Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Читать онлайн книгу.—Fue un grave error, y seguro que han aprendido la lección. Si resulta que tienes que dejar la universidad, no tiene por qué ser el fin de tus estudios. Puedes estudiar por tu cuenta, como hice yo.
—Si no prohíben a los judíos que entren en las bibliotecas…
—Si lo hacen, te compraré todos los libros que necesites. —Dieter se llevó sus manos a los labios y se las besó—. Cielo, te prometo amarte y protegerte todos los días durante el resto de mi vida.
En su voz notó una ternura nueva que le hizo vacilar.
—Gracias, Dieter —dijo indecisa. Le pareció que sería grosero explicar que quería ser capaz de defenderse sola, sin necesidad de que nadie la protegiera.
—Pensaba que iba a ser una tarde más alegre —dijo Dieter con ironía—, pero no por ello voy a retrasarlo, sobre todo cuando lo que quiero decirte quizá entierre algunos de tus temores. —Sin soltarla de las manos, se arrodilló—. Sara, cariño, cuando te he dicho que prometo amarte y protegerte, me refería a que quiero hacerlo como marido tuyo. ¿Me harías el honor de convertirte en mi mujer?
Sara le miró enmudecida. Estaba enfadada, estaba disgustada, estaba frustrada —no por su culpa, claro, pero aun así— ¡y él quería que pensara en el amor, en promesas y en la eternidad! El cambio, repentino y desgarrador, la dejó aturdida.
—Lo siento —consiguió decir—. ¿Qué?
Dieter se llevó la mano al bolsillo de la pechera y sacó una cajita.
—Sara, amor mío, ¿quieres casarte conmigo?
Abrió la caja para enseñarle un precioso anillo, un diamante reluciente rodeado de pequeñas esmeraldas.
Sara respiró hondo, regañándose a sí misma para sus adentros porque, en vez de sentir la lógica alegría desbordante de toda joven en un momento tan importante, deseaba que Dieter hubiera esperado a una ocasión más feliz y romántica.
—¿Has hablado con mis padres? —dijo con voz queda.
—Eres una joven moderna. Quería preguntártelo a ti primero. Si me aceptas, entonces iré a hablar con tus padres.
Eso le gustó; sonrió, y notó que la rabia y las preocupaciones empezaban a disiparse.
—Acepto —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Sí, me casaré contigo.
Dieter se levantó, le deslizó el anillo en el dedo y la besó, y en ese momento se sintió segura y protegida. El amor que compartían era muy valioso y potente. Lo único que sabían hacer los nazis era bramar y destruir, pero entre Dieter y ella edificarían algo más fuerte que todos ellos juntos.
A pesar de todo su odio, a pesar de su autoridad mal utilizada, Hitler no podía reducir el amor de los dos jóvenes ni anularlo con una ley.
Capítulo catorce
Abril-mayo de 1933
Mildred
Las nuevas leyes arias de Hitler provocaron la ira y la indignación no solo de los judíos sino también de todos los alemanes incapaces de soportar la opresión de sus conciudadanos. Cada vez más consternada, Mildred animaba a sus alumnos judíos a perseverar y se despedía tristemente de colegas que habían preferido abandonar Alemania antes que vivir amedrentados por la posibilidad de ser despedidos o arrestados.
No todo el que quería emigrar podía. Un día, a finales de abril, Samson Knoll, un estudiante al que Mildred había conocido en la Universidad de Berlín, acudió a ella de parte de Alfred Futran, un librero y periodista judío cuyo padre había muerto a tiros a manos de unos extremistas de derechas en 1920 durante un intento de golpe de Estado.
—Futran tiene que salir del país —dijo Samson—. Usted tiene contactos con la embajada americana. ¿Podría ayudar a mi amigo a llegar a Estados Unidos?
—Estados Unidos tiene cupos de inmigración —le advirtió Mildred, compadeciéndose de él—. Tu amigo quizá tenga que esperar años hasta que su caso tenga prioridad.
