Por siempre. Caroline Anderson

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Por siempre - Caroline Anderson


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ayudarte.

      Los ojos de la pequeña brillaron intensamente. Dan agarró a la pequeña y la abrazó antes de devolvérsela a su madre.

      –Llévesela a casa y no deje que salga. Los cambios de aire son lo peor. Ponga una toalla húmeda sobre el radiador y mantenga la calefacción encendida todo el día si puede hacerlo. Si me necesita, llámeme y yo iré a verla.

      –No quería molestarlo –explicó la señora Rudge.

      Holly intervino.

      –Yo estoy aquí y tengo un coche, así que puedo ir a cualquier hora del día o de la noche –le aseguró–. Llame sin reparos.

      La joven madre asintió y la acompañaron hasta la puerta.

      Estaba claro que, después de aquello, tocaba irse cada uno a sus correspondientes cuartos de estar. ¡Qué se le iba a hacer!

      –¿Quieres beber algo?

      Holly estuvo a punto de rechazar la invitación. Acababa de tomarse una taza de té. Pero la idea de verse sola arriba era demasiado tortuosa. Se volvió a él con una amplia sonrisa.

      –Sí. Pondré la tetera al fuego.

      Él hizo un gesto de disconformidad.

      –Tenía en mente algo más fuerte: un bourbon o un vaso de whisky.

      Holly miró al reloj. Eran las doce menos diez.

      –De acuerdo. Pero uno pequeño. Puede que tenga que conducir y tú no deberías beber alcohol mientras tomas antibióticos.

      Él suspiró.

      –¿Nunca dejas de preocuparte?

      –No. Yo los serviré.

      –Eso era lo que me temía –dijo él y sacó dos pequeños vasos de un armario de la cocina.

      Juntos se dirigieron al cuarto de estar.

      Una vez allí, Holly comenzó a acariciarle las orejas al perro color chocolate.

      –¿Qué raza es? ¿O qué mezcla.?

      –A ver si lo adivinas.

      Ella sonrió.

      –Pues… tiene el mismo color que podría tener un perro labrador, pero nada más de esa raza. La constitución y la cara son de collie. ¡Es un collie de color chocolate!

      El perro dio un ladrido satisfecho y miró a Dan.

      –¿He acertado? –preguntó ella.

      Dan asintió.

      –Su madre era un labrador, llamada Kahlua, y su padre un perro pastor. Buttons era el más bonito de la camada.

      –¿Se llama Buttons?

      Dan asintió de nuevo y ella se rió.

      –¿Como el perro de El Príncipe Encantado? ¡Vaya! –continuó con sus sonoras carcajadas.

      Dan se levantó, se acercó a la ventana y apartó la cortina.

      –¿Por qué demonios te he contratado? –dijo él.

      –Porque necesitabas ayuda. Además, era la única opción que tenías. ¿Alguien más llamó para el trabajo?

      Dan dijo un no tácito.

      –Lo ves. Esa es la respuesta a tu pregunta. Soy de la zona, conozco las carreteras como la palma de mi mano. Está claro que era la persona ideal para este trabajo. Tampoco me asusta la nieve.

      –Está nevando ahora –le dijo él.

      Ella se levantó y se acercó a él. Juntos miraron por la ventana.

      –Me encanta ver cómo cae.

      –A mí también. Tiene un aspecto tan inócuo. La nieve es la peor de las farsantes.

      Los copos caían lentamente y se deshacían contra el cristal.

      De pronto, Holly se dio cuenta de la fuerza que tenía la presencia de Dan. Lo sentía cerca, muy cerca, con ese olor masculino mezclado con el aroma a jabón. Era grande, muy grande…

      El reloj de la iglesia dio las doce y en la distancia se escucharon los ruidos de claxon y voces.

      Dan soltó la cortina y miró a Holly a través de los cristales oscuros de las gafas.

      –Feliz año, Holly –murmuró él.

      Y, sin previo aviso, se inclinó y posó sus cálidos labios sobre los de ella.

      A Holly se le encendió una hoguera en el vientre y el corazón comenzó a martillear con rabia. Incluso le temblaban las piernas.

      Se apretó contra él y hundió las manos en su cabello espeso, mientras recibió su lengua y se deleitaba con el juego de sus labios.

      Holly se olvidó de todo, de sí misma, del mundo.

      Él agarró sus glúteos con firmeza y se dejó arrastrar por el deseo.

      Ella ahogo un grito de placer dentro de aquel beso apasionado.

      La mano masculina ascendió hasta encontrarse con unos senos deliciosos, turgentes, provocadores.

      Y, de pronto, se apartó, como si acabara de tocar una brasa ardiendo.

      Holly estuvo a punto de caerse, pues la acción la tomó completamente por sorpresa.

      –¡Maldición! Holly, lo siento mucho –dijo él, con la voz rasgada y la respiración entrecortada.

      Se dio la vuelta, apartó la cortina y apoyó la cabeza sobre el cristal frío.

      Poco a poco fue recuperando la respiración.

      Por fin, levantó la cabeza y la miró. Ni siquiera las gafas podían ocultar su expresión de angustia.

      –No sé lo que me ha ocurrido. Perdóname, por favor.

      –No hay nada que perdonar. No ha sido nada más que un beso.

      Pero los dos sabían que no había sido así, que había ido mucho más allá.

      Él se dio la vuelta y se dirigió hacia la chimenea. Abrió la puerta de la estufa y removió los leños.

      Ella decidió que era momento de irse.

      –Será mejor que me vaya a la cama –dijo con la voz estrangulada–. ¿Está conectado el teléfono de arriba?

      –Sí –respondió él–. ¿Estás segura de que quieres hacer la guardia de hoy?

      –Por supuesto. No te olvides del antibiótico.

      Él soltó una carcajada reconfortante, que relajó un poco el ambiente.

      –¡No me atrevería a hacerlo!

      Ella se dirigió hacia la puerta.

      –¿Holly?

      Se volvió.

      –¿Sí?

      –No volverá a suceder.

      Ella se quedó inmóvil unos segundos y, después, sonrió.

      –¿Por qué me imaginaba que ibas a decir eso? –murmuró. Se dio media vuelta y salió del cuarto de estar.

      Tenía el cuerpo alterado aún por los besos y caricias.

      Se puso el pijama y se metió en la cama.

      Y deseó más que nunca no estar sola.

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