Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant
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Casi se puso a silbar como lo hacía delante de las modelos, pero sentía gran enervación. Temiendo cometer una tontería, abrevió la sesión pretextando una cita. Cuando se saludaron al separarse, se creyeron más alejados uno del otro que el día en que se encontraron en casa de la duquesa Mortemain. Después de irse la Condesa, Oliverio salió a la calle.
Un sol pálido en un cielo azul, empapado de bruma, echaba sobre la capital una luz débil y algo triste. Anduvo algún espacio con paso rápido e irritado, tropezando con los transeúntes para no perder la línea recta, y su cólera contra Any se desperdigó en desconsuelo y arrepentimientos. Después de repetirse todas las reconvenciones contra ella, recordó, viendo pasar otras mujeres, cuán seductora y bonita era Any.
Como tantos que no lo confiesan, Oliverio había esperado siempre la imposible mitad, la afección rara, única y apasionada, cuyo ideal flota eterno sobre nuestros corazones. ¿Había dado con él? ¿Era ella la que debió proporcionarle aquella imposible felicidad? ¿Por qué nada se realiza completo en el mundo? ¿Por qué no se alcanza lo que se persigue, o se logra sólo en partículas que hacen más dolorosa esa cacería de decepciones? No culpaba a la joven sino a la vida. Puesto en la razón, ¿qué tenía que echarle en cara? Haber sido amable, buena y graciosa, mientras a su vez podía decir de él que se había conducido como un salteador. Regresó lleno de tristeza. Hubiera querido poder pedirle perdón, sacrificarse por ella, hacer olvidar lo sucedido, y estudió qué era lo que haría para hacerle entender que sería, hasta morir, dócil a sus voluntades.
Fue la condesa al día siguiente con su hija. Tenía el aspecto tan apenado, tan melancólica la sonrisa, que el pintor creyó ver en aquellos pobres ojos azules, hasta entonces alegres, la tristeza, el remordimiento y la angustia de su corazón de mujer. Se sintió lleno de compasión y para que olvidase tuvo con ella, con suave reserva, todo género de delicadezas. Any las pagó con dulzura y bondad, y con la actitud cansada y dolorida de una mujer que sufre.
Mirándola Oliverio, sintiendo deseo loco de amar y ser amado, ser preguntaba cómo aquella mujer no estaba más indignada, y como podía volver, hablarle y responderle habiendo entre ambos aquel recuerdo. Puesto que podía verla, oír su voz, soportar ante sus ojos la idea que no debía abandonarla, era porque aquella idea no debía serle odiosamente intolerable. Cuando una mujer aborrece al hombre que la ha seducido, no puede verlo sin que su odio estalle. No puede serle indiferente; o lo perdona o lo detesta, y cuando perdona está cerca de amar.
Mientras pintaba con lentitud, Oliverio argumentaba para sí con razonamientos claros y seguros; se sentía lúcido, fuerte y dueño ya de los acontecimientos. Le bastaría ser prudente y tener paciencia para que la recobrase un día u otro. Y supo esperar; para tranquilizarla y reconquistarla fue astuto a su vez; empleó ternuras disimuladas bajo aparentes arrepentimientos, atenciones vacilantes y actitudes indiferentes.
Tranquilo con la certeza de la próxima dicha, poco le importaba que llegase pronto o tarde, y hasta experimentaba cierto placer refinado en no precipitarse, en espiarla, y en decirse que tenía miedo al ver que iba siempre con su hija. Comprendía que entre ambos se verificaba lento trabajo de aproximación, y veía en las miradas de la condesa algo extraño, algo dolorosamente dulce, como llamamientos de un alma que lucha y un corazón que desfallece, y parece decir:
—¡Oblígame!
Poco tiempo después fue ya la condesa sola al estudio, tranquilizada con la reserva de Oliverio, y entonces la trató él como a una amiga, hablándole de sus proyectos y de su arte como lo hubiera hecho a una hermana.
Encantada por aquella confianza, tomó ella gustosa el papel de consejera, halagada porque la distinguiese entre las demás, y creyendo que su talento ganaría en delicadeza con aquella intimidad intelectual. Pero en fuerza de consultarla y mostrarle deferencia, Oliverio la hizo pasar de las funciones de consejera al sacerdocio de inspiradora.