—Bastaría con ayudarle a salir de Alemania. —Samson le agarró la mano—. Por favor. No se lo pediría si no fuera urgente.
Profundamente afectada, Mildred prometió hablar con un amigo de la embajada. El amigo era el cónsul estadounidense George Messersmith, que, aunque comprendía la situación, no podía tramitar la inmigración de Futran a Estados Unidos.
—Lo más que puedo hacer es ayudarle a ir a París.
Mildred le dio las gracias efusivamente, y los siguientes días pidió cosas parecidas para otros amigos. Messersmith siempre hacía lo que podía.
Como estadounidense en un país cada vez más hostil hacia los extranjeros, a veces se preguntaba si también ella debería marcharse de Alemania. A finales de marzo, un grupo de camisas pardas se había enfrentado a tres estadounidenses que estaban en Berlín en viaje de negocios al ver que no hacían el saludo nazi al paso de la caravana de Hitler. Después de arrestarlos, los SA se los había llevado al cuartel general, los habían desnudado y los habían dejado toda la noche temblando de frío en una celda. Por la mañana les habían pegado hasta dejarlos inconscientes y los habían tirado en medio de la calle. Poco después, un corresponsal de la agencia de noticias United Press International había sido detenido sin cargos, pero gracias a las insistentes indagaciones de Messersmith había salido libre e ileso.
Mildred no creía que se hiciera notar por ser extranjera como los empresarios y los periodistas estadounidenses, pero se pasaba a menudo por la embajada de Estados Unidos y desempeñaba un papel activo en el Club de Mujeres Americanas, de manera que quizá se equivocaba. Pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a pensar en abandonar Alemania, donde se había construido una vida rodeada de familia y amigos del alma? Arvid no quería emigrar, y no soportaba la idea de irse sin él. Para un observador casual, parecía alemana. Seguro que estaría a salvo si no hacía nada que llamase la atención de los rufianes antiestadounidenses.
—Necesitamos un embajador fuerte para que lidie con todas estas atrocidades nazis —le confió Messersmith después de la liberación del corresponsal de la UPI—. Esperemos que el nuevo presidente nos envíe uno pronto.
Mientras tanto, buena parte de las funciones del embajador recayeron sobre Messersmith y sobre el consejero de la embajada George Gordon, incluida la de obtener la liberación de los estadounidenses detenidos por la nueva policía secreta estatal, la Geheime Staatspolizei, o, dicho de forma resumida, la Gestapo. La prensa, sometida a censura, apenas informaba sobre los ataques a los estadounidenses, pero por la pequeña comunidad de expatriados corrían como la pólvora tensos rumores. Como se sabía que Mildred y Messersmith eran amigos, a menudo le pedían que confirmase estremecedoras informaciones sobre detenciones o ataques. Cada vez que el Club de Mujeres Americanas se reunía en la cómoda suite de la Bellevuestrasse, cerca del consulado, con motivo de comidas, conferencias, partidas de bridge o meriendas, tenía que aguantar una lluvia de preguntas a las que, según iba pasando el tiempo, cada vez era más difícil dar respuestas tranquilizadoras.
Para todos los que se oponían a los nazis, la discreción pasó a ser primordial cuando el gobierno impuso la gleichschaltung, o «unificación», en el país, ajustando a la fuerza todos los aspectos de la sociedad alemana a la ideología nazi. Las escuelas fueron uno de los primeros blancos fundamentales de esta «unificación». A lo largo y ancho de Alemania, se investigó a los maestros y al personal no docente, y a todo el que se le consideraba no ario o políticamente cuestionable se le expulsaba con carácter permanente.
Mildred no se sorprendió cuando el Berlin abendgymnasium, una institución progresista fundada por los socialdemócratas, fue sometido a un escrutinio especialmente intenso. Al volver a la escuela después de las vacaciones de Pascua, descubrió que el descanso iba a prolongarse indefinidamente mientras los nazis llevaban a cabo una inspección exhaustiva. Una secretaria le confió que la administración estaba resignada a hacer cualquier