Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman


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casa, a la escuela de vuestras almas, a la Madre de los santos».

      7. A la hora de plantear su fundamentación de la fe católica y de la Iglesia, Newman estimó siempre más fácil construir lo que denomina argumento negativo, es decir, una línea argumental que apunta sobre todo a la remoción de objeciones, y que pretende en último término mostrar que la aceptación del catolicismo no constituye una extravagancia. Le parecía en cambio más arduo proporcionar pruebas o medios positivos de convicción. Pero abordó ambos caminos para sugerir la credibilidad de la fe.

      El primer argumento intenta llevar al espíritu del oyente la siguiente consideración: «Puesto que debe haber una religión verdadera, esta no puede ser otra que la católica» (cfr. Letters, XIII, 319: A. J. M. Capes, 2-XII-1849).

      Así se dirige a los que iban a oír y leer los presentes Discursos: «No pedimos que aceptéis sin más nuestras palabras. Os invitamos, simplemente, a considerar, primero, que tenéis almas que salvar, y, en segundo término, a juzgar por vosotros mismos si, de haber revelado Dios una religión para redimiros, esa religión puede ser otra que la fe que os predicamos».

      El razonamiento discurrirá con el apoyo de consideraciones y datos de tipo muy diverso, interpelando al intelecto y estimulando la imaginación. Se tratará a veces de que la mirada advierta hechos ineludibles y el sentido interior los interprete y valore correctamente.

      En otras ocasiones se sugerirá que la explicación más correcta de un fenómeno que parece complejo es la más sencilla de las disponibles. Esta es precisamente la manera de responder al esquema racionalista del historiador Edward Gibbon, que atribuía la expansión del cristianismo a una combinación favorable de causas naturales como el celo y virtudes de los cristianos, la doctrina sobre el destino futuro del hombre, la predicación de los milagros y la eficaz organización eclesiástica.

      «Es muy notable —escribe Newman en la Grammar of Assent, al término de una larga exposición para razonar su punto de vista— que no se le ocurriera a un hombre de la sagacidad de Gibbon investigar la explicación que los mismos cristianos dieron a la cuestión. ¿No le habría sido más provechoso dejar a un lado las conjeturas y haberse dedicado a consultar los hechos? ¿Por qué no ensayó la hipótesis de la fe, la esperanza y la caridad? ¿No había oído hablar nunca del amor de Dios y de la fe en Jesucristo? ¿No recordaba las muchas palabras de los apóstoles, los obispos, los mártires, los apologistas, formando todos un solo testimonio?» (El asentimiento religioso, Herder, p. 398). A menos que se acepte la explicación más fácil y más obvia difícilmente podrá encontrarse otra que no sea extravagante.

      Este patrón de razonamiento se aplica a veces a un nivel más personal, como en el comentario que hace Newman a Io VI, 67: «Nuestro Señor dijo afectuosamente a los doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”. A lo que Pedro enseguida contestó que no. Pero observad la razón que ofrece: “Señor, ¿a quién iremos?”. No alegó los motivos evidentes derivados de la misión de Jesús, a pesar de conocerlos bien..., sino el hecho de que si no confiaban en Cristo, no les quedaba ya en el mundo nada en lo que pudieran confiar; y esta era una conclusión inaceptable para su razón y para su corazón» (Tracto 85; Discussions and Arguments, 249-250).

      La convergencia de indicios permite súbitamente reconocer la conclusión en su carácter verdadero, y en nuestro caso, los signos o criterios de la Revelación, internos y externos, vienen como a cristalizar en torno al centro, que se hace visible en la luz de la fe. Logrado el resultado de creer, la convicción de la fe es ya independiente de las razones que la han provocado.

      Junto a estos modos básicos de argumentar la credibilidad de la fe, Newman recorre a veces otros caminos convergentes. Los presentes Discursos insisten en la consideración de que las objeciones que impiden creer en el catolicismo no son más fuertes que las que podrían alzarse contra la creencia en Dios.

      Es fácil comprobar en último término que, por encima de los resultados definitivos y provisionales de una exposición como la de Newman, se contiene tanta fuerza en las ardientes palabras sembradas por el autor en sus afirmaciones como en el más penetrante de sus mejores argumentos.

      9. Pero lo decisivo de estos Discursos no es quizás su vigor polémico, con ser tanto. Cuenta todavía más lo específicamente religioso, la declaración de verdad que contienen, que da sentido a todo lo demás, y lo rescata, si es el caso, de limitaciones coyunturales.

      El libro todo es una convencida invitación a la vida cristiana. Se procura que el lector adquiera un sentido para lo importante. En el marco de la fe en Dios, que bien entendida y meditada señala el camino hacia la Iglesia católica a lo largo de un proceso de conversión interior, importa sumamente a Newman destacar los recursos definitivos con que se equipa al viador cristiano para conseguir su fin. Estos recursos son la Eucaristía y la Virgen.

      «Es orgullo de la religión católica —leemos al final de los Discursos— poseer el don de mantener puro el corazón joven; y esto es porque nos entrega a Cristo como alimento y a María como Madre solícita. Cumplid ese orgullo en vosotros».

      En los Discursos impera consiguientemente una referencia constante al lugar central y poder transformante de la Sagrada Eucaristía. Solo la Sangre de Cristo lava los pecados en la penitencia. Paralela a esta es la afirmación de que solo la Eucaristía puede cambiar terminativamente al hombre en hijo de Dios.

      «La admirable presencia que habita nuestros altares» manifiesta bien a las claras que cuando los hombres se le alejan, el Señor, en un acto de inefable condescendencia, los llama, «conquistándonos a su Voluntad, salvándonos a pesar de nosotros, y sin embargo, a través


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