Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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tormenta eléctrica, que por suerte se había calmado, volvió a desatarse como una grave amenaza.

      Durante toda la tarde, la convención votó una y otra vez, sin ningún cambio en la clasificación por votos para el candidato presidencial. Hacia las seis, el director de la Srta. Perkins le otorgó sus votos a Roosevelt, quien se puso por delante del senador Windrip. Parecían preparados para luchar durante toda la noche, por lo que a las diez Doremus salió cansinamente de la redacción. Esta noche no le apetecía el ambiente cordial y sumamente femenino de su casa, así que se pasó por la rectoría de su amigo, el padre Perefixe. Allí se encontró a un grupo que, para su satisfacción, carecía de femineidad y no olía a polvos de talco. El reverendo Falck estaba allí. El joven Perefixe, moreno y robusto, y el anciano y canoso Falck solían trabajar juntos, se tenían cariño y estaban de acuerdo en las ventajas del celibato clerical y en casi todo el resto de las doctrinas, excepto en la supremacía del obispo de Roma. Con ellos estaban Buck Titus, Louis Rotenstern, el Dr. Fowler Greenhill y el banquero Crowley, un financiero al que le gustaba cultivar una apariencia de amante de los debates intelectuales libres, pero solo después de las horas dedicadas a negar créditos a los agricultores y tenderos desesperados.

      Tampoco hay que olvidar al perro Foolish, que aquella mañana atronadora había intuido la preocupación de su amo, le había seguido hasta la redacción, se había pasado el día entero gruñendo a las voces radiofónicas de Haik, Sarason y la Sra. Gimmitch y se había tomado muy en serio la tarea de mordisquear todas las copias que informaban sobre la convención.

      A Doremus le gustaba el pequeño estudio del padre Perefixe mucho más que el suyo (glacial, de paneles blancos y lleno de retratos de ilustres finados vermonteses). Lo que le agradaba era su combinación entre un ambiente eclesiástico y libre del comercio (al menos del comercio corriente), como manifestaban un crucifijo, una estatuilla de yeso de la Virgen y una chillona foto italiana roja y verde del papa, pero que prestaba atención a los asuntos prácticos, como se podía observar en el escritorio de tapa corrediza de madera de roble, el archivador de acero y la gastada máquina de escribir portátil. Se trataba de la cueva de un piadoso ermitaño, con las ventajas que le otorgaban las sillas de cuero y los excelentes cócteles con whisky de centeno.

      La noche pasó mientras los ocho (ya que Foolish también disfrutó de una ración de leche) bebían alcohol y escuchaban cómo votaba la convención, frenética e inútilmente..., aquel congreso a seiscientas millas de distancia, seiscientas millas de noche neblinosa, aunque cada discurso y cada grito burlón llegaban al gabinete del sacerdote en el mismo segundo en que se escuchaban en la sala de Cleveland.

      El ama de llaves del padre Perefixe (tenía sesenta y cinco años, a diferencia de los treinta y nueve de él, para gran decepción de todos los protestantes locales, amantes de los escándalos) trajo huevos revueltos y cerveza fría.

      “Cuando mi querida esposa estaba en este mundo, solía mandarme a la cama a medianoche”, suspiró el Dr. Falck.

      “¡Mi mujer lo hace ahora!”, contestó Doremus.

      “La mía también. ¡Y eso que es de Nueva York!”, apuntó Louis Rotenstern.

      “El padre Steve y yo somos los únicos que llevamos un estilo de vida acertado”, alardeó Buck Titus. “Célibes. Podemos irnos a la cama sin quitarnos los pantalones o incluso pasar toda la noche en vela.” El padre Perefixe murmuró: “Pero resulta curioso, Buck, de lo que alardea la gente. Tú te enorgulleces de estar libre de la tiranía de Dios y de poder irte a dormir con los pantalones puestos. El Sr. Falck, el Dr. Greenhill y yo de que Dios sea tan indulgente con nosotros y que algunas noches nos deje irnos a la cama sin tener que atender llamadas de enfermos o moribundos. Y Louis... ¡Escuchad! ¡Escuchad! ¡Parece que van al grano!”

      El coronel Dewey Haik, promotor de la candidatura de Buzz, estaba anunciando que el senador Windrip consideraba que ya era hora de retirarse a su hotel, pero había dejado una carta que él, Haik, leería a continuación. Y la leyó, inexorablemente.

