Confesiones. San Agustín

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Confesiones - San Agustín


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mí, más interior que lo más íntimo mío y más alto que lo más sumo mío.

      VII,12. No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas? Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo demás, no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la Escritura imagen de Dios.

      13. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o, finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual.

      Tales son los que se indignan cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, pasado su momento no lo es; y que lo que en una parte se permite, justamente se prohíbe y castiga en otra.

      ¿Diremos por esto que la justicia variable y cambiante? Lo que pasa es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos.

      VIII,16. Lo mismo ha de decirse de los delitos cometidos por deseo de hacer daño, sea por afrenta o sea por injuria; y ambas cosas, o por deseo de venganza, como ocurre entre enemigos; o por alcanzar algún bien sin trabajar, como el ladrón que roba al viajero; o por evitar algún mal, como el que teme; o por envidia, como acontece al desgraciado con el que es más dichoso, o al que ha prosperado y teme se le iguale o le pesa de haberlo sido ya; o por el solo deleite, como el espectador de juegos de gladiadores; o el que se ríe y burla de los demás.

      Estas son las cabezas o fuentes de iniquidad que brotan de la concupiscencia de mandar, ver o sentir, ya sea de una sola, ya de dos, ya de todas juntas, y por las cuales se vive mal, ¡oh Dios altísimo y dulcísimo!, contra los tres y siete, el salterio de diez cuerdas, tu decálogo.

      Pero ¿qué pecados puede haber en ti, que no sufres corrupción? ¿O qué crímenes pueden cometerse contra ti, a quien nadie puede hacer daño? Pero lo que tú castigas es lo que los hombres cometen contra sí, porque hasta cuando pecan contra ti obran impíamente contra sus almas y su iniquidad se engaña a sí misma, ya corrompiendo y pervirtiendo su naturaleza –la que has hecho y ordenado tú–, ya sea usando inmoderadamente las cosas permitidas, ya sea deseando ardientemente las no permitidas, según el uso que es contra naturaleza.

      También se hacen reos del mismo crimen quienes de pensamiento y de palabra se enfurecen contra ti y dan golpes contra el aguijón, o cuando, rotos los límites de la convivencia humana, se alegran, audaces, con uniones o desuniones privadas, según que fuere de su agrado o disgusto. Y todo esto se hace cuando eres abandonado tú, fuente de vida, único y verdadero Creador y Rector del universo, y con soberbia privada se ama en la parte una falsa unidad.

      Así, pues, sólo con humilde piedad se vuelve uno a ti, y es como tú nos purificas de las malas costumbres, y te muestras propicio con los pecados de los que te confiesan, y escuchas los gemidos de los cautivos, y nos libras de los vínculos que nosotros mismos nos forjamos, con tal que no levantemos contra ti los cuernos de una falsa libertad, ya sea arrastrados por el ansia de poseer más, o por el temor de perderlo todo, amando más nuestro propio interés que a ti, Bien de todos.

      X,18. Desconocedor yo de estas cosas, me reía de aquellos tus santos siervos y profetas. Pero ¿qué hacía yo cuando me reía de ellos, sino hacer que tú te rieses de mí, dejándome caer insensiblemente y poco a poco en tales ridiculeces hasta que llegara a creer que el higo, cuando se le arranca, llora lágrimas de leche juntamente con su madre el árbol, y que si algún santo de la secta comía dicho higo, arrancado no por delito propio, sino ajeno, y lo mezclaba con sus entrañas, después, gimiendo y eructando, exhalaba ángeles en la oración y aún partículas de Dios. Aquellas partículas del sumo y verdadero Dios hubieren estado ligadas siempre a aquel fruto de no ser libertadas por el diente y vientre del santo Electo.

      También creí, miserable, que se debía tener más misericordia con los frutos de la tierra que con los hombres, por los que han sido creados; porque si alguno estando hambriento, que no fuese maniqueo, me los hubiera pedido, me parecía que el dárselos era como condenar a pena de muerte aquel bocado.

      XI,19. Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque ella veía mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las blasfemias de mi error?

      En efecto, se vio de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Éste, como le preguntase la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por aprender, como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla. ¿De dónde vino esto sino porque tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?

      20. ¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino


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