Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski

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Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski


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tranquilamente.

      —¿Y las piernas?

      —Más fuertes —respondió la dama—. Vea usted sus mejillas cómo empiezan a colorearse de nuevo. Vea la brillantez de sus ojos. Antes lloraba, ahora ríe y está contenta. Hoy probó de sostenerse en pie, y ha estado más de un minuto sin apoyarse en nada. Liza dice que antes de quince días podrá ponerse a bailar. He hecho venir al doctor Herzeuschtube, y cuando la ha visto se ha quedado admirado.

      —¿Qué dijo?

      —Se encogió de hombros primero, y luego aseguró que no lo comprendía. ¿Y aún dirá usted que nada le debemos? ¡Da las gracias, Liza mía, da las gracias a este santo varón!

      El rostro sonriente de Liza cambió de improviso, tornándose grave; se incorporó cuanto pudo, en la butaca, y volviéndose hacia el monje, juntó las manos... Pero luego, no pudiendo contenerse, soltó una carcajada.

      —¡Es él! ¡Es él! —exclamó, señalando a Aliosha y mirándole con infantil despecho.

      El rostro del jovencito se encendió, y sus ojos centellearon... Luego los cerró.

      —¿Cómo está usted, Alekséi Fiódorovich? —dijo la dama, tendiendo al joven su mano enguantada—. Liza tiene algo que decirle.

      El monje se volvió, y miró atentamente a Aliosha, mientras este se aproximaba a la jovencita, sonriendo tímidamente.

      Liza adoptó un aire importante.

      —Katerina Ivánovna le envía, por intermediación mía, esta carta —dijo la niña, dándole un pliego cerrado—, y me dice que le ruegue que vaya usted a verla enseguida.

      —¿Que vaya yo a su casa...? ¿Y por qué motivo? —murmuró Aliosha, sorprendido.

      —Creo que será a propósito de Dmitri Fiódorovich y... a todos los sucesos ocurridos últimamente —se apresuró a responder la pomiestchika—. Katerina ha tomado una resolución; verdaderamente necesita verle... al menos así lo dice. Irá usted, ¿verdad? El sentimiento cristiano se lo ordena.

      —Solo la he visto una vez —replicó Aliosha, sin reponerse de su sorpresa—. Bueno... iré —añadió el joven, después de leer la carta, la cual no contenía sino una calurosa súplica de que no faltase.

      —Será una buena acción por parte suya —dijo Liza, animada—. Y yo pensaba que no iría usted... hasta se lo aseguré a mamá, diciéndole que estaba usted demasiado ocupado en la salvación de su alma... ¡Qué bueno es usted! ¡Tengo verdadero placer en manifestarlo!

      —¡Liza! —dijo la madre con tono que pretendía ser severo; pero sonriendo enseguida, añadió—: Usted nos olvida demasiado, Alekséi. No viene usted nunca a nuestra casa... Y, sin embargo, he oído más de una vez decir a mi Liza que nunca se sentía tan bien como cuando estaba usted cerca de ella.

      Aliosha bajó la vista, se sonrojó de nuevo y sonrió sin saber por qué.

      El starets se hallaba distraído, hablando con un monje que venía de otro convento del norte.

      Zossima lo bendijo y le invitó a que le visitase en su celda cuando lo tuviese por conveniente.

      Se retiró el forastero, y la pomiestchika, dirigiéndose de nuevo a aquel, le preguntó:

      —¿Qué clase de enfermedad es la suya, padre? Porque, aparentemente, su salud parece no haber sufrido alteración alguna... Tiene usted el rostro alegre...

      —Hoy me siento mejor —respondió Zossima—; pero esta mejoría es pasajera. Conozco mi dolencia, y, si aparento estar alegre, es porque el hombre se siente feliz cuando puede decir: “He cumplido mi deber”. Por lo demás, me satisface su observación, ya que todos los santos se mostraron siempre contentos.

      —Dichoso usted, padre, que puede creerse feliz... Pero, ¿existe acaso la felicidad? Escúcheme, señor, ya que tiene la amabilidad de permitirnos que permanezcamos aquí todavía algunos instantes, deje usted que le diga hoy todo lo que no he podido decirle otras veces, todo lo que me oprime desde hace tanto tiempo. ¡Ah, padre! Yo sufro mucho... mucho...

