Si el tiempo no existiera. Rebeka Lo

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Si el tiempo no existiera - Rebeka Lo


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pero por alguna incomprensible razón aquel tipo me caía bien, así que aceleré hasta colocarme a su lado.

      Hechas oficialmente las presentaciones, Bernal me condujo hasta una tabernucha atestada de gente. Habíamos llegado a través de una maraña de callejuelas sumamente estrechas y sin pavimentar. No las reconocí, y eso que todos los adolescentes de Gijón habíamos recorrido Cimadevilla a conciencia antes de cumplir los veinte. Claro que no siempre lo habíamos hecho en las mejores condiciones. Solíamos acudir a un bar diminuto y alargado en el que nos apiñábamos como podíamos en torno a una barra igual de diminuta para tomar «golpes de tequila»: tequila servido en vasos de chupito cubiertos con medio limón a los que había que dar un golpe seco contra la barra para luego apurar de un trago el burbujeante contenido. Tras unos cuantos de esos el trazado urbanístico del barrio de pescadores se volvía todavía más intrincado. De cualquier modo, estaba segura de que aquella taberna no había estado nunca dentro de mi ruta nocturna.

      Y daba gracias por ello, apestaba. Sin embargo, los parroquianos allí reunidos no parecían notarlo. Quizás tuvieran la pituitaria atrofiada o simplemente estuvieran acostumbrados. Engrifé la nariz. Dadas las circunstancias no iba a ponerme exquisita y pedir al grandullón que me llevara a otro sitio. Así que racioné el oxígeno que necesitaba consumir al mínimo mientras echaba un vistazo a la selecta congregación.

      Unos reían, otros jugaban a los dados y a las cartas y en general todos hacían bastante ruido. Supongo que por eso me llamaron la atención los cuatro hombres que ocupaban una mesa al fondo, cerca de uno de los dos escuetos ventanucos por los que entraba la escasa luz en ese nublado día.

      Tres tenían un aspecto desaliñado y comentaban algo en voz baja. Por alguna palabra suelta que fui capaz de captar hablaban en inglés. El cuarto no tenía nada que ver con sus compañeros de mesa. Como si se tratara de un extraterrestre que hubiera aterrizado en medio de la turba.

      Al ver entrar a la extraña pareja que Bernal y yo formábamos levantaron la vista unos instantes para volver luego a enfrascarse en su conversación y su bebida.

      Bernal siguió la dirección de mi mirada percatándose del discreto interés que habíamos despertado en la cercana mesa.

      —Piratas. El conde no debería haber metido en esta disputa a esa escoria inglesa. —Chasqueó la lengua en un gesto de clara desaprobación.

      En mi cara se dibujó un gesto de sorpresa. ¿Piratas? ¿Conde? ¿De qué hablaba? Esto superaba incluso a los balleneros. La opción alucinación estaba empezando a ganar puntos por momentos. No había otra explicación posible para que yo estuviera en medio de ese meollo y me comportara con tanta aparente naturalidad. ¿Desde cuándo me paseaba yo con especímenes desconocidos y de tal envergadura física y me codeaba con piratas en tabernas? Es más, ¿desde cuándo iba yo a tabernas de aquel tipo? Estaba confusa, así que preferí centrarme en observar mi entorno para ver si sacaba algo en claro. En concreto me concentré en los supuestos piratas. Estaba dispuesta a concederles el beneficio de la duda respecto a su condición delictiva.

      Desde luego, el más alto de los cuatro no parecía un pirata al uso. O al menos lo que yo esperaba que fuera un pirata. Claro que mi información al respecto procedía de una fuente que no sabía si podía considerarse fiable: el cine. Mi imaginación repasó rápidamente los prototipos de piratas que tenía almacenados. Como mucho era una copia mejorada y actualizada de Burt Lancaster… Tenía que reconocer que muy mejorada.

      Nada de pelo desgreñado, dientes renegridos, loro al hombro o parche en el ojo. Samuel Roland Waters, como más tarde supe que se llamaba, más se asemejaba a un aristócrata que un corsario.

      Tenía el pelo ligeramente rizado, recogido en la nuca con una sencilla cinta de cuero, y era de un rubio oscuro, del color de una buena cerveza. Se apartó un mechón y dejó al descubierto unos ojos de un profundo azul oceánico. Imaginé que no resultaría complicado naufragar en ellos, dejarse engullir por las mareas que su mirada desencadenaba, sin atisbo de miedo ni conciencia alguna de peligro. Esos ojos debían de traspasarte el alma. Deduje que era una cualidad bastante útil poder desarmar a quien tienes frente a ti con tan solo una mirada.

