Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
Читать онлайн книгу.porque Dieter no es judío o por alguna otra razón. —Suspiró y cogió un cachito de corteza del sándwich—. ¿A ti te cae bien Dieter?
—No me cae mal. ¿Cuántos años tienes, diecinueve? Amalie no se casó hasta los veinticuatro. ¿Qué prisa tienes?
—No hay prisa. Dieter y yo hemos acordado que no nos casaremos hasta que termine mis estudios.
—Bien. Cualquier plan que pase por un noviazgo largo tiene todo mi apoyo; cuanto más largo, mejor.
—Si crees que estoy cometiendo un error terrible, te agradecería que me lo dijeras claramente.
Natan dio otro mordisco y la miró con aire pensativo mientras masticaba y tragaba, intentando ganar tiempo.
—Puede que Dieter no sea el hombre que yo habría elegido para ti, pero mientras tú seas feliz y se porte bien contigo, me quedo satisfecho.
—¿Y por qué no lo habrías elegido?
—No me parece que tengáis muchas cosas en común. Sé que es guapo, sobre todo si te gustan los rasgos típicamente arios…
—No me casaría con alguien solo porque fuera guapo. —Y de repente lo entendió—. ¡Rasgos arios! ¡Conque ese es el problema! Dieter no es judío.
—Para mí no es ningún problema, pero para Dieter sí que puede llegar a serlo que tú no seas cristiana.
—Amalie y Wilhelm…
—Wilhelm es un hombre íntegro y honrado, un raro ejemplo de un aristócrata al que ni la riqueza ni el poder han corrompido. En cambio, Dieter parece… —Natan gesticuló como si quisiera atrapar una nubecilla de humo—. No sé, insustancial. Es uno de los hombres más amables e inofensivos que conozco, pero eso es porque se amolda a los que le rodean. ¿Quién es él de verdad cuando se queda a solas? ¿Qué defiende?
—¿Preferirías que fuera discutidor y desagradable?
—Si discutiera conmigo, sí. Prefiero mil veces una buena discusión sin pelos en la lengua que una sarta de cumplidos vacíos. —Natan apuró el café—. Pero tal vez sea cosa mía. Gajes del oficio.
—Puede que también a Dieter le condicione su trabajo… Un hombre de negocios ha de saber cómo llevarse bien con todo tipo de gente, al margen de sus opiniones personales. Cuando le conozcas mejor, estoy segura de que encontraréis un montón de cosas por las que discutir.
—Casi lo agradecería. Escucha. Si le quieres y se porta bien contigo, no tengo queja.
—Pero es que quiero que te caiga bien. Quiero que seáis amigos, igual que sois amigos Wilhelm y tú.
—No lo descarto.
Sara comprendió que más no podía pedir.
—¿Tú crees que mamá y papá piensan lo mismo que tú?
—No lo hemos hablado —dijo Natan—. A lo mejor piensan que no hay ningún hombre que esté a la altura de su hija. No creo que fueran los primeros padres de la historia que piensan eso del prometido de su hija.
Sara consiguió esbozar una lánguida sonrisa. Agradecía sus intentos de tranquilizarla, pero se quedaban cortos.
Al día siguiente, la madre de Sara sugirió que invitasen a Dieter y a su madre a cenar para que las dos familias se conociesen mejor. Sara sospechaba que detrás de esto estaba Natan; no le había hecho jurar que guardaría el secreto y el momento elegido encajaba demasiado bien para ser una coincidencia. Aun así, accedió, y después de darle vueltas con Dieter se decidieron por el domingo siguiente.
Sara apenas conocía a frau Koch; solo la había visto una vez. Una tarde de primavera, varios meses después de que Dieter y ella empezaran a salir, frau Koch había invitado a Sara a su pisito a tomar café. Era una mujer callada y adusta, flaca pero de hombros rectos y espalda tiesa, con una cara y unas manos que añadían diez años a sus cuarenta y tantos. Sara sabía por lo que le había contado Dieter que su madre había tenido una vida difícil incluso antes de que matasen a su padre en la Gran Guerra, y que él atribuía todos sus logros a la implacable devoción de su madre.
