Por siempre. Caroline Anderson

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Por siempre - Caroline Anderson


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con una recepción al lado y tres puertas más de dos consultorios y una pequeña sala de curaciones.

      –La casa, originariamente, eran dos chalets contiguos. Mi predecesor las unió y quitó unas escaleras, lo que es francamente incómodo. Se lograría mucha más intimidad si estuvieran como antes. Pero, es lo que hay.

      Los consultorios daban al jardín. Al fondo, en el horizonte, se podía divisar el mar.

      A pesar de que no podía haber tenido tiempo de trabajar en el jardín, estaba sorprendentemente limpio y cuidado, aunque no tenía de nada en abundancia. Holly llegó a la conclusión de que también debía de tener un jardinero.

      –Está muy bonito en verano –le dijo él. Ella se sintió, de pronto, sobrecogida por la presencia de aquel hombre alto, grande, que se imponía sobre todo lo que les circundaba. Tuvo, incluso, tentaciones de apoyar la cabeza sobre su torso, para comprobar si era tan firme y musculoso como parecía a primera vista. No obstante, prefirió contener su necesidad de experimentación–. Te enseñaré las habitaciones. Quizás cambies de opinión.

      –Lo dudo –respondió ella y lo siguió a través de la cocina y atravesaron el cuarto de estar.

      Holly miraba entusiasmada el juego que uno de los perros tenía con el gato y tuvo que frenar rápidamente para no chocarse con Dan, quien se había detenido de improviso.

      –Como verás el felino no tiene más remedio que tolerar a los otros dos.

      –Yo diría más bien que le gusta picarlos…

      Dan sonrió.

      –Tienes toda la razón. Ven, esta es la habitación.

      Abrió una puerta y apareció un pequeño dormitorio, muy agradable, decorado con papel y cortina de florecitas. Había una cama, una cómoda, un armario y un escritorio. A través de la ventana se veían los campos verdes y las torres de la vieja iglesia.

      Era una habitación realmente agradable. Se volvió con una sonrisa en los labios, pero él ya no estaba allí. Se había encaminado a la siguiente puerta.

      –El cuarto de estar –le informó.

      Tenía una aire muy similar al dormitorio, con florecitas de color miel decorando las paredes y un ventanal desde el que se veía el mar. Había un calentador eléctrico, con una pequeña llama fingida que trataba de imitar el efecto del fuego. Había un televisor y un sofá. Pero Holly no se pudo imaginar a sí misma acurrucada allí en soledad.

      Por muy agradable que fuera, no era nada comparado con el cuarto de estar de Dan, con los perros, el gato y el fuego real. Sabía de antemano dónde pasaría las horas muertas.

      –Hay un baño al final del pasillo. El mío está en la habitación, así que no tendremos que compartirlo.

      Holly se preguntó a quién de los dos preocuparía más tener que compartir baño y llegó a la conclusión de que, sin duda, sería a él. Ella se había pasado toda su vida compartiendo baño y no era algo que le preocupara. Estaba habituada a hacer cola, a lavarse y ducharse a toda velocidad y a usar poca agua caliente. No sabía porqué, pero le daba la sensación de que Dan no estaba habituado a compartir nada. Tampoco quería hacerlo. Por algún motivo, ese pensamiento le provocó tristeza.

      –¿Y bien?

      –Es precioso.

      –Es adecuado –la corrigió él–. ¿Y bien? ¿Crees que podrás trabajar aquí?

      Ella alzó la cabeza para mirarlo y sonrió.

      –Sí, supongo que podré tolerarlo durante una semana o dos.

      La miró a los ojos. O, al menos, eso le pareció a ella. No era fácil decir si miraba o no, pues las gafas ocultaban su expresión. Le daban deseos, casi irrefrenables, de quitárselas.

      Sin mediar palabra, se dio media vuelta y bajó las escaleras.

      Volvieron al cuarto de estar y con una buena taza de café delante establecieron el salario, las horas de trabajo, la fecha de comienzo, etc…

      Cuando Dan se disponía a acompañarla hasta la puerta, le volvió a dar un ataque de tos. Esa vez fue tan fuerte que no tuvo más remedio que apoyarse en la pared y sujetarse las costillas para aplacar el punzante dolor que sentía.

      –Tienes una infección de pecho –le dijo ella

      –No –protestó él.

      –Quiero auscultarte. Déjame que lo haga. ¿Dónde tienes el estetoscopio?

      La miró sin responder. Pero Holly no se molestó en volver a preguntar. Había visto uno en la consulta y se fue a buscarlo.

      Al regresar, se acercó a él y le levantó la ropa sin reparos.

      –¿Se puede saber qué estás haciendo?

      Ella se puso el estetoscopio en los oídos y comenzó a escuchar el agitado sonido de su pecho.

      Dan maldijo. Holly pensó que, al menos, aquella tarde iba a aprender un montón de vocabulario nuevo.

      –¿Estás tomando antibióticos?

      Él gruñó.

      –Tienes una infección. Necesitas antibióticos, descanso, calor, agua y dormir mucho. No deberías estar trabajando –se cruzó de brazos y lo miró preocupada–. ¿Tienes antibióticos o voy al coche a por algo?

      –Tengo –rugió él.

      –Pues tómatelos. Ahora.

      Él resopló indignado y se pasó la mano por la espesa mata de pelo negro.

      –¡Maldita mujer! –susurró–. Supe que era un error desde el primer momento que la vi.

      Ella sonrió complacida: un triunfo completo. Pero con una victoria era suficiente. Tenía que ponerse manos a la obra.

      –Voy a casa a por mis cosas –le dijo–. Volveré en una hora. No salgas a menos que sea una cuestión de vida o muerte, ¿de acuerdo?

      –¡No, por supuesto que no estoy de acuerdo! –gritó él–. ¿Quién demonios te crees que eres?

      Ella sonrió con dulzura.

      –Tu ángel de la guarda, por supuesto. Y ahora, a tomar el antibiótico y a portarse bien. Hasta pronto.

      De haber tenido algo arrojadizo cerca de él, Holly sabía que lo habría hecho volar hacia ella. Por suerte, no había nada y la puerta estaba cerca.

      En cuanto salió, soltó una carcajada.

      ¡Maldita bruja! Dan tosió unas cuantas veces más, sin dejar de agarrarse las costillas con fuerza.

      Se metió una pastilla en la boca y se la tragó con un poco de agua.

      Bajó de nuevo al cuarto de estar y se sentó en el sofá. Miró la botella de bourbon, pero no llegó a servirse nada.

      Debía reconocer que aquella mujer tenía toda la razón. No podía arriesgar su salud. Demasiada gente dependía de él.

      Se tumbó en el sofá. Uno de los perros se tumbó a su lado, mientras el gato se le colocaba en el regazo.

      Dan se quitó las gafas y las dejó sobre una pequeña mesa.

      Cerró los ojos. Se quedaría así diez minutos… sólo diez minutos.

      Capítulo 2

      ESTÁS segura de que es un hombre como es debido?

      Holly miró a su padre con una sonrisa socarrona.

      –Sí, papá –dijo con cierto tono condescendiente–. Tiene dos perros y un gato.

      –Muchos maníacos pervertidos tienen dos perros y un gato.

      Ella se rió suavemente.

      –Estoy


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