Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini


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la pastelería llevaba varias horas cerrada. Cogió a Arvid del brazo y echaron a andar deprisa hacia la Universidad de Berlín, donde el primo Dietrich Bonhoeffer los estaba esperando a la puerta del edificio donde tenía su despacho.

      —Los estudiantes llevan cuatro días formando la pira —dijo mientras se dirigían a Opernplatz, donde miles de estudiantes y ciudadanos y varios profesores con togas y birretes se apiñaban nerviosos e ilusionados—. Empezaron vaciando la biblioteca entera del Institut für Sexualwissenschaft, y detrás vinieron innumerables libros más, obras de Freud, Einstein, Mann…

      Dietrich se interrumpió al oír gritos, vítores y canciones. Cuando se volvieron para echar un vistazo a la calle, a Mildred se le cayó el alma a los pies: una vez más, el parpadeante resplandor rojo iluminaba las fachadas de los elegantes edificios que flanqueaban Unter den Linden.

      —Otro desfile… —refunfuñó Arvid, cogiendo a Mildred de la mano sin apartar la mirada de los manifestantes que se acercaban—. Más antorchas.

      —Pero esta vez, las antorchas que les alumbran el camino también van a sumirlos en la oscuridad —dijo Dietrich en voz baja—. La oscuridad de la intolerancia y de la ignorancia, más peligrosa que la noche más oscura.

      Estudiantes, miembros de las SA, Juventudes Hitlerianas…, todos desfilaban en dirección a Opernplatz, fila tras fila, sus rostros siniestros bajo la luz deslumbrante. En los brazos llevaban libros cogidos de bibliotecas escolares, librerías, estanterías de casas en las que Mildred se imaginaba a matrimonios perplejos lamentando el extraño fanatismo que había transformado a sus queridos hijos en aterradores extraños. Un estruendoso clamor le hizo volver de nuevo la mirada hacia la plaza. Estaban lanzando antorchas a la pira de libros, que empezaban a arder lentamente, humeaban y acababan devorados por las llamas.

      Mientras los manifestantes se acercaban a la pira a lanzar más libros a la llamarada, Mildred sintió que un escalofrío atenazador le subía por la espalda cuando decenas de millares de voces empezaron a entonar una letanía de «juramentos de fuego»: primero, la ofensa contra la lengua y la literatura alemanas; después, lo que tenía que defenderse en su lugar, y, por último, los autores a los que se sepultaba en el olvido.

      —Contra la lucha de clases y el materialismo —coreaban—. A favor de la comunidad nacional y un modo de vida idealista. ¡Marx y Kautsky!

      Un griterío ensordecedor acompañaba a cada libro que se arrojaba a la hoguera.

      —Contra la decadencia y la degeneración moral. A favor de la disciplina y la decencia en la familia y el Estado. ¡Mann, Glaeser y Kästner!

      A Mildred le picaban los ojos debido al humo acre y no le pasaba el aire por la garganta. ¡Tantas y tantas obras de autores que respetaba y admiraba, cuyas brillantes palabras enseñaba a sus alumnos! La novela autobiográfica de Erich Remarque sobre la Gran Guerra, Sin novedad en el frente. Obras de Theodor Wolff y Georg Bernhard. Por su corruptora influencia extranjerizante, Ernest Hemingway y Jack London. Por su pacifismo, por defender a los discapacitados, por querer mejorar las condiciones de los trabajadores y de las mujeres, Helen Keller.

      El ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, se dirigió a la muchedumbre desde un podio cubierto por una bandera con la cruz gamada. Su habitual voz de tenor sonaba rasposa a causa del humo o del exceso de uso.

      —La era del intelectualismo judío extremo ha llegado a su fin, y la revolución alemana ha vuelto a abrir el camino a la verdadera esencia de ser alemán —declamó, enunciando cada sílaba con precisión—. Durante los últimos catorce años, vosotros los estudiantes habéis tenido que sufrir con callada vergüenza las humillaciones de la República de Weimar. Vuestras bibliotecas fueron invadidas por la basura y la mugre de los literatos judíos. El viejo pasado arde pasto de las llamas. ¡Los nuevos tiempos brotarán de la llama que arde en nuestros corazones!

