Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane


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en Judd. Tenía los ojos cerrados y le costaba respirar. Ella no era médico. Y tampoco tenía experiencia en heridas graves.

      Pero tenía que hacerlo. Si el doctor estaba ocupado con algún paciente, o atendiendo a alguna mujer de parto, tardaría horas en llegar. Buscaría a Gretel: sí, eso sí que sería inteligente. Había cuidado de Edna durante años. Seguro que tendría alguna experiencia como enfermera.

      Corrió a la cocina: no había nadie. El delantal de Gretel estaba colgado de su percha de costumbre. No estaba su gran bolso de rafia: sólo entonces recordó que era el día en que solía bajar al pueblo. Tenía una amiga allí, otra alemana. Quint le había comentado que solían pasar la tarde bordando y jugando a las cartas. Si Gretel había ido a visitarla, seguro que volvería tarde.

      Volvió con Judd y se inclinó sobre él. Tenía la cara magullada y el pelo lleno de sangre y de barro. En ese momento sólo la tenía a ella. Su ayuda tal vez no fuera de mucho valor, pero al menos podría limpiarlo y conseguir que estuviera más cómodo hasta que llegara el médico.

      —Judd, ¿puedes oírme? —le acarició una mejilla.

      Haciendo un gran esfuerzo, abrió los ojos.

      —Así que… ¿soy el plato principal?

      Por un instante, Hannah pensó que debía de estar delirando. Hasta que se dio cuenta de que era una broma por el hecho de estar acostado en la mesa.

      —Les dije a los hombres que te pusieran aquí para que el médico pudiera examinarte mejor. Pero hasta que llegue, tendrás que soportarme a mí… Dime dónde te duele.

      —Por todo el cuerpo —murmuró—. Pero que no se te ocurra prepararme el funeral. No pienso convertirte en la viuda más bonita de Dutchman’s Creek.

      Hannah desvió la vista, ruborizada. El Judd que conocía nunca le habría dirigido un cumplido semejante. Evidentemente no estaba bien de la cabeza.

      —¿Puedes mover los brazos y las piernas?

      Judd hizo una mueca. Movió primero un pie, después del otro. Flexionó las rodillas y luego los brazos antes de volver a relajarse, con un gruñido de dolor.

      —¿Satisfecha?

      —Tu capataz piensa que debes de tener algunas costillas rotas.

      —Podría ser. Me duele al respirar.

      —Entonces será mejor que no vuelvas a moverte. Mientras llega el médico, intentaré limpiarte un poco las heridas. ¿Dónde está el whisky?

      —En el aparador, abajo a la izquierda —masculló ente dientes—. Espero que no estés pensando en darme un baño con él…

      —Quédate quieto y descansa —Hannah encontró el whisky y se apresuró a volver con él—. ¿Te dolerá si te levanto un poco la cabeza?

      —Hazlo —apretó los dientes.

      Hannah deslizó una mano bajo su nuca y le levantó cuidadosamente la cabeza. Su pelo olía a sangre y a barro.

      —Despacio —le acercó la botella a los labios—. Podrías atragantarte.

      —¿Le está diciendo a un soldado cómo tiene que beber, señora Seavers?

      Esperó a que el alcohol hiciera su efecto, embotándole los sentidos y aliviando el dolor. Cuando lo sintió relajarse, le retiró la botella. Se había bebido una buena parte.

      ¿Por dónde empezar? Necesitaba limpiarle las heridas, pero también examinar su gravedad. Y para hacer un buen trabajo, necesitaría quitarle la ropa.

      —Judd, ¿me oyes?

      Murmuró algo ininteligible.

      —Voy a intentar quitarte las botas. Si te duele mucho algo, como un hueso roto, avísame.

      —Tranquila, que lo haré —arrastraba las palabras. Hannah temió que le hubiera dado demasiado whisky.

      —Allá voy —agarró una bota por el tacón y la puntera y empezó a tirar. Lo vio hacer un gesto de dolor, sin dejar de apretar los labios. Lo consiguió. La otra bota fue todavía más fácil.

