Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant


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como hija sumisa que sabe que no todo puede conciliarse, y que en la vida debe haber una mitad buena y otra mala.

      Ya en la corriente del mundo, fue solicitada porque era hermosa y espiritual, y se vio cortejada por muchos hombres, sin que perdiese la calma de su corazón, no menos razonable que su cabeza. Era coqueta, pero con coquetería agresiva y prudente.

      Gustaba de los cumplidos, se sentía acariciada por los deseos que despertaba, aunque parecía pasar sin verlos, y cuando salía de un salón, después de recibir el incienso de la adoración, dormía tranquila, como hembra que ha cumplido su misión terrena.

      Esta vida, que llevaba ya hacía siete años sin fatigarla con su monotonía, porque adoraba la incesante agitación del mundo, la hacía, no obstante, desear algo más. Los hombres de sus relaciones sociales, abogados, políticos, hacendados y desocupados, la distraían como actores de la comedia de la vida sin tomarlos en serio, aunque apreciase sus funciones sociales y sus méritos.

      Por esto Oliverio la agradó desde el primer instante. Le llevaba algo nuevo. Se divertía grandemente en el estudio, reía de todo corazón, se sentía espiritual y comprendía que él gozaba con los goces de ella.

      Oliverio le gustaba también porque era guapo, fuerte y célebre. No hay mujer, aunque ellas lo nieguen, que sea indiferente a la gloria y a la belleza física.

      Le halagaba haber sido notada por aquel conocedor, y dispuesta a juzgarle a su vez, descubrió en Bertin un cerebro despierto y culto, fantástico, y delicado, y una inteligencia llena de encantos, y palabra colorista que inundaba de luz cuanto trataba. Nació rápida intimidad entre ambos, y en el apretón de manos que se daban al principio de las sesiones, iba cada día mezclándose un poco más de sus corazones.

      Sin cálculo alguno, sin predeterminación, Any sintió en sí el deseo de conquistarlo y cedió a él.

      Nada habría previsto ni combinado; fue coqueta, pero con más gracia instintiva, como que se trataba de quien la había gustado más que otros, y puso en su mirada y su sonrisa el perfume que difunde en torno suyo la mujer que siente despertar el deseo de ser amada.

      Solía decirle frases aduladoras, equivalente a un “me gusta”, y le hacía hablar muchas veces para que viera el interés con que lo oía.

      Oliverio dejaba de pintar, se sentaba cerca de ella, y con la excitación cerebral que provoca el deseo de agradar, tenía crisis de poesía, de humorismo o de filosofía, según convenía.

      Any se alegraba con la alegría de Oliverio, trataba de entenderlo cuando dogmatizaba, sin conseguirlo muchas veces, y hasta cuando pensaba en otra cosa, lo escuchaba con tan dispuesta atención, que Oliverio se extasiaba viéndola, conmovido por haber hallado un alma delicada, abierta y dócil, en la que caía su pensamiento como una semilla.

      El retrato adelantaba y salía admirable, en fuerza de haber llegado el pintor a la disposición de espíritu bastante para apreciar las cualidades de su modelo y expresarlas con el convencido ardor y la inspiración del verdadero artista.

      Inclinado sobre ella, espiando sus movimientos, las coloraciones de su carne, las sombras de su piel, la expresión y transparencia de sus ojos y los secretos todos de su fisonomía, llegó Oliverio a saturarse de ella como de agua una esponja.

      Y al llevar al lienzo aquella emanación del perturbador encanto que recogía en su mirada y fluía de su pensamiento a su pincel, solía quedar Oliverio en éxtasis, con la embriaguez del que ha bebido la gracia del eterno femenino.

      Any comprendía lo que por Oliverio pasaba; se complacía en aquella victoria cada vez más segura, y se daba a sí, ánimos para acabar de alcanzarla.

      Algo nuevo daba a su vida nueva savia y despertaba misterioso goce. Cuando oía hablar de Oliverio latía su corazón con más apresuramiento, y sentía deseos —que nunca llegaban a los labios— de decir: Me ama. Le satisfacía que alabasen su talento, y más aún que dijesen bien de su figura, y cuando a solas pensaba en él sin indiscretos que la distrajesen, creía haber hallado en Oliverio un buen amigo, que había de contentarse siempre con un cordial apretón de manos.

