La libertad del deseo. Julie Cohen

Читать онлайн книгу.

La libertad del deseo - Julie  Cohen


Скачать книгу
y apretó con más fuerza su cuello. Él alargó el beso y oyó cómo respiraba por la nariz, inhalando su aroma.

      Cuando soltó el aire, una suave brisa le acarició la mejilla y pudo oír, en la parte de atrás de su garganta, un gemido sólo ahogado a medias.

      El corazón comenzó a latirle con fuerza y le zumbaban los oídos.

      Cuando dejó de besarla, se dio cuenta de que todo el mundo estaba aplaudiendo y gritando con más fuerza aún.

      Acababa de tomar a una completa extraña en brazos y besarla frente a un bar lleno de mujeres enloquecidas y entusiasmadas.

      A pesar de todo, creía que era lo mejor que había hecho en mucho tiempo. Mejor incluso que montarse en la Harley Davidson. Y eso era mucho decir, porque la moto era una máquina extraordinaria.

      Ella era preciosa. Delgada, con piernas largas y pelo castaño oscuro que se escapaba de su cola de caballo. Llevaba unos vaqueros que resaltaban sus curvas y una camiseta que se ajustaba a su pecho y dejaba a la vista sus hombros y clavículas.

      Por debajo de la camiseta podía incluso descubrir parte de su escote y un delicado sujetador de encaje. Sintió cómo se le paralizaba el aliento en la garganta.

      No había podido dejar de mirarla desde que la viera arrodillarse sobre la barra. Era lo bastante guapa como para ser modelo o actriz y tenía la elegancia de movimientos de una bailarina. Pero lo que de verdad le había llamado la atención había sido su piel. Parecía clara, suave y tersa.

      La tenía tan cerca que podía admirar con detalle su perfección. El pecho le brillaba como si estuviera cubierto de una tenue lámina de sudor. Tenía las mejillas coloradas y le brillaban tanto como sus hermosos ojos azules. Su piel era perfecta, suave y cremosa y su perfume ligero y femenino. Había dejado que ese aroma lo embriagara cuando la besó.

      No podía creerse que esa exquisita criatura fuera a pagar tres mil dólares por él. También le resultaba increíble que hubiera respondido a su beso como lo había hecho, abrazándolo con fuerza y arqueando su cuerpo hacia él.

      –Estoy un poco aturdido –le dijo.

      –Yo estoy completamente aturdida –confesó ella.

      Tenía un acento suave y lento. Su voz se introdujo en algún lugar de su pecho, haciendo que le fuera más difícil aún respirar.

      Ella le sonrió y dos hoyuelos se formaron en sus mejillas.

      Sintió el deseo irracional de besarla de nuevo. También sintió que algo cobraba vida entre sus piernas.

      Era lo peor que le podía pasar. Estar en medio de un escenario con una preciosidad en los brazos y que toda la multitud se diese cuenta de que estaba excitándose.

      Se giró y fue hacia la moto. Con cuidado, dejó a Marianne en la parte de atrás. Se montó y salió lentamente del escenario.

      En la parte de atrás había puertas dobles que daban directamente al aparcamiento. Se dirigió hacia ellas. Sintió la brisa nocturna refrescar su cara y sus brazos desnudos mientras salían del edificio.

      Pero el calor que recorría sus piernas y se hacía evidente en su entrepierna seguía allí. No entendía cómo podía seguir oliendo su aroma si ella iba detrás y el viento le golpeaba la cara, pero tenía claro que seguía inhalando su esencia.

      A lo mejor se trataba de una locura temporal o de alucinaciones olfativas.

      Oz sacudió la cabeza. No entendía lo que pasaba, ni siquiera había hablado con esa mujer durante más de un minuto.

      Apagó el motor y bajó la pata de cabra de la moto para sostenerla. Se bajó y le ofreció la mano para ayudarla.

      El silencio era absoluto allí fuera y sólo los iluminaba una tenue farola. Era muy consciente de que aún tenía una erección y de que no sabía qué hacer.

