Confesiones. San Agustín

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Confesiones - San Agustín


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no me habían entendido, bien porque me era dañino, me indignaba: con los mayores, porque no se me sometían, y con los libres, por no querer ser mis esclavos, y de unos y otros me vengaba con llorar. Tales he conocido que son los niños que yo he podido observar; y que yo fuera tal, más me lo han dado ellos a entender sin saberlo que no los que criaron sabiéndolo.

      9. Mas he aquí que mi infancia hace tiempo que murió, no obstante que yo vivo. Mas dime, Señor, tú que siempre vives y nada muere en ti -porque antes del comienzo de los siglos y antes de todo lo que tiene «antes», existes tú, y eres Dios y Señor de todas las cosas, y se hallan en ti las causas de todo lo que es inestable, y permanecen los principios inmutables de todo lo que cambia, y viven las razones sempiternas de todo lo temporal-, dime a mí, que te lo suplico, ¡oh Dios mío!, di, misericordioso, a este mísero tuyo; dime, ¿acaso mi infancia vino después de otra edad mía ya muerta? ¿Será ésta aquella que llevé en el vientre de mi madre? Porque también de ésta se me han hecho algunas indicaciones y yo mismo he visto mujeres embarazadas.

      Y antes de esto, dulzura mía y Dios mío, ¿qué? ¿Fui yo algo en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria. ¿Acaso te ríes de mí porque deseo saber estas cosas y me mandas que te alabe y te confiese por aquello que he conocido de ti?

      10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, mas que concediste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba con qué dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía.

      ¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro conducto por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no mueren, tus años son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su medida y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo y todas las cosas del mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho.

      ¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de todos modos se goce diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.

      VII,11. Escúchame, ¡oh Dios! ¡Ay de los pecados de los hombres! Y esto lo dice un hombre, y tú te compadeces de él por haberlo hecho, aunque no el pecado que hay en él.

      ¿Quién me recordará el pecado de mi infancia, ya que nadie está delante de ti limpio de pecado, ni aun el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra? ¿Quién me lo recordará? ¿Acaso cualquier pequeñito o párvulo de hoy, en quien veo lo que no recuerdo de mí? ¿Y qué era en lo que yo entonces pecaba? ¿Acaso en desear con ansia el pecho llorando? Porque si ahora hiciera yo esto, no con el pecho, sino con la comida propia de mis años, deseándola con tal ansia, justamente se reirían de mí y sería reprendido. Luego, eran dignas de reprensión las cosas que yo hacía entonces; mas como no podía entender a quien me reprendiera, ni la costumbre ni la razón aguantaban que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa arroje lo bueno de ella.

      ¿Acaso, aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin daño, indignarse amargamente las personas libres que no se sometían y aun con las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo, por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los mismos?

      Yo vi yo y experimenté cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño compañero de leche suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no qué remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no aguantar al compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante, al [compañero] que está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Sin embargo se toleran indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.

      XI,17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.

      Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.

      Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.

      18. Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»?

      ¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi alma, que tú me hubieses dado!

      XIII,20. ¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien claro. En cambio, las latinas me gustaban con pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve?

      Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de mis errores, y a que llorara a Dido muerta, que se suicidó por amores, en circunstancias que mientras tanto, yo mismo muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos débiles, toleraba mi extrema


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