      Y juntó las manos con exaltación.

      —¿Cuál es su sufrimiento?

      —La falta de... de fe.

      —¿Falta de fe en Dios?

      —¡Oh, no! Semejante duda no ha cruzado jamás por mi cerebro. ¡Mas la vida futura es tan problemática! Nadie puede asegurar nada a ese respecto. Escúcheme bien, padre mío. Es usted el médico de las almas. El pensamiento de la vida de ultratumba me conmueve de un modo extraordinario... Me atormenta, me estremece, me horroriza. Jamás he hablado con nadie de este asunto; mas con usted me atrevo a exponer mis ideas... Todos creen en una vida futura, pero esta creencia, ¿de qué proviene? ¿A qué obedece? Los hombres de ciencia aseguran que la fe nació del miedo que ocasionaba a los primeros seres el espectáculo de los terribles fenómenos de la naturaleza; que la fe no tiene otro origen. ¿Es posible, oh Cielos, que al morir desaparezca todo? ¿Es posible que solo quede de nosotros la ortiga que, como ha dicho no recuerdo qué poeta, crecerá en nuestra tumba? ¡Esto es horroroso! ¿Cómo creer después de oír tales cosas?... Además, padre, hablando sinceramente, debo decir que yo no creí sino cuando era niña, maquinalmente, sin reflexionar. ¿Cómo saber la verdad? Miro en torno a mí y veo que hoy, nadie, nadie se cuida de este grave problema... Y yo, sumida en honda ignorancia, sufro de un modo indecible.

      —Cierto, es horrible. No hay medio de probarlo, pero, sin embargo, uno puede convencerse...

      —¿Cómo?

      —Ame a su prójimo sin poner límites a su amor —prosiguió el monje con santa exaltación—, y a medida que crezca su amor, se convencerá más y más de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Y si a su amor añade la abnegación, entonces creerá sin dudar nunca más.

      —Escúcheme, padre —dijo la dama—. Yo amo a mis semejantes hasta tal punto, que, a veces, pienso en abandonarlo todo, hasta a mi hija, y hacerme hermana de la caridad. En esos momentos nada me asusta: creo que asistiría a los heridos, que lavaría con mis propias manos sus heridas, que besaría sus llagas...

      —El concebir semejante pensamiento es ya una gran cosa.

      —Sí, pero, ¿podría soportar durante mucho tiempo esa vida de abnegación? —prosiguió ella con ardor—. He ahí mi gran inquietud. Cierro los ojos y me pregunto: ¿Podría perseverar largo tiempo en esa vocación? Si el enfermo fuese ingrato, exigente y si sus caprichos me hiciesen sufrir, si se lamentase de mí, ¿qué haría yo? La ingratitud podría amortiguar mi amor por la humanidad... Yo quiero trabajar para que se me pague después, ¿comprende? Quiero un salario, quiero que me den amor a cambio del amor que yo dé, y sin esta justa reciprocidad no sé amar.

      —Eso mismo me decía un amigo médico que yo tuve. Era un hombre cultísimo y de edad avanzada. Se hubiese hecho crucificar por sus semejantes, y, sin embargo, no podía soportar a nadie a su lado más de veinticuatro horas. Al uno, porque comía demasiado aprisa, y al otro porque se sonaba fuerte la nariz cuando estaba resfriado.

      —¿Qué hacer, pues, padre? ¿Habremos de desesperar de todo?

      —No, basta con saber sufrir. Haga cuanto pueda en ese sentido... Después de todo, ya hace bastante con conocerse a sí misma. No obstante, si ha hecho usted esa confesión únicamente para que alabe su sinceridad, no alcanzará jamás el amor activo: sus proyectos no pasarán nunca de tales y su vida se desvanecerá como una sombra.

      —Me asusta usted, porque es cierto lo que dice: yo no buscaba otra cosa que sus elogios.

      —Eso prueba que es usted sincera y que su corazón es bueno. Está usted en el buen camino, trate de no desviarse de él. Lo importante es saber huir de la mentira, especialmente de la mentira que se hace uno a sí mismo. No se espante de sus propias vacilaciones tocantes a su deseo de amar activamente. Siento no poder decirle algo más categórico. El amor activo es completamente distinto del amor especulativo.


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