Los Hermanos Karamázov. Fiódor Dostoyevski

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Los Hermanos Karamázov - Fiódor Dostoyevski


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a una noble criatura, a una joven cuyo nombre no me atrevo siquiera a pronunciar delante de él: por eso me veo obligado a desenmascararle públicamente, aunque sea mi padre...

      No pudo continuar, sus ojos despedían relámpagos. Respiraba fatigosamente.

      Los demás se sentían conmovidos. Todos, excepto Zossima, se habían puesto de pie.

      Los monjes miraban gravemente al starets, esperando que hablase.

      Zossima estaba palidísimo, y de su boca irradiaba una dulce sonrisa.

      De tiempo en tiempo, había levantado las manos durante la controversia, como para apaciguar a los litigantes, y, probablemente, una palabra suya hubiese hecho cesar aquella escena; mas parecía que estuviese esperando alguna cosa, y miraba fijamente, a uno y a otro, como si tratase de convencerse de algo que le permitiese formarse una opinión bien fundamentada.

      Miúsov fue quien habló primero.

      —En este escándalo —dijo—, todos tenemos una parte de responsabilidad. Mas confieso que al venir hacia aquí no esperaba tal ignominia, a pesar de que sabía con quién iba a habérmelas... ¡Es preciso que termine este estado de cosas! Yo, santo padre, ignoraba los particulares que todos acabamos de oír... o, al menos, no quería creerlos... ¡Un padre celoso de su hijo, a causa de una mujer de malas costumbres, y que se pone de acuerdo con ella para mandar al hijo a la cárcel!... ¡Qué horror! ¡Oh! ¿Debo estar engañado? ¡Sí, debo estar engañado!

      —¡Dmitri Fiódorovich! —gritó con voz ronca Fiódor—. ¡Si no fueses mi hijo, te provocaría a un duelo... a pistola, a tres pasos... y teniendo las puntas de un pañuelo!... ¡Sí, con solo un pañuelo de por medio! —repitió, pateando.

      Dmitri arrugó el entrecejo y miró con desprecio a su padre.

      —Pensaba —dijo, con voz dulce—, soñaba con volver a mi país con el ángel de mis amores, con mi prometida, y soñaba también con que los últimos días de este anciano... Mas no; veo que es imposible, ya que en lugar de un padre venerado me encuentro con un hombre disoluto, inmundo, convertido en vil comediante.

      —¡Duelo a muerte! —exclamó de nuevo Fiódor, como si continuase su discurso anterior, y esputando saliva a cada palabra que hablaba—. Y usted, Piótr Aleksándrovich, sepa que en toda su ascendencia difícilmente se encontrará con una mujer tan honesta como esa, a la que ha osado calificar de malas costumbres... Y tú, Dmitri, ¿no has sacrificado tu prometida por esa otra bella criatura? Eso significa que tu novia, ante tus mismos ojos, no vale ni la suela del calzado de la otra.

      —¡Qué infamia! —dijo de improviso otro de los monjes, el padre Jossif.

      —¿Por qué vive un hombre semejante? —murmuró, como en un sueño, Dmitri Fiódorovich—. Díganme, ¿se puede permitir que siga contaminando la tierra que pisa...?

      —¿Han oído ustedes? ¿Han oído ustedes, señores, a este parricida? —repuso Fiódor—. ¡Esa es la infamia, padre Jossif!... ¡Y de qué calibre! La “vil criatura” a que Miúsov se ha referido... Esa a la que él ha calificado de “mujer de malas costumbres”, es, tal vez, más santa que todos los que aquí piensan en la salvación de su alma solamente. Sí, porque... ¿quién sabe? Es el ambiente en que vivía lo que la hizo pecar durante su juventud. Pero esa mujer “ha amado mucho” y sabido es que Jesucristo perdonó a los que mucho amaron...

      —No es esa clase de amor el que perdonó Jesucristo —replicó, ingenuamente, el buen padre Jossif.

      —Sí, señor monje —repuso Fiódor—, por esa clase de amor fue. Ustedes se creen justos pensando aquí en la salvación de sus almas, comiendo berzas.

      —¡Esto es demasiado! —exclamaron todos a un tiempo.

      Esta escena violenta tuvo un final inesperado.

