Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga

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Mientras el cielo esté vacío - Marta Cecilia Vélez Saldarriaga


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en las que ella ya es otra, separada de los recuerdos, retratos apenas de un mundo que se hundió cuando sintió las ráfagas de metralleta, los gritos de alarma y el apretón de una mano que la haló fuerte, y le dio la orden drástica de correr hacia el monte.

      A lo lejos se divisaba un caserío que plateaba en los techos de zinc. La mujer pensó en los miedos que la asaltaban desde niña. Un recuerdo persistente se apoderaba de ella ya caída la noche y la sumía en el terror, era una imagen en la que lloraba ante una puerta cerrada en medio de la oscuridad. Solo cuando el sueño la vencía, el recuerdo se borraba de su mente hasta que retornaba de nuevo con las sombras. Y cada noche desde aquella noche, en cada una de las noches de todos los días, surgía este recuerdo para sumirla en la desazón. Su corazón palpitaba ahora como entonces y como palpitaría siempre frente a un casi sabido porvenir. Y frente al sol en llamas y al espejear del caserío lejano, vio el desierto.

      Si la búsqueda de sus hijos que la acompañaba desde hacía tiempo, pensaba, no la mantuviera alerta y no dilatara ahora su cuerpo respondiendo a la urgencia de salvar una vida, se hubiera dejado morir así como la niña se iba entre su pecho.

      De nuevo se sobresaltaron por las voces de unos campesinos que bajaban en burro por la trocha. Entre balbuceos, la niña le pidió que huyeran, pero ella le hizo gestos para que se calmara. Transcurrieron apenas unos minutos cuando las ráfagas de las ametralladoras de unos hombres armados, vestidos de camuflado, retumbaron, sacaron a la naturaleza del sopor y a ellas las hundieron en el terror de la muerte. La niña temblaba, pero la fuerza de la mujer al apretarla contra su cuerpo, la contuvo e impidió que gritara. Entonces, aquella boca rígida, paralizada y seca se abrió en una mueca de espanto y se oyeron unos gritos rasgados y aullantes, cacofonías aterradas que venían de la carretera.

      Mil muertos se abrieron paso detrás de los párpados; aquello que no querían ver, ya había sido visto, ya vivido. Dos niños gritaban y lloraban y dos mujeres arrodilladas; una bajaba la cabeza sobre los cuerpos asesinados, otra suplicaba a los asesinos que se reían a carcajadas, “pídanselo a la guerrilla” gritó uno, mientras, sin vacilar un instante y con el furor ebrio del odio que la sangre le producía, la atacó, otro de los hombres cogió a los niños y les torció el cuello mientras la otra mujer se abalanzaba como un animal herido, y ellos, una y otra vez, clavaban las armas en su cuerpo. Allí se había detenido el tiempo.

      Aquella visión había arrancado todo ímpetu y había horadado sus exiguas fuerzas; no sabía qué hacer, no se atrevía a salir de los matorrales. En pocas horas caería la tarde y la mujer sabía que no podían pasar allí la noche. ¿Hacia dónde caminar? Ella había huido sin dirección, apartándose siempre de los caminos; lo había hecho durante varios días deteniéndose pocas horas para descansar, en una duermevela sobresaltada e inquieta. Entonces tomó el rostro de la niña que permanecía silenciosa sobre su pecho y le preguntó si sabía dónde estaban; con sus ojos negros fijos, la niña movió la cabeza negativamente. Aquella mirada hundida en el desamparo, ausente y lejana como si nadie habitara en ella, la desgarró; ella conocía esos ojos vacíos, atrapados en la distancia. Muchas veces los había visto frente al espejo.

      ¿Contra qué imágenes se abisma su mirada, se preguntaba, sobre qué fondo permanece estática y muda? ¿Acaso la ha alcanzado ya el odio? ¿Gritará en sueños en un cuarto oscuro y ante una puerta cerrada, sin saber lo que ocurre? Aquellos ojos la impresionaron, pues ella conocía las consecuencias del terror en el alma, de la vida humana extenuada, los estragos del odio y la extraña lejanía a la que conducían: su apariencia era el retraimiento, el silencio, la acritud, y su visibilidad era la más terrible desconfianza. La soledad camina al lado como la sombra. Entonces se incorporó y comenzó a caminar. Tampoco conocía esa región, había llegado hacía apenas algunas semanas, porque le habían hablado sobre la existencia de unas fosas comunes, pero aún no era capaz de ubicarse.

