E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery


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vez en el interior, dejó a Heidi en el suelo y encendió la luz.

      Heidi le miró asombrada.

      –¡Me has traído en brazos!

      Rafe asintió.

      –¡Qué romántico! –Heidi sonrió–. Ahora puedes besarme.

      Heidi cerró los ojos y apretó los labios.

      Lo más inteligente habría sido marcharse, pensó Rafe. Heidi estaba borracha y él estaba intentando superar aquella situación sin meter excesivamente la pata.

      Pero había algo especial en Heidi. Algo que le tentaba más allá de lo razonable. Heidi no era el tipo de mujer que le gustaba, pero eso no la hacía menos... atractiva. De hecho, le atraía todo en ella. Era espontánea y divertida. Trabajadora y leal con aquellos que le importaban. Y en aquel momento, incluso estando borracha, le resultaba endiabladamente sexy.

      Se inclinó y le rozó ligeramente los labios. El calor y el deseo fueron instantáneos. Heidi volvió a mecerse y Rafe posó las manos en sus hombros para mantenerla firme.

      En el instante en el que la tocó, comprendió que estaba perdido. Que con el deseo no se podía razonar, y él la deseaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, aprovecharse de una mujer borracha no era su estilo. Además, tenía suficiente ego como para querer que Heidi supiera lo que estaba haciendo si alguna vez se acostaba con él. Retrocedió.

      Heidi abría los ojos de par en par. Parecía que le costaba enfocar la mirada. Se tambaleó.

      –Ha sido muy agradable, pero me estoy durmiendo.

      A pesar del doloroso latido en su entrepierna, Rafe sonrió.

      –No es que te estés durmiendo, estás a punto de desmayarte.

      Heidi hizo un gesto de desdén con la mano.

      –Tonterías –y caminó hacia la cama.

      Rafe la ayudó a sentarse y le quitó los zapatos. Pero, por supuesto, no iba a desnudarla, pensó.

      Heidi se tumbó en la cama. Rafe la tapó con el edredón y le dio un beso en la frente.

      –Mañana te va a doler todo –musitó.

      –No. Me tomaré la fórmula secreta de Glen y estaré bien.

      –¿Quieres que te la prepare?

      Heidi cerró los ojos y tomó aire.

      –Buenas noches, Rafe –susurró, como si estuviera ya completamente dormida.

      Rafe interpretó aquella respuesta como un no.

      Salió, pero dejó la puerta abierta. Después de ir al baño, dejó la luz encendida para que a Heidi le resultara más fácil encontrarlo cuando se levantara y se dirigió a su dormitorio. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando oyó un ruido extraño. ¿Habría empezado Heidi a vomitar?

      Salió al pasillo y escuchó con atención. Volvió a oír aquel sonido. Comprendió entonces que procedía del piso de abajo. No era un sonido de angustia, era como...

      ¿Su madre?

      Estremecido, corrió de nuevo al dormitorio. En cuanto cerró la puerta tras él, agarró el iPod, se puso los auriculares y subió el volumen. Fool’s Gold continuaba siendo, como siempre, su particular visión del infierno. Un lugar en el que su madre intimaba con el hombre que la había robado y en el que él no podía tener a la única mujer que realmente deseaba.

      Rafe se quedó dormido alrededor de la media noche, pero cerca de una hora después, le despertó un sonido de pasos en el pasillo. Alguien había dado un portazo en el baño. Pero dio media vuelta en la cama y volvió a dormirse. El despertador del teléfono le despertó justo antes del amanecer.

      Se vistió rápidamente, agarró las botas, salió al pasillo y llamó a la puerta del dormitorio de Heidi.

      –Fuera.

      La voz sonaba débil y cargada de dolor.

      Rafe abrió la puerta y vio un bulto acurrucado en la cama.

      –Yo me ocuparé de las cabras esta mañana.

      –No sabes ordeñarlas.

      –Aprenderé.

      –Tienes que esterilizarlo todo.

      –Te he visto hacerlo.

      Heidi giró en la cama, mostrando un ojo hinchado e inyectado en sangre. La carne que lo rodeaba era una incómoda combinación de verde y gris.

      –¿A qué hora has dejado de vomitar? –le preguntó Rafe.

      –No sé si he dejado de vomitar todavía.

      –Yo me ocuparé de las cabras –repitió Rafe.

      –Gracias –Heidi se tumbó de nuevo en la cama y gimió–. ¡Hoy viene Lars!

      –¿Quién es Lars?

      –El hombre que les corta las pezuñas.

      –Yo le atenderé. Le supervisaré mientras hace su trabajo. Me gusta observar a los demás mientras trabajan.

      –Gracias. Creo estoy a punto de morir.

      –Lo siento, pero no tendrás tanta suerte. Seguro que desearás estar muerta, pero lo superarás.

      –No estés tan seguro.

      Rafe se preguntaba cuánto recordaría Heidi de la noche anterior e imaginó que, en el caso de que se acordara de que le había suplicado que la besara, fingiría no hacerlo.

      –Intenta dormir algo –le aconsejó Rafe–. Yo ordeñaré las cabras y me ocuparé de Lars.

      Salió del dormitorio y bajó las escaleras. Al pasar por la cocina, oyó risas procedentes del dormitorio de Glen, pero bajó la cabeza y aceleró el paso. Por supuesto, no iba a mantener ninguna clase de conversación con su madre. Por lo menos, no antes de haber tomado el café.

      Se dirigió hacia el establo de las cabras y encontró a los animales esperando el ordeño de la mañana. Atenea inclinó las orejas en cuanto le vio, como si ya estuviera anticipando el cambio. Entrecerró los ojos y retrocedió un paso.

      –No pasa nada –intentó tranquilizarla Rafe.

      Pero la cabra no parecía muy convencida.

      Rafe se lavó las manos y buscó el instrumental que necesitaba. En cuanto estuvo todo listo, caminó hacia Atenea. La cabra le fulminó con la mirada y se apartó. Era evidente que estaba debatiéndose entre las ganas de ser ordeñada y el hecho de que él no fuera Heidi.

      Las otras cabras observaban. Si con Atenea iba todo bien, las demás la seguirían. Si no... Rafe decidió no pensar en ello.

      La puerta se abrió y entraron tres gatos que corrieron hacia él maullando de anticipación. El gato gris se restregó contra sus tobillos, dejándole un rastro de pelo en los vaqueros.

      –Muy bonito –le dijo Rafe.

      El gato parpadeó y ronroneó satisfecho.

      Era un sonido grave, pero relajante. Atenea volvió a mover las orejas y se dirigió entonces a su lugar, al lado del taburete.

      –¡Dios bendiga al gato! –musitó Rafe, y se puso los guantes.

      Se sentó en el taburete, limpió las ubres de Atenea con desinfectante y comenzó a trabajar.

      Cinco minutos después, ya estaba dispuesto a admitir que ordeñar era más difícil de lo que parecía cuando lo hacía Heidi. Atenea continuaba mirándole como si se estuviera preguntando por qué tendría que vérselas con un humano tan inepto, pero consiguió terminar con ella. La siguiente cabra se colocó en el lugar de Atenea y así continuó hasta que pasaron todas por sus manos.

      Cuando acabó, les dio a los gatos su parte de leche y


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