Amor por accidente. Marion Lennox

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Amor por accidente - Marion Lennox


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pronto?

      La muchacha agarró un paño que colgaba de la cocina y fue a cubrir a la perra. Pero Tom fue más rápido y se lo quitó de las manos. Luego, frotó al animal con trapo para que entrara en calor.

      –Si no vienen pronto, explotará –contestó, frotando a la perra por los flancos.

      Si consiguiera un teléfono, llamaría a un veterinario ¡Y en lugar de eso, tenía que frotar a la perra!

      –De acuerdo, lo primero es lo primero –anunció él, poniéndose en pie.

      –Sí. Secar la ropa, dar de comer algo a la perra y preparar una taza de té para nosotros. A no ser que te apetezca más una cerveza.

      Le apetecía una cerveza, pero algo le decía que no era lo más apropiado en ese momento. Necesitaba aclarar la mente, ya estaba suficientemente aturdido. Y también necesitaba un teléfono.

      –Antes trataremos de conseguir ayuda. Tu espalda… El dolor…

      –Me duele menos –replicó ella, no muy convencida.

      –Tú ponte cómoda en el sofá y dime dónde está el teléfono. También dime dónde puedo encontrar otra toalla y ropa seca para que te cambies.

      –Yo puedo ir por ella.

      –Ya has oído lo que he dicho –la voz del hombre sonó como un gruñido–. Siéntate y pon los pies en alto. Y dime dónde está el teléfono.

      –No hace falta que…

      La muchacha se levantó y agarró la tetera, pero Tom se acercó rápidamente, se la quitó y la llevó al fregadero.

      –Si no te tumbas en el sofá, te llevaré yo. Vamos a hacer esto bien. No somos niños. Por lo menos, debemos ser prudentes hasta que venga alguien a verte. ¡Así que siéntate!

      Ella lo miró con gesto dubitativo y Tom la miró, a su vez, con el ceño fruncido. Entonces, ella se fijó por primera vez en él con atención. El rostro del hombre era oscuro, robusto, de líneas duras y decididas, y confirmaba que hablaba en serio. Ese hombre estaba acostumbrado a dar órdenes y no habría muchas personas que se atrevieran a replicarle.

      Una mujer sabía cuándo había sido derrotada, decidió Rose, y en realidad se alegraba de haber fracasado en ese momento. Le dolían las piernas y la espalda…

      –Sí, señor.

      –¿El teléfono?

      Ella señaló al fondo de la habitación y Tom corrió hacia allá.

      –¿A quién vas a llamar?

      –A una ambulancia.

      –No quiero una ambulancia.

      –Recuérdame la próxima vez que te pregunte lo que necesitas. Yo necesito una ambulancia, aunque tú no la necesites, y la razón es que estoy preocupado. Tú, señorita, has sufrido un buen golpe, y tus mellizos también. No lo creo, pero… quiero decir, he oído decir que los cinturones de seguridad de los coches pueden dañar a las mujeres embarazadas…

      –Si mis hijos están en peligro, tienen una manera curiosa de demostrarlo. Pero gracias por asustarlos. Parece que su manera de enfadarse es dar patadas a la madre. ¿Quieres sentirlos?

      Tom la miró y dio un paso atrás, como si se hubieran quemado.

      –¡No!

      –Eres un cobarde.

      –Sí. Absolutamente –contestó, dándose la vuelta para llamar por teléfono.

      –No vas a llamar a una ambulancia.

      –Te tienen que examinar.

      –No quiero…

      Pero no dijo nada más al ver la expresión de sus ojos. Había levantado el auricular y estaba escuchando… Luego colgó y volvió a escuchar.

      Lo intentó de nuevo.

      Nada. Se notaba por su cara que no oía nada.

      –No hay línea –dijo, mirando el teléfono como si este lo hubiera traicionado.

      –Cobarde –exclamó ella, fingiendo alegría.

      En realidad, un examen médico no le habría venido tan mal.

      –Habrá sido la tormenta. Ya no puedes llamar a la ambulancia.

      –No, y tampoco puedo llamar a un mecánico para que arregle el coche. Ni a un veterinario. ¿Te das cuenta de que estamos aislados? Esa camioneta nunca podrá llevarnos a la ciudad más cercana.

      –No, pero… –la sonrisa de Rose se apagó. Se tocó de nuevo la espalda–. No importa… seguramente… Quiero decir que se pasará pronto. Arreglarán la línea.

      –¿Dónde está tu familia? ¿Y tu marido?

      –No tengo… familia.

      ¡Nadie! ¡No podía ser que ella viviera en aquel lugar completamente sola!

      Tom sintió ganas de preguntar algo más acerca de su marido, pero no lo hizo.

      –¿A qué distancia está tu vecino más cercano?

      –Lo más cercano es una granja abandonada. Su dueño está desaparecido. No hay teléfono y lleva años abandonada. Hacia el norte está el Parque Nacional, y no hay nadie. La granja habitada más cercana está a diez kilómetros y, aunque llegáramos hasta allí, tienen la misma línea telefónica que yo. Si en este teléfono no hay línea, tampoco la habrá en el de ellos.

      ¡Debía de estar de broma!

      –¿No has pensado que podía ser un poco insensato vivir a diez kilómetros del vecino más próximo cuando estás esperando mellizos?

      –No soy estúpida –replicó–. Voy a alquilar una habitación en la ciudad. Voy a irme la semana que viene, hasta que dé a luz.

      –Bueno, eso es de gran ayuda ahora.

      –No voy a dar a luz todavía.

      –Ya –el hombre tomó aire y trató de calmarse.

      Bueno, quizá no fuera a dar a luz en ese momento. ¡Ojalá! Pero…

      –¿No tienes un manual o algo así? ¿Un libro de primeros auxilios ¿Algo así como Cirugía para principiantes?

      –Sí, tengo un libro –admitió–. Aunque insisto en que no creo que sea necesario. Ya te he dicho que no voy a dar a luz todavía.

      –Yo no estoy tan seguro –insistió él mientras llenaba el cazo de agua y lo ponía sobre el fuego. Luego, fue hacia la perra–. Y por la forma del vientre de Yoghurt, diría que ella también va a dar a luz en seguida.

      –¿Ahora?

      –Los perros se ponen nerviosos cuando notan que van a dar a luz y tratan de buscar un lugar adecuado. Por los espasmos que está teniendo, ese momento ha pasado. Por eso quizá es por lo que se quedó en medio de la carretera sin moverse, incluso cuando yo le ordenaba que se moviera. Estaba nerviosa y no encontraba ningún lugar tranquilo y seco. Hasta ahora, me imagino. Yo diría que va a ser su primera camada. Parece que le están pasando cosas que no entiende.

      Como confirmándolo, en ese instante un espasmo recorrió el cuerpo de la perra. Tom le tomó la cabeza entre las manos y la miró a los ojos.

      –Oye, muchacha, no te preocupes. Tranquila.

      –¿Cómo sabes todo eso? –preguntó Rose desde el sofá.

      –Tuve una perra cuando era niño –lo dijo con un tono de voz seco y Rose supo que era mejor no preguntar nada más–. Creo que en este momento llega uno –añadió.

      El rostro de Tom se suavizó de repente.

      –¿Es un perrito?

      –Espero que sea un perrito. Si es un gato, tendremos problemas.


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