Encuentros íntimos. Kathryn Ross

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Encuentros íntimos - Kathryn Ross


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indignado—. Lo que estoy diciendo es que si tú haces algo por mí, yo hago algo por ti.

      Callum estudió al hombre que tenía enfrente. Se habían conocido unos años atrás en una conferencia sobre alimentos orgánicos y, a pesar de la diferencia de edad, la simpatía había sido inmediata. Aquel día charlaron largo rato sobre las ventajas y los inconvenientes de las granjas modernas y unos días después, Francis le había hecho el primer pedido para sus supermercados. A partir de entonces no había dejado de hacerlo y la granja de Callum empezó a prosperar.

      Callum le debía mucho. Y también lo admiraba y lo respetaba. Francis era un hombre hecho a sí mismo que seguía controlando personalmente el imperio de supermercados como había controlado su primera tienda. Callum sabía que era un poco excéntrico, pero aquello era ridículo.

      —¿Por qué va a trabajar la hija de un millonario como niñera en una granja?

      —Ella no sabe que va a hacerlo… aún. Nunca lo admitiría, pero yo sé que está buscando algo en la vida… algo real y sólido. Algo más importante que las fiestas y las compras, que es a lo que se dedica.

      Callum sonrió, irónico.

      —¿Y tú crees que preferiría trabajar en una granja que irse al Caribe?

      —Ya ha estado en el Caribe muchas veces.

      —¿Toma drogas o algo así? No pensarás usar mi granja como un centro de rehabilitación, ¿verdad?

      —No es eso. Aunque debo admitir que tengo mis razones para querer alejarla de Londres. Para ser más claro, tiene una relación con un hombre que no me gusta.

      —Ya veo —murmuró Callum—. Pues lo siento, Francis, pero preferiría no meterme en esto.

      —Matthew Devine es un ladrón y un estafador.

      —Y tu hija tiene veintitrés años. Es suficientemente mayor como para tomar sus propias decisiones.

      —Muy bien. Triplicaré la oferta —dijo Francis entonces.

      Callum se quedó muy serio. El dinero le iría muy bien. Tenía empleados que pagar y el precio de las semillas y los piensos aumentaba cada día.

      —¿Y por qué iba a querer trabajar como niñera la hija de un millonario? —insistió, incrédulo.

      —Mi hija está pasando por una de sus fases rebeldes. No quiere vivir en el apartamento que le regalé, no acepta el dinero que le ofrezco… Ahora le ha dado por trabajar para una agencia de empleo temporal, sustituyendo a gente que está enferma o con permiso de maternidad. Pero el capricho solo le durará unas semanas.

      —¿Cómo lo sabes?

      —Ya te lo he dicho, está en una de sus fases rebeldes —contestó Francis—. Ahora mismo está trabajando como chef en un restaurante. Supongo que en el internado suizo al que la envié la enseñaron a cocinar, pero nunca me habría imaginado que acabaría en una cocina. Y antes de eso, estuvo trabajando como niñera en casa de una estrella de cine. Le gusta jugar y cuando se aburre, vuelve a casa. Y entonces yo le doy dinero para que se vaya de viaje a alguna parte —suspiró el hombre—. Pero esta vez es diferente. Esta vez, me parece que no va a volver hasta que cometa el mayor de los errores, casarse con ese impresentable. Y eso sería tremendo para ella.

      —Yo la dejaría equivocarse. Ya se dará cuenta ella misma —dijo Callum.

      —Pero es mi única hija. Y la quiero muchísimo. Además… —empezó a decir Francis, sin mirarlo— no quería contártelo, pero acabo de descubrir que no me queda mucho tiempo…

      —¿Qué quieres decir?

      —En pocas palabras, que no estoy bien de salud. ¿Imaginas lo que siento al pensar que voy a dejar a mi hija en las garras de ese estafador? Te lo ruego, Callum, no solo como socio, sino como amigo. De un padre a otro. Por favor, ayúdame a solucionar esta situación.

