Amor por accidente. Marion Lennox

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Amor por accidente - Marion Lennox


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durante las vacaciones para asegurarse de que iba a pasar un mes tranquilo.

      Sin embargo, en ese momento, se arrepentía de no tenerlo encima. No se veía ninguna casa por los alrededores. De hecho, no recordaba cuánto hacía que no veía ninguna granja al lado de la carretera.

      ¿Y a qué distancia estaría el pueblo más cercano?

      Se metió en el coche y sacó el mapa de carreteras. Según este, Kingston estaba a una hora de Weatheby, y habían pasado por Kingston haría una media hora. Por otra parte, aquellas eran las únicas ciudades donde habría un hospital con maternidad.

      Oyó un quejido a sus pies y entonces se acordó de que también la perra necesitaba ayuda.

      –Vaya, lo siento, chica. Casi me había olvidado de ti –se acercó a la perra y la levantó en brazos, sin que esta ofreciera ninguna resistencia.

      Tom se dirigió a la camioneta y dejó a la perra sobre el asiento del conductor.

      –Aquí le traigo algo de compañía –le dijo a la mujer–. Parece que a esta dama también le duele la espalda.

      –¡Santo Dios! –exclamó la mujer–. ¿Es esta… ?

      –Sí, esta es la culpable del accidente y está también preñada. Así que no sé cómo salir de este lío. ¿No tendrá usted un teléfono móvil?

      –No. Además, aquí no habría cobertura de todos modos. Pero podemos llamar desde mi casa –luego la chica se acercó al animal–. Oh, no… Parece exhausta…

      –¿A qué distancia está su casa?

      –Como a un kilómetro y medio de aquí –dijo en voz baja mientras acariciaba las orejas de la perra y esta apoyaba la cabeza sobre la rodilla de la mujer.

      –¿Kilómetro y medio?

      –Más o menos. En cuanto escampe un poco, podremos ir dando un paseo.

      –Pero usted no puede ir andando en su estado.

      Ella se quedó pensando unos instantes y, finalmente, pareció admitir que llevaba razón.

      –¿Y qué propone entonces?

      Ambas, la mujer y la perra, se volvieron hacia Tom y lo miraron con sus ojos muy abiertos. Las dos parecían confiar en él.

      –Está bien, ya se me ocurrirá algo –dijo él, cerrando la puerta de la camioneta.

      Pero no era tan sencillo encontrar una solución. Con aquella lluvia, apenas si podía ver lo que había a su alrededor.

      Se quitó el agua de los ojos. Maldita sea, tenía que haberse cortado el pelo en Rockford. Los mechones de pelo oscuro que le caían sobre la frente ya le molestaban cuando tenía el cabello seco, así que con el pelo húmedo apenas podía ver.

      Se dirigió a la parte delantera de la camioneta y vio que su coche estaba empotrado contra el morro del vehículo.

      El Alfa Romeo estaba destrozado, pero a la camioneta no parecía haberle ocurrido nada grave. Se agachó para comprobar que las ruedas estuvieran bien. Luego, comenzó a apartar los pedazos del coche que habían quedado sobre el capó de la camioneta, mientras la perra y la mujer lo observaban a través del parabrisas.

      Diez minutos después, pudo comprobar que el motor de la Dodge estaba intacto y que al radiador tampoco le había sucedido nada. Así que posiblemente la camioneta podría andar, a pesar de que se había pinchado uno de los neumáticos.

      El eje de la rueda también estaba dañado, de manera que no podría cambiarla. Pero como la casa de esa chica estaba solo a un kilómetro y medio, Tom confió en poder llegar.

      Al fin y al cabo, ¿qué podía pasar? ¿Que la camioneta se estropeara aún más? Había que actuar rápidamente. Si no, tendría que ser él quien asistiera los partos personalmente…

      Así que cinco minutos después, con una perra preñada sobre las piernas y una mujer embarazada a su lado, puso en marcha el motor y rezó para que pudieran llegar.

