La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse

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La muralla rusa - Hèlène Carrere D'Encausse


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el rey se muestra intratable, rechazando incluso la idea de examinar nuevas alianzas.

      En septiembre de 1715, la muerte del gran rey abrió un nuevo periodo. La necesidad de repensar las relaciones con Rusia fue entonces admitida por todos, toda Europa volvió los ojos hacia este país tan largo tiempo despreciado. La alianza sugerida por el marqués de Torcy iba a tomar forma. El rey de Polonia, Augusto II, expulsado del trono por Carlos XII y que lo había recuperado gracias a la protección rusa, acudió al zar para renovar el tratado de alianza que unía a su país con Rusia. Dinamarca, en el mismo momento, se declaraba dispuesta a tomar las armas contra Suecia, y se mencionaba incluso un proyecto matrimonial entre una hija del emperador José y Alexis, el hijo del zar.

      Consciente de las posibilidades que este nuevo clima político abría para Rusia, Pedro el Grande se lanzó a una verdadera ofensiva de encanto. Propuso que una alianza se negociase entre Francia y Rusia, y aseguró a sus interlocutores que él podría asociar también a Prusia y Polonia. Añadió que esta coalición no pondría en cuestión las relaciones franco-inglesas y franco-holandesas a las que estaba tan apegado Versalles. Ofreció también la garantía rusa para el Tratado de Utrecht. Finalmente, Pedro sugirió que una unión real entre Luis XV —de siete años— y su hija mayor Isabel, que tenía un año más, daría a la alianza una fuerza particular. La propuesta agradó al regente, pero tropezó con la hostilidad del cardenal Dubois que había negociado la nueva alianza con Inglaterra y temía que cualquier negociación con Rusia destruyese su obra. Escribió al regente: «Si estableciendo al zar expulsáis a los ingleses y holandeses de la costa del Báltico, seréis eternamente odioso para esas dos naciones». Y añadía que eso sería sacrificar a verdaderos y duraderos aliados a una alianza precaria, pues «el rey está mal de salud y su hijo es poco fiable».

      Las vacilaciones francesas van a decidir al zar a venir en persona para negociar sus propuestas. Llega a Francia en mayo de 1717, viaje a un tiempo grandioso y decepcionante. Grandioso, pues el regente le prodigó todos los honores y atenciones que se deben a un soberano prestigioso. Pedro y su séquito de sesenta personas fueron suntuosamente recibidos, aunque el zar rechazó algunas disposiciones. Así, no quiso instalarse en los apartamentos del Louvre que se habían preparado para él, y prefirió alojarse en un hotel donde se sentiría más libre, y que sería más conforme con sus gustos austeros. Se encontró con todos los interlocutores que había deseado ver y visitó todos los lugares que le interesaban. Después de una primera entrevista con el regente, a los dos días de su lle­gada, el zar recibió la visita del rey-niño. El relato se ha hecho muchas veces, pero cómo no subrayar la intimidad que se estableció entre el gran soberano, gigante impresionante, que tomó paternalmente al niño en sus brazos, y el pequeño rey que, de ningún modo intimidado, le recitó el discurso preparado para la ocasión. Al día siguiente, el zar le visitó y la misma atmósfera cálida prevaleció entonces. Contando el acontecimiento en una carta a su esposa Catalina, el zar precisa: «El rey mide dos dedos más que nuestro enano de la corte. Es un niño en extremo agradable por la talla y el rostro, y bastante inteligente para su edad». El rey-niño de siete años que el zar califica también de «hombre poderoso» habrá sin duda seducido al soberano y animado su proyecto de anudar con él lazos familiares.

