Novia prestada - En la batalla y en el amor. Elizabeth Lane

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Novia prestada - En la batalla y en el amor - Elizabeth Lane


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unos segundos hasta que logró encontrar la voz:

      —¿Qué estás haciendo aquí?

      —Intentando comportarme, y tú no me estás ayudando en nada —replicó con tono irónico—. Te advierto que no fue idea mía que me trajeran aquí. Los hombres que me subieron dieron por hecho que ésta seguía siendo mi habitación. Y evidentemente también el doctor.

      —¿No se lo dijiste?

      —¿Decirles que no me acuesto con mi mujer? Eso habría sido dar pasto a rumores, ¿no te parece? —suspiró—. Siéntate aquí, Hannah, para que pueda ayudarte con esos botones. Créeme que conmigo no corres ningún peligro.

      Hannah vaciló, pero solamente por una fracción de segundo. Necesitaba ayuda, y Judd tenía razón: en su compañía no corría peligro alguno. Pero entonces… ¿por qué le palpitaba tanto el corazón mientras se acercaba a la cama?

      Se sentó en la cama, de espaldas a él. Enseguida sintió el áspero roce de sus dedos en la piel.

      —¿Puedes? ¿No te duelen las manos?

      —Estoy bien. Y quédate quieta. Tengo alguna experiencia con estas cosas.

      El comentario la hizo ruborizarse. Sabía tan pocas cosas de aquel hombre… ¿Habría querido decirle que sabía cómo hacer el amor a una mujer? Se ruborizó aún más.

      Era como si se hubiera tragado la lengua. Se esforzó por formular las palabras, pensando en sacar un tema que llevaba algún tiempo preocupándole.

      —Eh… volviendo a lo de antes… creo que hay algo de lo que deberíamos hablar, Judd.

      —¿De qué se trata? —tenía la voz algo pastosa, probablemente por el efecto del whisky. Le había abierto el vestido hasta media espalda, deteniéndose en el borde de la camisola. En ese momento le estaba separando delicadamente la tela de la piel.

      —Es algo complicado. Me preocupa lo que pueda decir la gente de nosotros.

      —Soy todo oídos.

      Le deslizó un dedo por la columna, entre los omóplatos. Hannah hizo todo lo posible por ignorar la sensación. Aquel hombre no estaba bien, y por tanto no era responsable de sus actos. Pero ella sí.

      —Nuestras familias saben que no estamos viviendo como marido y mujer. Gretel también. E imagino que el doctor Fitzroy ya lo habrá adivinado. Pero… ¿y si se enteran todos los demás… incluidos los hombres que te han acostado en esta cama?

      —¿Qué pasa con ellos? —acarició con los dedos toda la fila de botones, cerca de su cintura.

      —¿No crees que deberíamos decírselo?

      —¿Por qué? No es asunto suyo.

      —¿Pero entonces no sería mejor que pensaran que nosotros…?

      —¿Que dormimos en la misma cama? ¿Es eso lo que quieres que piensen?

      Hannah bajó la mirada a su alianza de oro.

      —Supongo que eso podría reducir los rumores. Estamos casados, al fin y al cabo. Pero a la gente le gusta hablar. Por eso necesito saber lo que piensas decirles.

      —Ni una maldita palabra. Lo que suceda o deje de suceder en esta habitación sólo es asunto nuestro… y quizá también de Quint, esté donde esté. Cuanto menos sepan los demás, mejor.

      —Y cuando ya no pueda esconder lo del bebé…. ¿qué pasará?

      —Quizá para entonces haya vuelto Quint —terminó de desabrocharle los dos últimos botones—. Suceda lo que suceda, Hannah, la gente hablará. Lo mejor que podemos hacer es mantener la cabeza bien alta y aguantar. Tarde o temprano el escándalo se acallará: en cuanto encuentren un tema nuevo del que hablar.

      —Ya —Hannah se levantó de la cama y se alejó, consciente de que llevaba la espalda del vestido abierto. Podía sentir su mirada clavada en ella mientras abría el armario. Parcialmente oculta por la puerta abierta, se lo deslizó por los hombros y lo dejó caer al suelo. Escogió apresuradamente un vestido tejido de color azul, abrochado al frente.