Sara le llevó flores en un jarrón de cristal tallado, se desvivió por ser agradable y cortés y elogió la tarta de mantequilla, que estaba francamente rica. A su vez, frau Koch le respondió con débiles sonrisas y susurros de cortesía, pero aparte de alguna que otra mirada dura y evaluadora cuando pensaba que nadie se fijaba, el foco de toda su atención fue Dieter, que cargó con el peso de la conversación como si no reparase en lo incómodas que estaban ellas dos.
Ahora que Sara era la prometida de Dieter, solo cabía esperar que su futura suegra tuviese un lado cariñoso que no había dejado ver en su primer encuentro.
Dieter y su madre llegaron a las seis en punto. Mientras sus padres los acompañaban al salón, la mirada de frau Koch correteaba por todas partes, deteniéndose en la lámpara de araña, el Renoir y el Manet de la galería, la elegancia y el buen gusto del mobiliario, la calidez de la abundante luz.
—Tienen ustedes una casa preciosa —dijo sentándose en la silla que le ofrecía el padre de Sara—. Dicen que todos ustedes son gente pudiente, y veo que así es.
Sara se puso tensa, pero su madre se limitó a arquear educadamente las cejas con gesto inquisitivo.
—Mamá quería que me dedicase a la banca —se apresuró a añadir Dieter—, pero mi formación me llevó por otros derroteros.
Sara sonrió aliviada: frau Koch se había referido a los banqueros, no a los judíos. Dado el clima político, era comprensible que los Weitz hubieran asumido lo peor.
Frau Koch rechazó un cóctel, pero Dieter aceptó. La conversación de los padres se centró en Sara y en Dieter, salpicada por las tímidas protestas de estos a las divertidas, y a veces embarazosas, anécdotas de su infancia. Durante la cena, una vez retirado el primer plato y cuando acababan de servirles el segundo, la madre de Sara se volvió hacia frau Koch y dijo:
—Quería decirle que nos alegra que Dieter y Sara se vayan a casar. Su hijo es un joven estupendo y estamos convencidos de que serán muy felices.
El rostro de frau Koch se contrajo en una expresión amarga:
—Eso espero, pero no han elegido un camino fácil, ¿no cree?
—No sé si entiendo a qué se refiere —dijo la madre de Sara con el mismo tono afable de antes.
—He criado a Dieter en el amor al Señor. —Frunció el ceño, como si los riesgos fueran tan evidentes que sobraba cualquier explicación—. Tengo entendido que Sara no piensa convertirse, pero espero que mi hijo consiga hacerle cambiar de opinión.
—Mutti —interrumpió amablemente Dieter—, ya te dije que estamos planeando hacer una ceremonia civil.
—Un matrimonio que no está bendecido por la Iglesia no es un auténtico matrimonio. —Frau Koch miró rápidamente a los padres de Sara—. Sin ofender.
El padre de Sara inclinó la cabeza impertérrito.
Frau Koch volvió a dirigirse a su hijo.
—¿Y qué me dices de los hijos? ¿Los bautizaréis? ¿Se sabrán las Sagradas Escrituras? —Su mirada tropezó un instante con Sara antes de volver a Dieter—. ¿Lo habéis pensado mínimamente?
Sara tragó saliva: de repente vio el flagrante descuido en el que habían incurrido Dieter y ella al no haber hablado de cuál de las dos religiones transmitirían a sus hijos. Sara nunca había sacado el tema porque, para ella, la respuesta era obvia; en su tradición, los niños nacidos de madre judía eran judíos. Pero quizá Dieter tuviera otras tradiciones distintas que a él le parecían igual de obvias.
—Es cierto que Sara y yo tenemos mucho de lo que hablar antes de la boda. —Dieter cogió la mano de Sara y se la apretó ligeramente para transmitirle con disimulo tranquilidad. Recorriendo a todos los comensales con la mirada, dijo—: Vendremos a menudo