      Lenta y temerosa, la niña la seguía y, para animarla, la mujer le dijo que buscarían un lugar donde estuvieran más seguras, allí comerían y dormirían. Se internaron más en el monte. El sol manchaba de ocres el horizonte y el fogaje golpeaba sobre sus rostros y traía ondas intermitentes de la música que derrotaba sus almas y denunciaba la presencia de aquellos hombres en los pueblos. “Continúa la matanza –pensó la mujer–, tengo que encontrar un refugio antes de que caiga la noche y nos topemos con esas bestias”.

      Llegaron a un alto donde la vegetación era más tupida; no había sembrados ni animales en los alrededores cercanos. El cansancio las obligó a dejarse caer sobre la tierra. La mujer vació su mochila, sacó dos bollos de yuca, una botella de agua, un pañuelo, unos pedazos de panela y una monedera y los extendió en el suelo.

      —Desde hace años llevo cosas como estas en la bolsa, para salvar la vida, sobre todo si hay que huir.

      La niña no hizo ningún comentario, solo comía. La mujer dirigió su mirada al horizonte y recibió agradecida la brisa. No sabía cómo salir de allí y esquivar los lugares por donde esos hombres patrullaban. Además, la apremiaba saber que pronto se terminarían el agua y la comida. Unas lágrimas rodaron por los surcos prematuramente marcados en su rostro, pues aunque tenía un poco más de cuarenta años, revelaba muchos más. A lo lejos se divisaban unas aves volando en medio de las corrientes de aire.

      La mujer se acercó a la niña que dormía acurrucada sobre el suelo árido, la inclinó suavemente, le puso la cabeza sobre sus piernas, tenía unas cejas gruesas y tupidas, unas pestañas largas que pronunciaban aún más sus ojos; los labios, ahora abiertos, eran gruesos y generosos y la nariz un poco achatada. Recorrió esas cejas con la yema de los dedos y luego las introdujo entre el grueso cabello. Lloraba al hacer estos gestos. Con la mirada en el horizonte, esperó a que el sol se ahondara definitivamente; temía dormirse.

      A su mente regresaba el espanto vivido en la tarde y por momentos se le confundía con los recuerdos de los horrores padecidos durante su vida. Sobre esas imágenes se superponían las de sus padres, las de sus tíos que tenían las mismas historias de aquellos asesinados en el camino. Vio a conocidos y desconocidos, gente del común, todos terminaban sobre charcos de sangre. Los veía a todos, menos a sus hijos, ellos no se calcaban sobre los cuerpos vencidos. Nunca los había visto en otros recuerdos. Sus hijos no se presentaban de esa manera en su mente y esto lo consideraba un buen augurio, y aunque desde hacía dos años no sabía nada de ellos y todas las evidencias apuntaban hacia su asesinato, ella los seguiría buscando hasta que los huesos en sus manos confirmaran su muerte. Ahora, frente al atardecer, pensaba también en los habitantes de aquellos pueblos, sobre todo los del Carmen de Bolívar, de donde había logrado huir.

      Esa noche no había dormido por el intenso calor, y abrió la ventana para refrescarse un poco; eran las once de la noche del viernes y los inquilinos y la dueña de la pensión habían salido a la plaza a divertirse. Se encontraba sola. ¿Los vio llegar? O quizá simplemente los olió y los sintió. Cuando se han vivido varios ataques, el cuerpo despierta unas alertas y aprende a sentir sin ver y sin escuchar el desplazamiento silencioso de la bestia. Desde la pensión donde entonces se encontraba, había visto a los paramilitares llegar silenciosos y ladinos por todos los costados del pueblo. Los había sentido, su cuerpo se alarmó; acostumbró sus ojos a las formas oscuras y pudo adivinar cómo se movían y se acercaban. En la plaza del pueblo se escuchaba música y las conversaciones alegres de la gente, sin embargo, en las afueras había una quietud de parálisis y una calma amenazante. Su corazón comenzó a palpitar con prisa; las luces de la pensión estaban apagadas; cerró la ventana, recogió los bollos que había comprado en la tarde y la botella de agua. En la mochila había panela envuelta en hoja de plátano. Se puso los zapatos y ató el pañuelo en su cabeza. Era todo cuanto tenía, ¡ah! y unos billetes enrollados en un monedero. Se puso la mochila en bandolera y volvió a asomarse discretamente por la ventana. Los primeros hombres estaban entrando al pueblo por el cementerio. Sintió terror, pero sabía que el miedo era ya una derrota que haría a aquellos hombres más poderosos y a ella una presa fácil. Decidió entonces, como otras veces, que era preferible morir huyendo, buscando una salida, que dejarse torturar, asesinar, o… No continuó, evocar aquello sería otra derrota. Observó a los hombres silenciosos que entraban ya en la calle. Sabía que siempre ingresaban por los costados, acordonando los pueblos con un cerco mortal y cerrándolo luego; asesinaban a quienes encontraran


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