La libertad del deseo. Julie Cohen

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La libertad del deseo - Julie  Cohen


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–repuso él.

      –¡Nada! –contestó ella mientras se levantaba para acercar su boca a la oreja de Oz–. ¡Más rápido!

      Le clavó los dedos en su duro abdomen y apretó con más fuerza sus muslos para sentirlo entre sus piernas. Ya sólo podía sentir la adrenalina recorriendo sus venas.

      Parecía que habían pasado horas cuando Oz por fin redujo la marcha y aparcó la moto a un lado de la carretera. Marianne no pudo ver más que arbustos y árboles.

      –Quiero enseñarte algo –le dijo él después de apagar el motor.

      Su voz parecía más alta que de costumbre y le sorprendió dejar de oír el rugido de la Harley.

      Oz se bajó de la moto y extendió la mano para ayudarla. Le temblaban las piernas cuando por fin pisó suelo firme. Todo parecía estar sacudiéndose aún bajo sus pies.

      Torpemente, dio un paso hacia delante y se agarró al brazo de Oz para que éste la sostuviera.

      –¡Dios mío! Ahora entiendo por qué conduces un chisme de éstos –le dijo–. Es como sexo sobre ruedas, ¿no?

      –Esta vez más que en otras ocasiones –contestó Oz–. ¿Estás bien?

      –Claro. Ha sido increíble…

      Él le sonrió.

      –Sé cómo te sientes.

      Algo más segura de sí misma y de sus piernas, se llevó la mano al pelo para apartárselo de la cara. Toda su melena estaba llena de enredos.

      –Espera aquí –le dijo Oz–. Tengo que ir a mirar una cosa. Ahora mismo vuelvo.

      Le apretó la mano con fuerza antes de girarse y desaparecer entre los arbustos.

      Se preguntó qué tendría que hacer Oz allí mientras intentaba desenredarse el pelo con los dedos. Pensó que a lo mejor tenía que orinar o encontrar un lugar secreto donde solían encontrarse los motoristas. Oyó ruido entre los arbustos durante un tiempo, pero después sólo hubo silencio.

      Mucho silencio. Se imaginó que sería muy tarde. La brisa agitó algunas hojas caídas de los árboles. Podía oír el motor de la Harley tintineando al enfriarse y las olas rompiendo a lo lejos, estaban aún en la costa. Las casas al otro lado de la carretera estaban todas a oscuras.

      Se imaginó que sería más de medianoche. Podía ver su aliento formando nubes bajo la luz de la luna.

      Se estremeció y decidió olvidarse de su pelo de momento. Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de Oz.

      Sus dedos se encontraron con algo dentro. Parecía una billetera y algo más. Decidió sacar ambos objetos.

      Era una billetera de piel negra y un paquetito que le resultó familiar. Había una nota adhesiva pegada a la caja.

      Oz:

      Recuerda que me debes una cerveza por cada uno que uses.

      Jack

      Quitó la nota. Era una caja de preservativos idéntica a la que tenía ella en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Colocó la nota de nuevo y guardó todo en la chaqueta de cuero.

      Se preguntó si aquello era una señal o quizá una advertencia.

      Vio los arbustos separarse y una gran figura oscura apareció frente a ella. El corazón le decía que se trataba de Oz, pero dio un paso atrás de todas formas.

      «¿Qué estoy haciendo aquí, en medio de ninguna parte, de noche y con un motero al que no conozco de nada?», pensó de pronto angustiada.

      El corazón comenzó a latirle con fuerza y las palmas de las manos se le empaparon con un frío sudor.

      –Soy yo –dijo Oz.

      Era un hombre altísimo. No podía ver su cara, pero distinguía el contorno de sus anchos hombros y sus grandes manos.

      Se quedó parada, con la parte trasera de las piernas tocando la moto. Pero su corazón no se tranquilizó.

      No alcanzaba a comprender lo que estaba haciendo, qué pintaba ella allí.

      Por un lado, no conocía a Oz ni a nadie como él. Por otro lado, nunca se había visto en una situación como aquélla.

      Pensó que debería volver al bar de Warren y concentrar todas sus energías en aprender a hacer un margarita o un daiquiri. A lo mejor debería emprender su nueva vida poco a poco, sin jugar todo su dinero a una sola carta como estaba haciendo.

      –Oz… –empezó ella.

      Entonces él se adelantó y la luna iluminó su pelo y su cara. Podía ver su nariz, estrecha y recta, sus gruesos labios, las arrugas que las sonrisas habían dejado en su cara. Sus ojos brillaban con intensidad.

      Era absolutamente perfecto. Tanto que no podía pensar con claridad. Supo en ese instante que no podía volver a casa y que tampoco quería.

      –¿Es Oz tu nombre verdadero?

      –No, es un apodo.

      –¿Cómo te lo pusieron? ¿Por el roquero Ozzy Osbourne?

      Él no pudo evitar reír con su pregunta.

      –No, me lo puso mi hermana pequeña, Daisy. Me llamo Óscar, pero cuando era pequeña no podía pronunciarlo y me llamaba Oz. Y me he quedado con ese nombre.

      Ella asintió. Se sentía un poco tonta. Había conocido a ese peligroso motorista en una subasta organizada con fines benéficos y su nombre se lo había puesto su hermana pequeña. Se imaginó que lo más probable era que no se tratase de un asesino o violador en serie.

      –Ya, supongo que no te pareces demasiado a Ozzy Osbourne.

      –Y tampoco hago lo que suelen hacer esas estrellas del rock, como romper guitarras y esas cosas –le dijo Oz acercándose un poco más a ella–. Me ha encantado tenerte en la moto, abrazándome desde tu asiento, pero creo que te prefiero así. Ahora puedo ver lo bella que eres.

      Le apartó su enredado pelo de la cara con la mano. Era grande, pero delicada al mismo tiempo.

      –No esperaba conocer a alguien como tú esta noche –añadió Oz.

      Marianne tuvo que hacer el esfuerzo consciente de volver a respirar.

      Era verdad que no conocía a ese hombre. Pero, tal y como le había dicho a Warren, sabía exactamente cómo le hacía sentir. Con él se sentía preciosa, salvaje y llena de deseo.

      Y así era como quería ser.

      Tomó la mano que le acariciaba la cara y la besó. Su piel era suave y olía levemente a aceite de motor.

      –¿Qué es lo que querías enseñarme? –le preguntó.

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