Any halló de su gusto esta extensión de su influjo sobre el grande hombre, y consintió de cierto modo que la amase como artista, puesto que ella inspiraba sus obras. Y una tarde, después de una larga conversación acerca de las mujeres amadas por los pintores ilustres, la condesa se dejó caer en brazos de Oliverio, y allí permaneció esta vez, sin tratar de huir y devolviéndole sus besos. No sintió ya remordimientos, pero sí el vago presentimiento del olvido. Creyó en la fatalidad para acallar el grito de la razón.
Arrastrada hacia él por su corazón, que había permanecido virgen, y por su alma, llena de afectos, dejó dominar su carne por la lenta conquista de las caricias y se fundió en él poco a poco, como todas las mujeres cariñosas que aman por primera vez. El hecho fue en Oliverio como una aguda crisis de amor sensual y poético. Muchas veces creía que en su esperar con los brazos abiertos, había conseguido aprisionar el ideal que espolea constantemente nuestro deseo.
Había concluido el retrato de la condesa, su mejor retrato, ciertamente, puesto que en él había fijado ese algo inexpresable, ese reflejo misterioso, esa fisonomía del espíritu que rara vez descubre el pintor y que pasa impalpable sobre todos los rostros.
Pasaron meses y años sin que apenas aflojasen el lazo que ataba a la condesa y a Oliverio. No sentía éste los ardores primeros, pero sí un afecto sosegado como una amistad llena de amor que había llegado a ser una costumbre en él. Crecía en ella, por el contrario, aquella adhesión apasionada, la adhesión de ciertas mujeres cuando se entregan por entero y para siempre a un hombre. Fieles y rectas en el adulterio como lo hubiesen sido en el matrimonio, hacen fe de un amor único del que nada las separa, sólo desean el amor de un hombre, sólo en él se miran, y en tal medida llenan con él su corazón y su pensamiento, que nada cabe en ella fuera de este defecto. Siguen con él su existencia con la resolución del que sabiendo nadar y queriendo morir, se liga las manos antes de saltar el parapeto de un puente.
A partir del momento en que la condesa se entregó de este modo a Bertin, empezó a sentir dudas sobre la constancia de Oliverio. A ella no lo unía más que su voluntad de hombre, su capricho pasajero por una mujer encontrada por azar, como tantas otras. Se veía libre y fácil para la tentación, porque vivía, como todos los hombres, sin deberes y sin escrúpulos. Era célebre, buena figura, solicitado; tenía al alcance de sus deseos fáciles todas las mujeres del gran mundo, cuyo pudor es tan frágil, y todas las mujeres del teatro y alquiler pródigas de sus favores para con hombres como él. Cualquiera de ellas podía, después de una cena, seguirlo, gustarle y guardarlo para sí.
Vivió con el temor de perderlo, espiando sus actitudes y maneras, alarmándose por una palabra, angustiándose cuando admiraba a otra mujer o cuando alababa el encanto de un rostro o la gracia de un talle. Todo lo que ella ignoraba de su vida la hacía temblar, y lo que sabía la aterraba. Cada vez que se veían, gastaba el ingenio en interrogarlo sin que él lo notase, para que diese su opinión sobre la gente que había visto, las casas en que había comido, o las impresiones que habían pasado por su espíritu; y cuando creía presenciar en él la influencia de alguien, la combatía con prodigiosa astucia e innumerables recursos. No dejaba nunca de sospechar esas intriguillas sin raíz profunda, que de tanto en tanto, ocupan quince días en la vida de todo artista conocido. Entonces sufría y dormía con sueño turbado por el torcedor de la duda. Iba a su casa sin prevenirlo para sorprenderlo, le hacía preguntas que parecían sencillas, y tanteaba en su corazón y su pensamiento, como se ausculta en un organismo para conocer la enfermedad desconocida.
Cuando se veía sola lloraba, segura de que aquella vez se lo arrebataban y le robaban aquel amor a que tan firme se adhería ella, por lo mismo que en él había puesto toda su voluntad y su fuerza afectiva, sus esperanzas y sus sueños todos. De este modo, cada vez que lo veía volver hacia ella después de aquellos rápidos apartamientos, experimentaba el recobrarlo, como cosa perdida y hallaba luego, una felicidad profunda y muda que la hacía entrar en cualquier iglesia al paso para dar gracias al cielo.
Su preocupación de seguir gustándole más que ninguna otra y de guardarle contra las demás, había hecho de su existencia una lucha no interrumpida de coquetería para él sólo con su belleza,