Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
Читать онлайн книгу.href="#ulink_037705d5-c516-5055-a8f9-61635b9bf87d">13 En Difficulties of the Anglicans, I, pp. 71 s., rebate a los anglicanos que argumentan en favor del anglicanismo a partir de la paz interior y experiencias devotas que aseguran encontrar en su confesión.
14 Cfr. Letters, XII, 289 (A Catherine Ward: 12-X-1848).
15 «Si un hombre religioso se ha educado en una forma de paganismo o de herejía y está sinceramente vinculado a ella, y es llevado luego a la luz de la verdad, será atraído del error a la verdad no tanto mediante la pérdida de lo que tiene como por la ganancia de lo que no tiene. La verdadera conversión es siempre de naturaleza positiva, no negativa». Cfr. Discussions and Arguments, 1872, 200.
16 «Si se presentara la alternativa, yo preferiría mantener que hemos de comenzar creyendo todo lo que se nos ofrece para ser aceptado, más bien que decir que tenemos el deber de dudar de todo. Este parece realmente el verdadero camino de la sabiduría» (Asentimiento religioso, 332).
17 Cfr. Letters, XIII, 319.
18 Cfr. Letters, XXX, 415.
19 Cfr. Letters, XI, 159.
20 Con motivo de la traducción de los Discourses al francés, Newman expresa su temor de que la cuestión no pudiera plantearse así en Francia, donde solo abundan incrédulos o buenos católicos, y que al insistir en las dificultades para probar la existencia de Dios, se llevara a muchos a negar la Divinidad. Cfr. Letters, XIII, 364-65 (A Jules Gondon: 5-1-1850).
DEDICATORIA
Al Muy Reverendo Nicolás Wiseman, Doctor en Teología, Obispo de Melipotamus y Vicario Apostólico del Distrito de Londres.
MI QUERIDO SEÑOR:
Presento a la amable aceptación y al patronazgo de vuestra Señoría la primera obra que publico como padre del Oratorio de San Felipe Neri. Tengo una suerte de pretensión a solicitar este permiso para hacerlo, como prenda de mi gratitud y afecto hacia vuestra Señoría, a quien debo principalmente el hecho de ser, bajo Dios, hijo espiritual de tan gran santo.
Al hacerme católico me encontré en el distrito de vuestra Señoría, y por su sugerencia me trasladé primero a vuestra inmediata vecindad y más tarde os dejé para marchar a Roma. Allí tuve ocasión de ofreceros mi persona, con la benévola aprobación del Santo Padre, para el servicio de san Felipe, de quien os había oído hablar frecuentemente antes de abandonar Inglaterra, y cuyo carácter risueño y atractivo había ganado mi devoción incluso cuando yo era todavía protestante.
Podéis advertir, por tanto, mi querido Señor, lo mucho que tenéis que ver con mi actual situación en la Iglesia. Pero vuestra relación conmigo es mayor aún de lo que he expresado. No puedo olvidar que, cuando en 1839, cruzó mi mente por primera vez la duda sobre la sostenibilidad de la doctrina teológica que sustenta el anglicanismo, esta duda procedía en no escasa medida de la lectura de un trabajo sobre los donatistas, atribuido a vuestra Señoría.
Que la gloriosa intercesión de san Felipe sea la recompensa de vuestra fiel devoción hacia él y de vuestra amabilidad conmigo es, mi querido Señor —mientras pido vuestra bendición sobre mí y los míos—, la intensa oración de vuestro amigo y siervo.
John HENRY NEWMAN
del Oratorio
En la fiesta de san Carlos (1849)
DISCURSO PRIMERO
LA SALVACIÓN DEL OYENTE, INTENCIÓN DEL PREDICADOR
UNA TAREA EVANGÉLICA
Cuando un grupo de hombres llega a un barrio desconocido[1], como hacemos ahora nosotros, que somos extraños ante extraños, y se establece, y levanta un altar, y abre una escuela, e invita a todos a acercarse, es lógico que quienes observan se hagan esta pregunta: ¿qué motivo les trae?, ¿quién les ha hecho venir?, ¿qué quieren?, ¿qué predican?, ¿qué garantías ofrecen?, ¿qué prometen? Tenéis derecho, hermanos míos, a formular estos interrogantes.
Muchos, sin embargo, no se detendrán en la pregunta, y pensarán que pueden contestarla por sí mismos sin dificultad. Hay algunos que la responderán pronta y convencidamente, según su visión habitual de las cosas y sus propios principios, que podríamos denominar mundanos o terrenos. Pues las ideas, los criterios, los fines del mundo[2] son muy específicos, se ven reconocidos en todo lugar, y la gente actúa continuamente en base a ellos. Suministran una explicación sobre la conducta de los demás, sean quienes fueren, siempre a punto, tan segura de su verdad en los casos corrientes como estimada verosímil en cualquier instancia singular. Cuando hemos de explicar efectos que observamos, los referimos, como es lógico, a causas conocidas.
Imaginar causas de las que nada sabemos no aporta explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás, natural y necesariamente, según la idea que tiene de sí mismo. Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las acciones de los demás —aunque sean muy diferentes a las suyas— a alguna de las razones que son determinantes para ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros.
Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país[3]. Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine.
LA MIOPÍA MUNDANA
Este es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan externamente como todos, aunque lo hagan en diferente dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un instante, los temporales motivos que influencian a los demás. Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces solo como quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en la conducta de los criticados que no es compatible con el presupuesto sobre el que, en primera instancia y sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria. Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como habitual principio de comportamiento. Pero advierte después que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de aquellos. Queridos hermanos, el mundo