Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis

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Eso no puede pasar aquí - Sinclair Lewis


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quizá siga siéndolo! Pero ya me habían elegido senador de Estados Unidos y, por cómo me habían alabado en mi estado natal, pensaba que era bastante famoso. Pensaba que mi nombre era tan conocido como el de Al Capone, los cigarrillos Camel o el aceite de ricino Castoria. Pero pasé por Nueva York de camino a Washington y, fijaos, en los tres días que me tiré sentado en el vestíbulo de mi hotel ¡la única persona que me dirigió la palabra fue el detective del hotel! Me hizo mucha ilusión cuando se acercó para hablarme... Pensé que iba a decirme que toda la ciudad estaba encantada por haberme dignado a visitarles. ¡Pero solo quería saber si era un huésped del hotel y si tenía derecho a ocupar una silla del vestíbulo permanentemente! ¡Y esta noche, queridos amigos, estoy casi tan asustado de la vieja Gotham2 como en tonces!”

      Las risas y los aplausos fueron bastante razonables, pero los orgullosos votantes se quedaron decepcionados por su acento (arrastraba las vocales) y su tediosa humildad.

      Doremus se estremeció esperanzado: “¡Quizá no salga elegido!”

      Windrip explicó resumidamente su conocidísimo programa. A Doremus solo le interesó observar que Windrip citó incorrectamente sus propias cifras del punto cinco, sobre la limitación de las fortunas.

      Luego pasó a hablar extasiado de ideas generales: un batiburrillo de correctas opiniones sobre la Justicia, la Libertad, la Igualdad, el Orden, la Prosperidad, el Patriotismo y otros términos abstractos, muy nobles pero escurridizos.

      Doremus pensó que se estaba aburriendo. De repente descubrió que, en algún momento del que no se había percatado, se había ensimismado y entusiasmado.

      Había algo en la intensidad con que Windrip contemplaba a su público, a todos ellos (su mirada les abarcaba lentamente desde el asiento más alto hasta el más cercano), que les convenció de que les estaba hablando a cada uno directa y personalmente; que quería meterles a todos en su corazón; y que les estaba contando la verdad, todos esos datos imperiosos y peligrosos que les habían ocultado hasta ahora.

      “Dicen que quiero dinero..., ¡poder! ¡Pues, fijaos! He rechazado ofertas de bufetes de abogados, aquí mismo, en Nueva York, por tres veces el salario que recibiré como presidente. Y el poder... Bueno, el presidente está al servicio de cada habitante del país y no solo de los considerados, sino también de cualquier pesado que le moleste con telegramas, por teléfono o por carta. Y aun así, es verdad, es la pura verdad que quiero poder: un poder grande, fabuloso e imperial. Pero no para mí..., ¡no! ¡Para vosotros! El poder de vuestro permiso para aplastar a los financieros judíos, que os han esclavizado y os están matando a trabajar para pagar los intereses de sus obligaciones; a los codiciosos banqueros (¡no todos ellos judíos!); y a los sindicalistas deshonestos, tanto como a los empresarios deshonestos. Pero, sobre todo, a los cobardes espías de Moscú que quieren obligaros a lamerles las botas a sus tiranos autoproclamados, que no gobiernan con amor y lealtad (como yo quiero), ¡sino con el horrible poder del látigo, la celda oscura y el revólver automático!”

      Luego, pintó un paraíso democrático en el que, tras destruir la vieja maquinaria política, cada trabajador, por muy humilde que fuera, sería rey y señor y dominaría a los representantes elegidos de entre su propia clase de gente. Dichos representantes no se volverían indiferentes una vez estuvieran lejos, en Washington (como habían hecho hasta ahora), sino que seguirían atentos al interés público gracias a la supervisión de un ejecutivo reforzado.

      Por un momento sonó casi razonable.

      El actor supremo, Buzz Windrip, era vehemente, pero nunca deliraba de forma grotesca. No gesticulaba con demasiada exageración; únicamente, como el Gene Debs de antaño, extendía un índice huesudo que parecía pincharles a todos y cada uno de ellos y engancharles el corazón. Eran sus ojos de loco, ojos grandes y trágicos que miraban fijamente, lo que les sobresaltaba; y su voz, ora bramando, ora suplicando humildemente, lo que les tranquilizaba.