      Callum lo miró, genuinamente sorprendido por la noticia de que estaba enfermo. Francis debía tener poco más de sesenta años, era un hombre joven.

      —Te comprendo.

      —¿Vas a ayudarme?

      —Si tu hija está enamorada de ese hombre, no se irá de Londres, ¿no te parece?

      Francis sonrió.

      —El propietario de la agencia para la que trabaja me debe un favor. Y si mi hija quiere seguir trabajando, tendrá que aceptar el puesto en la granja. Además, solo serán un par de semanas.

      —Y mientras tanto, tú intentarás librarte del estafador —murmuró Callum.

      —Algo así —dijo Francis, señalando el contrato—. ¿Qué dices? ¿Vas a ayudarme?

      El sonido de un coche hizo que Callum se asomara a la ventana del salón. El sol empezaba a ponerse, iluminando las colinas con una luz rosada. Unos pájaros saltaron de la rama del viejo roble que había frente a la casa cuando un deportivo rojo se aproximó a toda velocidad.

      —¿Es esa, papá? —preguntó Alice tras él.

      —Creo que sí —murmuró Callum, observando las largas piernas de la mujer que salía del coche. Llevaba zapatos de tacón y un traje gris de diseño que sería muy adecuado en Londres, pero allí estaba fuera de lugar. Después, se fijó en la larga trenza rubia. Parecía recién salida de la peluquería. Justo lo que le hacía falta, pensó Callum, una niña rica en su granja.

      No debería haber aceptado aquel absurdo plan. Tenía muchísimo trabajo y aquella chica solo sería un estorbo.

      Callum observó, incrédulo, que ella sacaba varias maletas del maletero. Era imposible que pudieran caber tantas en aquel deportivo. Aquella mujer no podía haber ido a la granja con intención de trabajar. Obviamente, pensaba que iba a pasar unas exóticas vacaciones.

      Tendría que decirle que se fuera. Llamaría a Francis y le pediría disculpas… Pero, entonces, recordó que estaba enfermo.

      En ese momento, sonó el timbre.

      —Papá, quiero verla —dijo Alice, tirando de su manga. Callum miró a su hija y se dio cuenta de que llevaba el vestido al revés—. ¿Es guapa? ¿Se parece a Mary Poppins? —insistió la niña, abriendo de par en par sus ojitos azules.

      —No mucho, cariño —contestó Callum con una sonrisa, tomando a la niña en brazos.

      —No sé por qué está tan contenta —murmuró Kyle, tumbado en el sofá frente a la televisión—. La abuela Ellen y Millie cuidan de nosotros. No necesitamos a nadie más.

      —La abuela necesita descansar un poco —dijo su padre—.Vamos, Kyle, apaga la tele. Quiero que te portes bien delante de nuestra invitada.

      Kyle ignoró la orden y se arrellanó cómodamente en el sofá.

      Zoë golpeaba el suelo con el pie, impaciente y helada de frío. ¿A qué esperaban para abrir?, se preguntaba, irritada. Pero olvidó su irritación cuando se abrió la puerta y se encontró frente a un hombre guapísimo.

      Debía tener treinta y tres o treinta y cuatro años. Alto, de hombros anchos, con el pelo y los ojos oscuros, era tan atractivo como un actor de cine. Se parecía un poco a George Clooney, pensó.

      —¿Callum Langston?

      —Sí —contestó él, mirándola de arriba abajo.

      —Hola. Soy Zoë Bernard.

      —Ya lo imaginaba —murmuró él, admirando los labios rojos y las cuidadas uñas pintadas del mismo color. Era una chica muy atractiva… de hecho, demasiado atractiva. Pero en cuanto a cuidar de los niños y llevar la casa, ya podía ir llamando a su madre para que volviera inmediatamente.

      —¿Me invita a entrar o va a dejarme en la puerta? —sonrió Zoë—. He hecho un largo viaje desde Londres y me vendría bien una taza de té.

      —Sí,


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