      Muchas veces Oliverio dejaba la paleta a mitad de sesión, tomaba en brazos a Anita y la besaba con ternura en los ojos o los cabellos mirando a la madre y como diciendo: “A usted la beso, no a la pequeña”.

      Hacía algunos días que la condesa no llevaba a la niña siempre. Iba sola, y cuando esto ocurría, se trabajaba poco en el estudio y se hablaba mucho.

      II

      Any se retrasó una tarde. Era a fines de febrero y hacía frío. Oliverio había ido temprano al estudio como de costumbre desde que ella iba, y siempre esperando que fuese antes.

      Mientras llegaba, se puso a pasear fumando y se preguntaba asombrado por centésima vez desde hacía ocho días: “¿Estoy enamorado?” No lo sabía porque no lo había estado nunca verdaderamente; había tenido caprichos muy vivos y hasta muy largos, sin creer nunca que fuesen amor, pero en aquel momento se admiraba de lo que en si mismo sentía. ¿La amaba? Era seguro que no la deseaba porque no había pensado nunca en poseerla. Cuando una mujer le había gustado había sobrevenido el deseo, y siempre había adelantado sus manos para tomar el fruto, pero sin que nunca turbase su espíritu ni con la ausencia ni con la presencia de la mujer.

      Y el deseo, respecto de Any, apenas se había despertado en él, como oscurecido y atrincherado detrás de otro sentimiento más poderoso pero aún oscuro e indeterminado. Siempre había creído Oliverio que el amor empezaba soñador y poético, y lo que sentía más bien parecía provenir de una emoción indefinible más física que moral.

      Estaba nervioso, vibrante e inquieto, como cuando germina una enfermedad en nosotros, pero nada doloroso se mezclaba a aquella fiebre de su sangre que contagiaba su pensamiento. No ignoraba que la condesa era la causa de aquel estado por el recuerdo que en él dejaba y por las ansias de su espera. No se creía impelido hacia ella por movimiento de todo su ser, pero la sentía vivir en él como si no se hubiese ido, como si le dejase algo de sí misma al marcharse, algo sutil y no bien explicado. ¿Qué era? ¿Amor? Sondeaba su corazón para ver en él y poder comprender.

      Oliverio hallaba a la condesa encantadora, pero sin encajar en el tipo ideal de la mujer que su ciego deseo había forjado. El que busca amor prevé las dotes morales y los encantos físicos de la que ha de inspirárselo, y aunque la señora de Guilleroy no tuviese tacha no le parecía ser “la suya”. Pero si era así, ¿por qué Any le preocupaba más que las otras y con mayor insistencia y de manera distinta? ¿Era que había caído en el lazo tendido por su coquetería que él había adivinado, y fascinado por sus maniobras sufría el prestigio que da a la mujer la voluntad de agradar?

      Paseaba, se sentaba, volvía al paseo, encendía cigarros y los arrojaba enseguida, y no quitaba ojo de reloj, cuyas agujas marchaban hacia la hora ordinaria con movimiento lento e inmutable. Varias veces había tenido intención de levantar el cristal de la esfera, y hacer correr con el dedo el minutero hasta la cifra a que tan perezosamente se acercaba. Creía que aquello bastaría para que la puerta girase y apareciese la esperada, engañada por aquel anzuelo. Luego se reía de aquel empeño infantil y poco juicioso.

      Y al fin se preguntó si podría ser su amante. Le pareció singular y poco realizable la idea, y hasta indigna de insistir sobre ella por las complicaciones que pudiera introducir en su vida, pero aquella mujer le gustaba extraordinariamente y acabó por decirse que se hallaba en un endiablado estado de espíritu.

      Dio horas el reloj y el sonido de ellas lo hizo estremecerse, sacudiendo más sus nervios que su alma. Esperó ya con la impaciencia que crece por segundos; Any era siempre exacta, y seguramente entraría antes de transcurrir diez minutos. Cuando pasaron sintió Oliverio la opresión de un disgusto próximo, y luego irritación por el tiempo que Any le hacía perder. Y de pronto comprendió que si al fin no iba, sufriría.

      ¿Qué hacer? Esperarla... No, saldría


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