      Y así sucesivamente, provocando en la multitud un delirio de exultante ira. Apretando la mano de Arvid con tanta fuerza que le dolían los dedos, Mildred veía horrorizada cómo las obras más apreciadas de algunos de los autores más célebres del mundo se convertían en humo y cenizas.

      De repente, reconoció a alguien, y fue tal el sobresalto que se le cortó la respiración.

      Entre los manifestantes, vestido con el color pardo de las SA, desfilaba uno de sus antiguos alumnos, a poco más de medio metro de donde estaba ella. Tenía la vista clavada con fervor en la imponente hoguera y no la reconoció, pero Mildred le conocía, como también el libro que llevaba bajo el brazo: una selección de obras del famoso poeta decimonónico Heinrich Heine, un judío alemán.

      Mientras le veía desfilar rumbo a la pira, Mildred supo que en las universidades de toda Alemania había otros estudiantes descontentos, enfadados y vengativos destruyendo precisamente aquellos libros que podían enseñarles que lo que estaban haciendo estaba mal, que no iba a dar paso a nada que no fueran cenizas y pérdidas. No iba a traerles alegría, ni a darles trabajo, ni a llenarles la barriga. No iba a borrar la sabiduría que resonaba desde la mente del autor al corazón del lector.

      Mientras las llamas y el humo se elevaban hacia el cielo, le vinieron a la memoria unas palabras de la obra teatral de Heine Almansor: «Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen».

      Donde se queman libros, se terminan quemando también personas.

      Capítulo quince

      Mayo de 1933

      Greta

      Greta no respondió a la carta de Adam para decirle que iba a volver a Alemania. No sabía bien por qué. Quizá no quería que pensara que volvía por él en vez de por su país; combatir el ascenso del fascismo en su patria era más importante para ella que su desventurada historia de amor. Quizá no quería renunciar a la posibilidad de cambiar de opinión si en el último momento decidía que no podía verle.

      Llegó a Fráncfort del Meno dos días después de que decenas de miles de libros fueran pasto de las llamas en plazas de toda Alemania. Los estudiantes de la Universidad de Fráncfort habían organizado su propia limpieza de fuego en Römerberg, delante del ayuntamiento. Para cuando Greta cruzó la plaza, el montón de cenizas ya había desaparecido, barrido por la lluvia o por algún barrendero diligente. Daba la sensación de que el hedor de la quema seguía flotando en el ambiente, como un fantasma del pasado o una visión premonitoria de lo que les deparaba el futuro.

      Antes de zarpar de Dover, había comprado un periódico en un quiosco cercano al muelle. En primera plana había una carta abierta al Cuerpo de Estudiantes de Alemania escrita por Helen Keller, la famosa escritora y activista estadounidense sordociega. La historia no os ha enseñado nada si pensáis que podéis matar las ideas, había escrito. Los tiranos lo han intentado a menudo, y las ideas se han alzado con toda su fuerza y los han destruido. Podéis quemar mis libros y los libros de las mejores mentes de Europa, pero las ideas que contienen se han filtrado a través de millones de canales y seguirán estimulando a otras mentes. Les recordaba que, años atrás, movida por su amor y su compasión por el pueblo alemán, había dispuesto que los derechos de autor de las ventas de sus libros se destinaran al cuidado de los soldados alemanes que habían quedado ciegos en la Gran Guerra, pero concluía con una advertencia: No penséis que las barbaridades que estáis cometiendo contra los judíos no se conocen aquí. Dios nunca baja la guardia, y habrá de castigaros. Mejor sería para vosotros colgaros una piedra de molino al cuello y hundiros en el mar que sufrir el odio y el desprecio de todos los hombres.

      Las emotivas palabras habían animado a Greta mientras los vientos del canal amenazaban con arrancarle el periódico de las manos. Pero una vez que llegó a Fráncfort, el peso opresor del Reich cayó sobre sus hombros como un manto de plomo, obligándola a caminar con la vista clavada en el suelo y los hombros ligeramente encorvados, como protegiéndole el corazón. Maletas en mano, se forzó a subir la barbilla y caminar con paso resuelto, sin cruzar miradas con los hombres de las SA y las SS, pero sin rehuirlas. Se negaba a que los nazis le hicieran arrepentirse de haber vuelto a Alemania. Amaba a su patria y no se la iba a entregar a los bárbaros fascistas


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