      Zossima se levantó de improviso, y Aliosha, no obstante el miedo que le dominaba, tuvo la presencia de espíritu de sostenerlo por un brazo.

      El monje se dirigió hacia Fiódor Pávlovich, y se arrodilló delante de él.

      Aliosha, al principio, creyó que el anciano se había caído a causa de su debilidad, pero no era así.

      Cuando estuvo Zossima arrodillado, saludó a Dmitri inclinándose hasta tocar el suelo con la frente.

      Aliosha estaba tan sorprendido que ni siquiera pensó en sostener nuevamente al viejo cuando este se levantó.

      Una débil sonrisa entreabrió los labios del starets.

      —¡Perdónense!... ¡Perdónense todos recíprocamente! —dijo, mirando con dulzura a sus visitantes.

      Dmitri Fiódorovich permaneció un instante como petrificado... ¡Cómo!... ¡Saludarle a él!... ¡Inclinarse, humillarse ante él!... ¿Qué significaba aquello?

      —¡Dios mío! —exclamó de repente.

      Y escondiendo el rostro entre sus manos se precipitó fuera de la estancia.

      Todos los visitantes le siguieron, sin cuidarse siquiera de despedirse del viejo Zossima.

      —¿Qué significa ese saludo tan profundo? —murmuraba Fiódor Pávlovich visiblemente turbado, pero sin volverse hacia ninguno de los otros.

      —¡Caterva de imbéciles! —exclamó Miúsov, con voz alterada—. ¡De todos modos, haré por librarme de su dañina compañía, Fiódor Pávlovich... y puede usted creerme! ¿Dónde está el monje que nos invitó a almorzar con el superior?

      Precisamente en aquel momento venía el monje al encuentro de los invitados.

      —Le ruego que me excuse ante el padre superior —le dijo—. Soy Miúsov. Dígale que circunstancias imprevistas me impiden tener el honor de compartir el pan con él, no obstante mi sincero deseo...

      —Esa “circunstancia imprevista” soy yo —dijo rápidamente Fiódor Pávlovich—. ¿Comprende usted, padre? Es por mí, que Piótr Aleksándrovich no quiere quedarse... Mas, no tema: puede usted ir a almorzar tranquilo... ¡Buen apetito y buen provecho! Soy yo quien se marcha... ¡A casa! ¡A mi casa, sí!... Allí comeré, seguramente. Aquí no podría hacerlo, mi querido pariente.

      —¡Yo no soy pariente suyo, no lo he sido nunca, no quiero serlo!

      —Lo he dicho justamente para ofenderle ¡Ah! Desdeña el honor de ser pariente mío, ¿verdad? Pues no lo es menos por eso... ¡Se lo probaré! En cuanto a ti, Iván, puedes quedarte; luego te mandaré el coche. Conviene, Piótr Aleksándrovich, que se quede a almorzar aquí. Vayan a pedirle perdón por esta fuga desordenada...

      —Pero, ¿es cierto que se va usted? —preguntó Miúsov.

      —Sí —respondió Fiódor—. No me atrevo a presentarme ante el padre superior después de lo que ha ocurrido... Perdónenme, señores. Me avergüenzo de mí mismo. Ustedes son hombres que tienen el corazón semejante al de Alejandro de Macedonia. Otros lo tienen parecido al de los perros, a los cuales se castiga siempre. Yo temo pertenecer a estos últimos. Después de este escándalo, ¿cómo podría osar presentarme en el refectorio a gustar los alimentos de esta santa casa...? ¡No, no puedo!... ¡Excúsenme!

      —¡Diablo! ¿Y si nos engaña? —pensaba Miúsov, perplejo, siguiendo con la mirada al bufón que se alejaba.

      Fiódor, después de haber andado algunos pasos, se volvió, y viendo que Miúsov lo miraba, le envió un beso con la mano.

      —¿Se queda usted? —preguntó Miúsov, secamente, a Iván.

      —¿Por qué no? —respondió este—. Tanto más por haber sido invitado ayer, particularmente, por el padre superior.

      —Desgraciadamente, creo que yo también me veré obligado a quedarme —dijo Miúsov, con amargura, sin siquiera darse cuenta de que le estaba escuchando el monje—. Nos excusamos y haremos notar que no ha sido nuestra la culpa. ¿Qué le parece?

      —Sin duda


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