y hubiera estado en su derecho de hacerlo.

      En cuanto el teniente Osborne había sido enviado a unos juicios en alta mar y se había necesitado un coordinador suplente para el programa de mantenimiento, el nombre de la capitana había sido el primero que había aparecido en la mente de Royce.

      Se había dado cuenta de que a Catherine no le había gustado demasiado la asignación. Había visto cómo la rabia llenaba sus ojos por un instante, y aquélla había sido la prueba de que la responsabilidad del cargo no le asustaba.

      Esa mujer tenía una mirada capaz de clavarse en el alma de cualquier hombre. Habitualmente, Royce no solía prestar atención a ese tipo de cosas, pero no se había olvidado de aquellos ojos desde el momento en el que se habían conocido. Eran brillantes como dos luceros, pero lo que más le impresionaba era la calidez que transmitían.

      A Royce también le agradaba la voz de Catherine. Era una voz aterciopelada y femenina. «Ya está bien», pensó. Se estaba empezando a parecer a un poeta romántico.

      Era gracioso, Royce no era una persona que precisamente se definiera a sí mismo como romántico, así que estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquellos pensamientos. Su mujer, antes de morir, había acabado con las últimas reservas de amor y de alegría que le quedaban.

      Royce no quería pensar en Sandy. Bruscamente se dio media vuelta y se dirigió hacia el coche. Caminó a grandes zancadas, como si de esa forma pudiese poner distancia con los recuerdos de su difunta esposa.

      Montó en su Porsche y encendió el motor. Vivía en la base, así que llegaría a casa en menos de cinco minutos.

      Catherine volvió a irrumpir en sus pensamientos. Se asustó ante aquella persistencia, pero estaba demasiado cansado como para luchar contra sí mismo. En cuanto llegara a casa, su hija Kelly, de diez años, lo mantendría ocupado. Por una vez iba a ser benévolo consigo mismo e iba a dejar que su mente volara libre. Además, estaba muy intrigado por las sensaciones que le estaba despertando Catherine Fredrickson.

      No es que fuera muy relevante. Tampoco necesitaba saber mucho más acerca de ella. Simplemente despertaba su curiosidad. Nada más.

      Lo cierto era que aquella mujer le intrigaba y a Royce no le gustaba esa sensación porque no la comprendía. Le hubiese gustado poder saber exactamente qué era lo que le fascinaba de ella. Sin embargo, no había sido consciente hasta aquella tarde de la atracción de estaba sintiendo.

      Catherine no era una mujer distinta a otras con las que había trabajado en la Marina durante años. Aunque sí que era especial, pensó contradiciéndose una vez más. Había algo en ella, quizá fuera su mirada limpia y la calidez que desprendía.

      Aquella tarde había descubierto algo más sobre Catherine. Era una mujer realmente testaruda. Royce nunca había visto a nadie correr con tal determinación. Hasta que no había empezado a llover, no se había dado cuenta de que ella lo estaba desafiando. Royce había estado corriendo absorto en sus pensamientos hasta que ella lo había adelantado y lo había mirado por encima del hombro, haciéndole saber que le estaba ganando. Hasta aquel momento ni se había percatado de que Catherine estaba en la pista. No había bajado el ritmo en ningún momento. Los dos habían corrido hasta el límite de sus fuerzas.

      Royce aparcó el coche y apagó el motor. Dejó las manos sobre el volante mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa. Una mujer orgullosa.

      Cuando entró en casa su hija se asomó al salón. En cuanto lo vio se volvió a ir, y por la forma en la que lo había hecho, Royce supo que estaba enfadada. Se preguntó qué demonios habría hecho para que su hija no hubiese salido corriendo a recibirlo como acostumbraba a hacer.

      Royce se echó a temblar. Su hija podía ser más testaruda que una mula. Por lo visto, aquel día estaba destinado a lidiar con mujeres con mucha determinación.

      Capítulo 2

      DESPUÉS de la ducha, Catherine se puso un albornoz y una toalla enrollada en la cabeza. Se sentó en la cocina, frente a una taza de infusión, y acogió a Sambo en su regazo.

      Mientras disfrutaba de la bebida, repasó los acontecimientos del día. Una sonrisa, algo reticente, se dibujó en sus labios. Después del encuentro que había tenido con Royce Nyland en la pista de carreras, le disgustaba menos aquel hombre. No es que lo considerara mejor persona, pero sí que sentía un respeto creciente hacia él.

      Sambo le clavó ligeramente las uñas y Catherine le dejó bajarse después de acariciarlo. No podía dejar de pensar en el rato que había compartido con Royce. Le había encantado la lucha silenciosa que habían mantenido en la pista y sintió una oleada de calor al recordarlo. Por alguna extraña razón, había conseguido divertir a su jefe. Debido a la oscuridad, no había podido disfrutar plenamente de su sonrisa, pero le hubiera gustado sacarle una foto para no olvidar que aquel hombre era capaz de reír.

      Catherine tenía hambre y se acercó a la nevera. Ojalá apareciese por arte de magia algo ya preparado para meter directamente en el microondas. No tenía ningunas ganas de cocinar.

      De camino a la cocina se detuvo a mirar la fotografía que tenía sobre la chimenea. El hombre del retrato tenía los ojos oscuros y su mirada era inteligente, cálida y con carácter.

      Los ojos que había heredado Catherine.

      Era un hombre guapo y a ella le daba mucha pena no haber tenido la oportunidad de conocerlo de veras. Catherine había tenido sólo tres años cuando su padre había sido destinado a Vietnam y cinco años cuando habían escrito su nombre en la lista de desaparecidos. A menudo buscaba en su memoria tratando de rescatar algún recuerdo de él, pero sólo se encontraba con su propia frustración y decepción.

      El hombre de la foto era muy joven, demasiado joven como para arrebatarle la vida. Nunca nadie supo ni cómo ni cuándo había muerto exactamente. La única información que le habían dado a la familia de Catherine había sido que el barco de su padre había entrado en una zona selvática llena de soldados enemigos. Nunca supieron si había muerto en la batalla o si había sido apresado como rehén. Todos los detalles, tanto de su vida como de su muerte, habían servido de pasto para la imaginación de Catherine.

      Su


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