      Mientras Hannah se lavaba la cara y se arreglaba el pelo, Judd no dejó de observarla en silencio. Estaba lidiando con un pasador especialmente difícil cuando por fin se decidió a hablar.

      —Cuando aceptaste casarte conmigo, me prometí a mí mismo que te trataría como a una hermana. La gente que piense o diga lo que quiera: eso es lo que pretendo hacer.

      —Está bien, Judd —se volvió hacia él—. Pero dado que ahora formo parte de la familia… ¿por qué no me contaste lo de tu madre? He tenido que enterarme por el doctor Fitzroy.

      El dolor se dibujó claramente en su rostro magullado.

      —Quería decírtelo, Hannah. Ciertamente tenías derecho a saberlo. Sólo estaba esperando el momento adecuado.

      —¿Es por eso por lo que te has casado conmigo… por tu madre? ¿Para darle la alegría de un nieto antes de morir? —no era lo que había pretendido decirle. Sus pensamientos se habían traducido directamente en palabras.

      —Sí, por mi madre. Y por el bebé. Y por Quint. Y quizá incluso por ti.

      —¡Pero no por ti! —las palabras brotaron antes de que pudiera evitarlo—. Para ti esto ha sido un sacrificio… ¡una expiación por lo que le pasó a tu padre! ¡Te crees tan noble, Judd Seavers! ¿Pero qué pasa conmigo? ¿Crees que yo no tengo sentimientos? ¿Que no tengo orgullo?

      —Hannah… —intentó incorporarse, pero volvió a caer sobre los almohadones con un gruñido de dolor.

      Incapaz de mirarlo, se volvió y corrió hacia las escaleras. Las palabras que acababa de pronunciar habían surgido de un oscuro y profundo lugar de su alma, desconocido para ella misma. ¿Qué le pasaba? Judd se lo había dado todo: un hogar, un apellido, la capacidad para liberarse de la miseria que la había perseguido durante toda su vida. ¿Qué más podía pedirle?

      ¿Acaso esperaba también que la amara?

      Ocho

      Judd maldijo el dolor que le alanceaba las costillas cada vez que respiraba. En cualquier otra circunstancia, habría salido detrás de Hannah y habría intentado hacerla entrar en razón.

      ¿Y luego qué? ¿La habría estrechado en sus brazos y habría devorado su boca fresca como una fresa madura? Una vez más se arrepintió de haberse colocado él solo en aquella situación. ¡Debía de haber estado loco! En aquel momento sólo deseaba una cosa: que Quint volviera a casa y tomara en sus manos aquel asunto.

      Escuchó el rumor de sus pasos leves bajando las escaleras y cruzando el vestíbulo, seguido del ruido de la puerta. En el silencio que siguió, sus palabras volvieron a torturarlo:

      «Para ti esto ha sido un sacrificio… ¡una expiación por lo que le pasó a tu padre! ¡Te crees tan noble, Judd Seavers! ¿Pero qué pasa conmigo? ¿Crees que yo no tengo sentimientos? ¿Que no tengo orgullo?»

      Tenía razón. Se había casado con ella por todos los motivos que había citado… Lo había hecho para aliviar la agonía de su madre y salvar a un inocente niño del estigma de la bastardía. Lo había hecho, y que Dios lo perdonara, para aliviar su propia culpa. Pero su maldita lógica con pretensiones de superioridad moral no había incluido para nada las cosas que una mujer necesitaba escuchar.

      Se había esforzado por ser generoso con Hannah, pero no había hecho nada para que se sintiera querida o acogida. No había hecho ningún esfuerzo para ayudarla a encajar bien en su familia. Y ahora que el daño estaba hecho, no sabía qué podía hacer para arreglar las cosas… al menos sin vulnerar las reglas que se había impuesto a sí mismo.

      ¿Había esperado que él la cortejara? ¿Que la abrazara, que le regalara flores, que le dijera lo hermosa que era? Judd lo habría hecho de buena gana. Pero ella era la chica de Quint,


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