      Ella vivía en una granja muy bonita. El paisaje, al atardecer, debía de ser precioso. Había dos hileras de sauces a ambos lados del camino que conducía a la casa, y en el jardín había plantados varios rosales, de manera que olía maravillosamente.

      –Esta es mi casa –dijo la mujer cuando aparcaron frente a ella.

      Tom se fijó en que estaba muy pálida y tenía el rostro contraído por el dolor.

      –¿Quiere usted entrar? –le propuso, y Tom se dio cuenta de que había cierto temor en sus palabras.

      –Oiga, no tenga miedo, no soy ningún maleante. Por cierto, ¿hay alguien en la casa? ¿Está su marido?

      –No creo que sea usted ningún maleante –respondió ella–. Además, tampoco hay mucho que robar ahí dentro y no creo que le apetezca a nadie violarme en este estado –la mujer trató de sonreír y Tom se fijó en que aquella mujer era verdaderamente encantadora.

      El rostro se le contrajo de nuevo por el dolor.

      –Y no –añadió la mujer cuando pudo hablar de nuevo–, no hay nadie en la casa –hizo una pausa y luego le tendió la mano–. Por cierto, creo que ya es hora de que nos presentemos. Me llamo Rose. Rose Allen.

      Tom le dio la mano, descubriendo que la de ella era fuerte y cálida.

      –Yo soy Tom Bradley.

      –Ella parece que no se puede presentar –dijo Rose, señalando a la perra, que estaba medio inconsciente.

      El animal seguía tumbado sobre las rodillas de Tom y llevaba un collar de cuero alrededor del cuello. De él colgaba un trozo de plástico, sorprendentemente en muy buen estado. Tom lo levantó.

      –Aquí dice que se llama Yoghurt.

      –¡Yoghurt! ¡Menudo nombre para una perra! No creo que ese sea su nombre ¿No será que es lo que come?

      –Si es así, no creo que lo haya comido desde hace mucho, porque parece hambrienta.

      –Bueno… –Rose consiguió sonreír mientras abría la puerta de la camioneta– vamos a ver si podemos encontrar algo de comida para ella. Y para nosotros también. Bienvenido a mi casa.

      La granja era enorme. Tom entró a la casa con la perra en brazos, siguiendo a la mujer. Había sugerido dejar al animal fuera, pero la respuesta fue muy clara.

      –Es una casa de campo –le dijo ella–, estamos acostumbrados a los perros.

      El hombre se quedó pensando en el plural empleado. No tenía sentido. No sabía por qué decía «estamos». Allí no había nadie, ni siquiera perros.

      Rose lo condujo hacia el pasillo al tiempo que se tocaba la espalda, mostrando así que seguía dolorida. El lugar olía a cerrado. Había habitaciones a cada lado. Quizá diez habitaciones o más antes de llegar a la otra parte, pero parecían cerradas hacía tiempo.

      –Lo siento. Normalmente entro por la entrada principal, pero he pensado que la camioneta no iba a llegar, y por aquí tenemos que atravesar toda la casa –explicó, abriendo una puerta y haciéndose a un lado para que entraran Tom y el animal.

      Allí era, pues, donde vivía ella. Era un amplio salón con cocina, cuyo suelo de piedra estaba cubierto por alfombras antiguas. Uno de los fogones estaba encendido, calentando así la habitación. Había una mesa de pino báltico y grandes sillas alrededor, además de un sofá de aspecto cómodo, también muy grande.

      Era una habitación fabulosa, pensó Tom, observando las brillantes macetas que colgaban del techo y los anchos ventanales que daban a un porche cubierto por una parra. Más allá, se extendían millas y millas de campo abierto. En esa habitación, uno sentía la tentación de olvidarse del resto de la casa y vivir allí.

      Tom miró a Rose, que en ese momento tiraba un par de cojines del sofá al suelo, frente a la cocina


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