      En el centro de su mejilla izquierda un visible lunar le daba un aspecto pícaro al igual que la media sonrisa que, casi permanentemente, adornaba su rostro. Una barba incipiente cubría una mandíbula decidida y varonil rematada por un gracioso hoyuelo.

      Procuré que Bernal no se percatara de mi interés por Samuel. Sentía muchísima curiosidad, habría que estar muy ciego para no haberlo notado, y Bernal no parecía ser de los que dejaban escapar detalles. Pero no deseaba dar explicaciones. Todo a su debido tiempo.

      Agaché la cabeza para examinar con detenimiento el vino que una camarera regordeta y risueña me había colocado delante asegurándose de que yo viera con claridad sus pechos. Era bastante directa, la verdad, o yo estaba muy anticuada en cuanto a métodos de ligue se trataba.

      Por el olor del brebaje supe que era vino especiado. Algo parecido a un tónico contra el cansancio. En mi ignorancia esperaba que le hubieran añadido canela, una de las pocas especias que yo toleraba. Di un trago corto y prudente. De inmediato un gesto de desagrado se dibujó en mi cara.

      —¡Puaj! ¿Qué demonios lleva esto? —exclamé.

      Bernal se rio, en el poco tiempo que llevaba con él ya me había percatado de que era un hombre de risa fácil.

      —¿No te gusta?

      —¡No! ¡Pica! —añadí con un mohín infantil.

      —Es por el jengibre, Juana es bastante aficionada a añadir una dosis extra. Piensa que así logra enmascarar el sabor de este horrible vino que nos hace tragar —declaró elevando el tono de voz para que la mesonera se diera por aludida.

      —¿No podría tomar un poco de agua? —pregunté inocente de mí.

      Bernal parecía divertido y lanzó otra de sus contagiosas risotadas.

      —¿Agua? ¿Acaso eres una rana?

      Se dirigió a la mesonera con su portentosa voz.

      —¡Juana! Un poco de sidra para mi joven amigo, tu vino le está poniendo colorado como un tomate maduro.

      Se oyeron risas al fondo. Verdaderamente el picante estaba surtiendo efecto y tenía la cara ardiendo.

      Juana, una mujerona entrada en carnes, se limpió las manos en un delantal con pinta de no haber visto el jabón desde hacía una buena temporada y me puso delante un vaso con otro líquido de dudosa procedencia. Lo miré con desagrado, pero me decidí a probarlo, no sin antes encomendarme a san Jorge, por si las moscas. Resultó ser una sidra fuerte y algo amarga, con un ligero tasto a la madera del barril en la que había madurado. Nada que una digna hija de Asturias no pudiera soportar e incluso… disfrutar. Sobre la higiene del vaso preferí ni manifestarme. Toda la taberna tenía el tufo característico de grasa requemada mezclado con demasiada gente, por no hablar del pegajoso suelo.

      —¿Mejor? —preguntó Bernal, que había llenado de nuevo su vaso con el brebaje de vino.

      Asentí sonriente. Él se inclinó sobre la mesa secándose la boca con la manga de la camisa.

      —Bien, pues entonces ya es hora de que me expliques qué hacías en la plaza lívido como si acabaras de ver a un espectro.

      Me removí en la silla y desvié la mirada hacia mi derecha de manera inconsciente. El grupo de piratas estaba ahora dando buena cuenta de unos platos de carne con un pan rústico que empezaba a estimular mi estómago. Samuel sujetaba una jarra de cerveza con unas manos fuertes de largos dedos. De pronto, ladeó la cabeza para mirarnos como si se hubiera sentido observado. Al encontrarme con sus ojos un escalofrío me sacudió como un rayo toda la espina dorsal.

      Vestía una camisa negra y holgada, sin cuellos, que dejaba a la vista sus clavículas. Sobre ella un chaleco con remaches metálicos. Un fajín de cuero ceñía a su cintura unos pantalones bombachos metidos dentro de unas botas de cuero reluciente también negras. En el dedo meñique de la mano izquierda resplandecía un sencillo anillo de plata formado


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