      Antes de su llegada a París, el zar había expresado el deseo de visitar fuera de todo protocolo un gran número de lugares y personas. El regente había accedido, exigiendo por su seguridad que fuese escoltado por soldados de la guardia real. Las peticiones formuladas por el zar daban cuenta de su insaciable curiosidad. El Observatorio, el Jardín de Plantas —con más de dos mil quinientas especies—, atraían naturalmente. Quiso ver los modelos de fortalezas de Vauban, pero también la Moneda, donde se acuño ante él una pieza de oro. Fue recibido solemnemente en la Sorbona, donde se le entregó un proyecto de unión de las Iglesias de Oriente. Él lo pasó a sus obispos, rogándoles que lo examinaran. Pedro el Grande sentía poca atracción por los fastos de la Iglesia oriental, de los que deploraba su espíritu conservador, y se puede imaginar que este proyecto le interesase. Acudió a la Academia de las Ciencias, cuyos trabajos le eran familiares. Corrigió allí de su propia mano un mapa de sus Estados que le presentaron; sigue figurando en los archivos de la Academia, en el dossier de Pedro el Grande. Seis meses más tarde, tuvo la satisfacción de saber que había sido elegido miembro de esta ilustre Compañía. Visitaba también, al azar de sus paseos, tiendas de artesanos y, curioso de todo, les interrogaba largamente sobre sus técnicas y sus producciones. Todos los que le encontraban quedaban impresionados por su voluntad de aprender. Pero también tuvo encuentros memorables. El 3 de junio fue a Versalles, y durmió en el Trianon. Había deseado visitar a Mme de Maintenon quien, a la muerte de Luis XIV, se había retirado a un convento que ella había fundado en Saint Cyr. A sus huéspedes estupefactos de oír esta petición, les respondió: «Ella ha prestado grandes servicios al Rey y al país». Pedro el Grande había multiplicado los encuentros con los miembros de la familia real y la aristocracia. Así como con Madame, madre del Regente, que se declaró seducida por su visitante, al tiempo que confesaba que su conocimiento del alemán era bien pobre; y con la duquesa de Berry que le convidó al Luxemburgo. Pero a los encuentros que paralizaba la etiqueta, Pedro el Grande prefería las entrevistas con «personas de mérito», con quienes mencionaba su oficio y la vida cotidiana. Visitaba también los cuarteles, los hospitales, toda clase de instituciones donde pensaba poder aprender de sus interlocutores técnicas o medios de mejorar luego la vida de sus compatriotas. Tanto es así que antes de dejar la capital, siempre curioso, quiso asistir a una operación de catarata.

      En el camino de vuelta se detuvo en Reims donde le mostraron el evangeliario redactado en eslavo, que la reina Ana había traído de Kiev cuando se casó. Desde entonces, los reyes de Francia, el día de su consagración, prestaban juramento sobre este precioso símbolo de la primera alianza entre Francia y Rusia.

      Pedro dejó en Francia un recuerdo notable del que dice Saint-Simon: «No se acabaría de hablar de este zar tan íntima y verdaderamente grande, cuya singularidad y la rara variedad de tan grandes talentos y grandezas diversas le harán siempre un monarca digno de la mayor admiración hasta en la posteridad más lejana, a pesar de los grandes defectos de la barbarie de su origen, de su país y de su educación». Pero el asombro no fue solo para sus huéspedes. Atravesando el país, Pedro el Grande quedó estupefacto ante la pobreza de los campesinos, por el abismo que veía entre el lujo de la capital y la pobreza del pueblo. Y preguntó, en voz alta, cuánto tiempo podría durar un sistema parecido…

      A su vuelta, se detuvo en Ámsterdam. Era ahí donde diplomáticos rusos y franceses iban a negociar los acuerdos políticos y comerciales entre los dos países. Una claúsula secreta del acuerdo político confiaba a Francia la responsabilidad de asegurar una mediación entre Rusia y Suecia y garantizar la paz entre ellas. El viaje del zar acababa en apariencia con un buen éxito diplomático cuyos efectos no tardarían en sentirse. A eso se añade que Pedro el Grande quedó muy decepcionado por el fracaso de un proyecto que le interesaba mucho. Al terminar este viaje, esperaba llevar a Rusia especialistas franceses en distintos campos. Dos decenios antes, la gran embajada le había permitido atraer a Rusia un gran número de alemanes y holandeses, que contribuyeron a su proyecto de modernización. Había esperado conseguir la misma operación durante su estancia en Francia, pero sus interlocutores fueron reticentes a eso, no comprendiendo el interés de establecer en Rusia una comunidad francesa que llevase allí su saber y sobre todo las ideas y el espíritu francés. No habrá pues barrio francés a imagen del barrio alemán, y la influencia francesa en Rusia lo padeció. Estas reservas quizá se explican por la voluntad de Francia de preservar sus lazos con Suecia y, más aún —es el corazón de la política de Dubois—, de manejar a Inglaterra. Poco diplomático, Saint-Simon comentará: «Tendremos luego un largo arrepentimiento por los funestos encantos de Inglaterra y el loco desprecio que le dimos a Rusia».

      A pesar de las vacilaciones políticas de Versalles, las relaciones diplomáticas entre los dos países toman forma después de este viaje. Se intercambiaron embajadores. Kurakin, y luego Dolgoruki en París y Campredon en San Petersburgo.

      Debían proseguir las negociaciones, pero la muerte de Carlos XII, durante la campaña de Noruega en 1718, lo trastornó todo. La guerra ruso-sueca se reanudó para acabar en 1721 con el triunfo de los ejércitos rusos. El apoyo que prestó la flota inglesa a los adversarios


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