      Obviamente, se trataba de un líder honesto y compasivo; un hombre con grandes pesares, familiarizado con las penas.

      Doremus se sorprendió: “¡Vaya! ¡Pero si es un tipo genial cuando se le conoce! Y encima afectuoso... Me hace sentir como si hubiera pasado una buena tarde con Buck y Steve Perefixe. ¿Y si tiene razón? ¿Y si a pesar de todas las tonterías demagógicas que, supongo, tiene que soltar para los bobos, tiene razón al asegurar que solo él (y no Trowbridge ni Roosevelt) puede poner fin al dominio de los empresarios absentistas? Y esos Minute Men, sus seguidores... Vale, fueron bastante desagradables cuando los vi en la calle, pero, aun así, la mayoría son unos jóvenes muy simpáticos y arreglados. Ver a Buzz y luego escuchar lo que realmente dice resulta bastante sorprendente... ¡Te hace pensar!”

      Sin embargo, una hora más tarde, cuando ya había salido del trance, Doremus no pudo recordar nada de lo que el Sr. Windrip había dicho realmente.

      Estaba tan convencido de la victoria de Windrip, que el martes por la noche no se quedó en la redacción del Informer hasta que llegaran todos los resultados. Pero, aunque no se quedó para el recuento final, sin duda le llegó la confirmación.

      Frente a su casa, pasada la medianoche y pisando la nieve sucia, marchó pesadamente un desfile triunfante y bastante etílico que portaba antorchas y cantaba a viva voz, con la melodía de “Yankee Doodle”, las nuevas palabras que había desvelado esa misma semana la Sra. Adelaide Tarr Gimmitch:

      A las serpientes desleales

      Vamos a castigar. Y desearán no haber nacido

      ¡Cuando vayan a la cárcel!

      Estribillo:

      Buzz y buzz y sigue así.

      Flotando ya, ha ganado. Si no le votaste, atención,

      ¡Fuiste todo un ingrato!

      Por cada M.M., un látigo

      Para usar contra un traidor. Si hoy no pillamos a un antibuzz

      Mañana nos encargamos.

      La palabra “antibuzz”, cuya invención se le atribuía a la Sra. Gimmitch, pero que probablemente fue obra del Dr. Hector Macgoblin, la usarían mucho las damas patriotas como un término para expresar una deslealtad al Estado tan atroz, que pedía a gritos la acción de un pelotón de fusilamiento. Sin embargo, como ocurrió con “Unkies” (el espléndido apodo de la Sra. Gimmitch para los soldados de las Fuerzas Expedicionarias Estadounidenses), realmente no consiguió imponerse en el habla cotidiana.

      Entre los participantes del desfile, tapados con abrigos de invierno, Doremus y Sissy creyeron distinguir a Shad Ledue, Aras Dilley (aquel ocupante prolífico del monte Terror), Charley Betts (el vendedor de muebles) y Tony Mogliani (el frutero y defensor más apasionado del fascismo italiano en el centro de Vermont).

      Aunque no podía estar seguro debido a la penumbra de las antorchas, Doremus pensó que el gran automóvil solitario que seguía a la procesión era el de su vecino Francis Tasbrough.

      A la mañana siguiente, en la redacción del Informer, Doremus recibió informaciones sobre algunos daños que habían causado los nórdicos triunfadores; solo habían volcado un par de letrinas, tirado abajo y quemado el cartel de la sastrería de Louis Rotenstern y pegado una paliza bastante fuerte a Clifford Little (el joyero), un joven delgado y de pelo rizado al que Shad Ledue despreciaba porque organizaba obras de teatro y tocaba el órgano en la iglesia del Sr. Falck.

      Aquella misma noche, en su porche delantero, Doremus se encontró una nota escrita en una cartulina con tiza roja:

      Te vamos a meter una buena somanta de palos, querido Dorey, a menos que te tumbes boca abajo y te arrastres delante de mí, los MM, la Liga y el Jefe

      Un amigo

      Fue la primera vez que Doremus oyó el término “el Jefe” (una sólida variante americana de “el líder” o “el jefe del Gobierno”) como tratamiento popular para referirse al Sr. Windrip. Pronto se haría oficial.

      Doremus quemó la advertencia roja sin decirle nada a su familia. Pero, a menudo, se despertaba recordándola, lo cual no le hacía


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