      –Bueno, encantado de conocerte, Marianne –le dijo.

      Le pareció patético, pero no se le ocurrió otra cosa.

      –Yo también estoy encantada, Oz –repuso ella de nuevo con su suave acento.

      –No eres de por aquí, ¿verdad?

      –No, llegué ayer mismo. ¿Cómo lo has sabido?

      –Por tu acento. Pareces una dama del sur, como la Escarlata O’Hara de Lo que el viento se llevó.

      Y también se parecía a ella un poco, con su pelo brillante y sus relucientes ojos. Se llevó las manos a la cadera e hizo un mohín, resaltando la similitud entre ambas mujeres.

      –Y tú pareces el típico yanqui. Lo que el viento se llevó tenía lugar en Georgia. Yo soy de Carolina del Sur, nuestros acentos no se parecen en absoluto.

      –Muy bien –repuso él sonriendo–. Supongo que si alguien me dice que hablo como alguien de Boston también me sentiría ofendido.

      –No sé cómo hablan los de Boston, pero la gente de Maine tiene un acento que me hace bastante gracia. Habláis un poco como los ingleses. No sé por qué no pronunciáis las erres al final de las palabras.

      –No tenemos nada en contra de las erres. De hecho, nos gustan tanto que las reservamos para ocasiones especiales.

      –Bueno –dijo mirándolo con la cabeza ladeada–. Creo que esto es una ocasión bastante especial, ¿no te parece?

      –Pues sí –repuso él–. Rrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr…

      Marianne se carcajeó con ganas. Era una risa profunda y gutural. Una risa casi indecorosa.

      No pudo evitar pensar en cómo sonarían sus gemidos si la tocaba. Se imaginó recorriendo sus pálidos muslos con las manos y oyendo sus gritos y gemidos.

      Al parecer, además de alucinaciones olfativas también estaba sufriendo otras auditivas. De repente, estaba obsesionado con ella y no dejaba de imaginársela en situaciones muy íntimas. Creía que estaba volviéndose loco.

      Pero nunca se había sentido tan bien.

      –¿Te gusta este sitio?

      –Sí –repuso ella mientras recorría su cuerpo con la mirada.

      Al llegar a la entrepierna, vio cómo los ojos de Marianne se agrandaban. Estaba claro que se había dado cuenta de lo excitado que estaba y de la reacción que ella estaba teniendo en él. Esos pantalones de cuero no hacían nada por disimular lo evidente.

      Ella volvió a mirarlo a la cara y vio cómo sus mejillas se sonrojaban de nuevo. Marianne dio un paso para acercarse a él. Estaba lo bastante cerca como para sentir su aroma de nuevo y el calor que emanaba de su cuerpo. Sus pechos estaban a sólo un par de centímetros de su torso.

      –Me gusta mucho –añadió ella.

      La invitación era muy clara. Quería que Oz hiciera lo que más le apetecía en ese momento. Y eso era enredar las manos en su pelo, echarle la cabeza hacia atrás y besarla de nuevo. Esa vez, sería un beso más apasionado. Llenaría su boca con el sabor de Marianne mientras su cabeza seguía emborrachada con su aroma. Quería deslizar las manos por debajo de la camiseta y sentir su piel.

      Levantó la mano para tocarle el pelo, pero la dejó caer de nuevo.

      Su cuerpo la deseaba y era evidente que a ella le pasaba lo mismo. Pero eran algo más que dos cuerpos.

      –Acabas de llegar a Portland –le dijo–. No sabes nada de mí.

      Ella siguió sonriéndole.

      –Sé que me gusta tu Harley y que me gusta tu aspecto –repuso ella mientras le tocaba la pierna y acariciaba el suave cuero negro–. Y sé que me gustas lo suficiente como para pagar tres mil dólares por tener una cita contigo.

      Pero la moto era prestada y la ropa también. Le gustaban todas las cosas de él que no eran realmente suyas. Creía que había acertado al no querer llevar su relación física un poco más lejos.


Скачать книгу