Confesiones. San Agustín

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Confesiones - San Agustín


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en la amargura. Y tan miserable era que aún más que a aquel amigo queridísimo, yo amaba la misma vida miserable. Porque aunque quisiera cambiarla, sin embargo, no quería perderla más que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y Pílades –si no es cosa inventada–, que querían morir el uno por el otro o ambos al mismo tiempo, por serles más duro que la muerte, el no poder vivir juntos. Mas no sé qué afecto había nacido en mí, muy contrario a éste, porque sentía un grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo de morir. Creo que cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a un cruelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de repente con todos los hombres, pues había podido acabar con él. Tal era yo entonces, según recuerdo.

      He aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro. Observa, porque tengo presente, esperanza mía, que tú eres quien me limpia de la inmundicia de tales afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y librando mis pies de los lazos que me aprisionaban. Me sorprendía que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me sorprendía aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo temía mucho morir, por que no muriese del todo aquel a quien había amado tanto.

      VII,12. ¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba, suspiraba, lloraba, me turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba mi alma rota, ensangrentada, y que no soportaba ser llevada por mí, pero no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares perfumados, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites de la alcoba y de la cama, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y cuanto no era lo que era él, me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria.

      A ti, Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía (sciebam, sed nec volebam nec velebam). Tanto más cuanto que lo que pensaba acerca de ti no era algo sólido y firme. No eras tú, sino un fantasma vano, y mi error era mi Dios (error meus erat Deus meus). Y si me esforzaba por apoyar sobre él mi alma para que descansara, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de nuevo sobre mí, siendo yo para mí mismo una morada infeliz, en donde ni podía estar ni me era posible salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón de mi corazón? ¿Adónde huir de mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo? Con todo, huí de mi patria, porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle [al amigo]. Y así que me fui de Tagaste a Cartago.

      IX,14. Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama, que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que le ama, o no corresponde al que le amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno, y las tinieblas de dolores, y el afligirse el corazón, cambiada la dulzura en amargura; y la muerte de los vivos proviene de la pérdida de la vida de los que mueren. Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti. Porque solo no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién es éste sino nuestro Dios, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra y los llena, porque llenándoles los ha hecho? Nadie, Señor, te pierde, sino el que te deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o adónde huye, sino de ti sereno a ti airado? Pero ¿dónde no hallará tu ley para su castigo? Porque tu ley es la verdad, y la verdad, tú.

      XII,18. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradan. Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán; de otro modo desfallecerían y perecerían. Ámalas, pues, en él y arrastra contigo hacia él a cuantos puedas y diles: «A éste amemos»; él es el que ha hecho estas cosas y no está lejos de aquí. Porque no las hizo y se fue, sino que proceden de él y en él están. Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del corazón; pero el corazón se ha alejado de él. Volved, transgresores, al corazón y adheríos a aquél que es vuestro Hacedor. Estad con él, y permaneceréis estables; descansad en él, y estaréis tranquilos. ¿Adónde vais por ásperos caminos, adónde vais? El bien que amáis proviene de él, pero sólo es bueno y suave en cuanto está en relación a él; pero justamente será amargo si, habiendo abandonado a Dios, injustamente se amare lo que de él procede. ¿Porqué andáis aún todavía por caminos difíciles y trabajosos? No está el descanso donde lo buscáis. Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis (quaerite quod quaeritis, sed ibi non est ubi quaeritis). Buscáis la vida en la región de la muerte: no está allí. ¿Cómo hallar vida bienaventurada donde ni siquiera hay vida?

      19. Nuestra Vida verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su vida, y dio voces como de trueno, clamando que retornemos a él en aquel lugar secreto desde donde salió para nosotros, pasando primero por el seno virginal de María, en el que se desposó con la naturaleza humana, la carne mortal, para que no sea siempre mortal. Y de allí, tal como el esposo que sale de su tálamo exultó como un gigante para correr su camino. Porque no se retardó, sino que corrió dando voces con sus palabras, con sus obras, con su muerte, con su vida, con su descendimiento y su ascensión, clamando que nos volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para que entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si partió, aún está con nosotros. No quiso estar mucho tiempo con nosotros, pero no nos abandonó. Se retiró de donde nunca se apartó, porque él hizo el mundo, y estaba en el mundo, y vino al mundo a salvar a los pecadores. Y a él se confiesa mi alma y él la sana de las ofensas que le ha hecho.

      Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Es posible que, después de haber bajado la Vida a vosotros, no queráis subir y vivir? Mas ¿adónde subisteis cuando estuvisteis en alto y pusisteis en el cielo vuestra boca? Bajad, a fin de que podáis subir hasta Dios, ya que caísteis ascendiendo contra él. Diles estas cosas para que lloren en este valle de lágrimas, y así les arrebates contigo hacia Dios, porque, si se las dices, ardiendo en llamas de caridad, se las dices con espíritu divino.

      XIII,20. Yo no sabía nada entonces de estas cosas; y así amaba las hermosuras inferiores, y caminaba hacia el abismo, y decía a mis amigos: «¿Amamos por ventura algo fuera de lo hermoso? ¿Y qué es lo hermoso? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque ciertamente que si no hubiera en ellas alguna gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí». (...).

      22. (...) ¿Luego amo en el hombre lo que yo no quiero ser, siendo, no obstante, hombre? Grande abismo es el hombre (grande profundum est ipse homo), cuyos cabellos, Señor, tú los tienes contados, sin que se pierda uno sin que tú lo sepas; y, sin embargo, más fáciles de contar son sus cabellos que sus afectos y los movimientos de su corazón.

      26. Yo me esforzaba por llegar a ti, mas era rechazado por ti para que gustase de la muerte, porque tú resistes a los soberbios. ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con incomprensible locura que yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo mudable y reconociéndome tal –pues si quería ser sabio era por hacerme de peor mejor–, prefería, sin embargo, juzgarte mudable antes que no ser yo lo que eres tú. He aquí por qué era yo rechazado y tú resistías a mi ventosa cerviz.

      Yo no sabía imaginar más que formas corporales, y, siendo carne, acusaba a la carne; y como espíritu errante, no acertaba a volver a ti; y caminando, marchaba hacia aquellas cosas que no son nada ni en ti, ni en mí, ni en el cuerpo; ni me eran sugeridas por tu verdad, sino que eran imaginadas por mi vanidad según los cuerpos; y decía a tus fieles parvulitos, mis conciudadanos, de los que yo sin saberlo andaba desterrado; yo, hablador e inepto, les decía: «¿Por qué yerra el alma, hechura de Dios?»; mas no quería se me dijese: «Y ¿por qué yerra Dios?». Y defendía más que por necesidad erraba tu sustancia inmutable, en vez de


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