      Windrip manifestaba que, en caso de que alguien no hubiera entendido totalmente su programa, quería aclararlo del todo.

      En resumen, la carta explicaba que estaba en contra de los bancos, pero a favor de los banqueros, excepto de los banqueros judíos, que debían ser completamente expulsados del mundo de las finanzas; que había analizado rigurosamente varios planes (sin especificar) para aumentar mucho todos los salarios y disminuir de forma considerable los precios de todos los artículos producidos por esos mismos trabajadores que ganaban sueldos elevados; que estaba a favor del trabajo al 100%, pero en contra de todas las huelgas al 100%; y que estaba a favor de que los Estados Unidos se armaran y prepararan para producir su propio café, azúcar, perfumes, tweed y níquel, en lugar de importarlos, y poder así desafiar al mundo..., y si ese mundo era tan impertinente como para desafiar a su vez a los Estados Unidos, Buzz insinuó que quizá tendría que asumir su control y gobernarlo adecuadamente.

      La estridente insistencia de la radio le parecía a Doremus cada vez más ofensiva, mientras la ladera dormía bajo la pesada noche de verano. Pensó en la mazurca de las luciérnagas, el ritmo de los grillos como el de la mismísima tierra girando y las voluptuosas brisas que se llevaban el hedor de los puros, el sudor y los alientos con olor a whisky y chicle de menta, que parecían emanar de la convención a través de las ondas sonoras, junto con la oratoria.

      Ya había amanecido y el padre Perefixe (desvestido de forma poco clerical hasta quedarse en mangas de camisa y zapatillas) acababa de traerles una bandeja de agradecimiento, compuesta por sopa de cebolla y un pedazo de hamburguesa para Foolish, cuando la oposición a Buzz se desplomó y, rápidamente, en la siguiente votación, el senador Berzelius Windrip fue nominado como candidato demócrata para la presidencia de los Estados Unidos.

      Durante un tiempo, Doremus, Buck Titus, Perefixe y Falck estuvieron demasiado bajos de moral como para soltar un discurso; quizá el perro Foolish también, pues al apagar la radio agitó la cola de un modo bastante vacilante.

      R. C. Crowley se regodeó: “Vaya, toda la vida he votado a los republicanos, pero aquí hay un hombre que... ¡Bueno, voy a votar a Windrip!”

      El padre Perefixe replicó de manera cortante: “Y yo he votado a los demócratas desde que llegué de Canadá y me nacionalicé, pero esta vez voy a votar a los republicanos. ¿Y vosotros, chicos?”

      Rotenstern no abrió la boca. No le gustaban las referencias a los judíos que hacía Windrip. Los que conocía mejor... ¡No! ¡Eran estadounidenses! Lincoln también era su dios tribal, se juró a sí mismo.

      “¿Yo? Votaré a Walt Trowbridge, por supuesto”, gruñó Buck.

      “Yo también”, dijo Doremus. “¡No! ¡Tampoco pienso votarle! Trowbridge no tiene nada que hacer. Creo que me daré el lujo de ser independiente por una vez y votaré al partido de la Ley Seca, a la lista para el Fomento del Salvado y las Espinacas de Battle Creek (Michigan) ¡o a cualquier otra cosa que tenga sentido!”

      Habían pasado las siete de la mañana cuando Doremus volvió a casa y, sorprendentemente, Shad Ledue, que debía llegar a trabajar a las siete, estaba trabajando a las siete. Normalmente nunca salía de su casucha de soltero en la parte baja del pueblo hasta las ocho menos diez, pero esta mañana estaba allí trabajando, cortando astillas. (¡Ah, ya!, pensó Doremus, quizá esa fuera la razón. Si cortaba astillas temprano, despertaría a todo el mundo en la casa.)

      Shad era alto y grandote; su camisa estaba manchada de sudor y, como siempre, necesitaba un afeitado. Foolish le gruñó. Doremus sospechaba que le había maltratado alguna vez. Quería rendir homenaje a Shad por su camisa sudada, su trabajo honrado y sus toscas virtudes, pero incluso siendo un liberal humanitario estadounidense, a Doremus le costaba mantener con constancia la actitud de tener en mente al herrero de la aldea de Longfellow2 y a Marx sin caer a veces en la creencia de que debía haber algunos sinvergüenzas y canallas entre los trabajadores, ya que, como bien sabía, había un número increíble de ellos entre las personas que ganaban más de 3.500 $ al año.

      “He estado toda la noche escuchando la radio”, susurró Doremus.


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