      Y ahora las heridas: para poder limpiárselas, antes tenía que quitarle la ropa. Pero la única manera que tenía de hacerlo sin provocarle más dolor era cortándosela.

      Edna guardaba unas tijeras en su neceser de costura. Corrió al salón a buscarlas: eran tan afiladas como la lengua de su dueña.

      Judd abrió los ojos en el instante en que Hannah se inclinaba sobre él.

      —¿Qué vas a hacer?

      —Quitarte esta camisa tan sucia. No te muevas. Te la abriré, y luego tendré que cortarte las mangas —le temblaban las manos cuando empezó a desabrocharle los botones, descubriendo su camiseta interior. Aquí y allá la sangre le había pegado la tela a la piel.

      Después de desabrocharle el cinturón, procedió a sacarle los faldones de la camisa. Su piel tenía un leve color dorado, con una capa de fino vello rubio. Tenía las costillas salpicadas de moratones. La cuerda que se había enredado a la cintura le había dejado una gruesa marca rojiza.

      —Deduzco por tu cara que no es un bonito espectáculo.

      —Estás vivo, ¿no? Eso es lo único importante. Quédate quieto —empezó a cortar la camiseta alrededor de un pedazo de tela empapada en sangre, pegada a la piel. Con el dorso de la mano le rozó un duro pezón: el contacto le provocó una punzada de excitación. Se recordó que aquel hombre era su marido: el trabajo de cuidarlo y curarlo era responsabilidad suya.

      Procedió luego a cortarle las mangas de la camisa. Tenía la piel plagada de golpes y arañazos. Cuando terminara de limpiarlo, tendría que desinfectar las heridas y frenar la hemorragia… ¿Dónde estaba el maldito médico? ¿Por qué no llegaba de una vez?

      Judd tenía los ojos cerrados, pero parecía muy consciente de su contacto.

      —Voy a buscar jabón y agua caliente para lavarte —le informó—. ¿Tiene tu madre algo para desinfectar las heridas?

      —Pídele a Al Macklin un poco de desinfectante del que usamos para los cortes con alambre de espino. Eso servirá.

      —¿Pero eso no es para el ganado y los caballos?

      —Sí. Y es diez veces mejor que el que usa Gretel en la casa. Vamos. Pídele unas vendas también.

      Hannah corrió en busca del capataz. Estaba esperando en la puerta y se apresuró a facilitarle todo lo que le pidió. Hannah reprimió el impulso de pedirle que entrara con ella y la ayudara.

      En la cocina, llenó una palangana con agua caliente de la tetera y localizó algunos trapos limpios. Sabía que Judd se había golpeado en la cabeza: ¿y si tenía alguna herida allí? No lo sabría con seguridad hasta que no terminara de limpiarlo. Después de recoger un pedazo de jabón y un cuenco para verter el agua, regresó con Judd.

      Volvió a abrir los ojos cuando Hannah se inclinaba hacia él.

      —No firmaste ningún papel que te obligara a esto cuando te casaste conmigo. Déjame, anda. Aguantaré bien hasta que llegue el médico.

      —No soy ninguna niña. Puedo hacer esto perfectamente —dobló uno de los trapos y se lo deslizó debajo de la cabeza. Luego se la humedeció con agua caliente y empezó a lavarle cuidadosamente el pelo.

      Un gemido escapó de los labios de Judd mientras el agua caliente corría por su cuero cabelludo. Su espeso pelo le había protegido de los cortes y arañazos, pero no del golpe que tenía justo debajo de la coronilla. El capataz le había dicho que Judd había quedado inconsciente. Aparte de todo lo demás, quizá tuviera una contusión grave.

      —¿Eres un ángel del cielo o sólo una santa? —murmuró.

      —Si lo fuera, no estaría ahora mismo en esta situación, ¿no te parece? —le secó el pelo y cambió el agua del


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