La muralla rusa. Hèlène Carrere D'Encausse

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La muralla rusa - Hèlène Carrere D'Encausse


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y «todo lo que pueda anunciar la posibilidad de una revolución».

      La Chétardie fue acogido en Rusia con un fasto excepcional. En las ciudades que atravesaba, los regimientos estaban formados en orden de batalla y los magistrados venían a saludarle. La zarina recibió a La Chétardie en presencia de la Corte al completo. Luego, sin esperar más, fue a casa de la princesa Isabel. Rendía homenaje a la hija del gran emperador, a su belleza. Pero esta gestión era ante todo política. La Chétardie sabía que, para muchos rusos, Isabel era la heredera legítima de Pedro el Grande. Lamentables maniobras la habían apartado del trono, pero sus partidarios querían devolverle el lugar que su nacimiento le reservaba. Y ella también soñaba con eso. Además, para los rusos exasperados por el «reinado alemán» de Ana, Isabel era la esperanza de una vuelta a la tradición nacional. Isabel era profundamente rusa, se expresaba perfectamente en francés y solo pasablemente en alemán. La Chétardie notó esta particularidad que podía indicar una preferencia por Francia. Sus instrucciones no eran ambiguas, él debía estudiar de cerca las posibilidades de la princesa de acceder al trono.

      Su tercera visita fue para la gran duquesa Ana Leopoldovna, sobrina de la emperatriz que le tenía mucho cariño; estaba casada con el duque de Brunswick, y había decidido la emperatriz que el hijo de esta pareja sería su sucesor. Con todo lo seducido que había quedado La Chétardie por Isabel, tanto más le pareció insignificante Ana Leopoldovna.

      Mientras que La Chétardie se familiarizaba con la sociedad rusa, el paisaje en las fronteras se ensombrecía. Un ruido de botas llegado de Finlandia indicaba que las tropas suecas se preparaban para alguna operación. Durante la guerra ruso-turca, Suecia que hubiese debido intervenir y poner en dificultad a los ejércitos rusos abriendo un segundo frente no lo había hecho y, al tiempo, no sacaba ninguna ventaja del fin del conflicto. Pero Rusia estaba aún debilitada por esta guerra, y Suecia decidió aprovecharse y, mediante un golpe de fuerza en Finlandia, recuperar las tierras conquistadas por Pedro el Grande. Inquieto por estos movimientos de tropas de los que comprendía las intenciones, Osterman esperaba de Francia que moderase a Estocolmo, pero no quería solicitar abiertamente su mediación. El asunto fue discretamente abordado entre las dos Cortes cuando sobrevino el acontecimiento que iba a trastornar la política rusa, la muerte de la zarina Ana en noviembre de 1740.

      Antes hay que considerar un acontecimiento que conmovió Europa y cambió una vez más el orden de las prioridades. Ocho días antes de que la emperatriz entregara el alma, el emperador se apagaba en Viena. Y un problema de sucesión se planteaba también allí. Por la Pragmática Sanción, el soberano había intentado garantizar los derechos de su hija, pero apenas desaparecido sus disposiciones fueron contestadas. El elector de Baviera reivindicaba la corona imperial y la totalidad de los Estados austriacos, el rey de Sajonia quería Bohemia y Federico de Prusia, no contento con exponer sus ambiciones, invadió Silesia sin declaración de guerra. El equilibrio de Europa, tal como había sido establecido por los tratados de Westfalia y Utrecht, se derrumbaría, salvo si las potencias intervenían, y estas potencias no eran otras que Francia y Rusia, garantes de la Pragmática Sanción. ¿Iban ellas a volar en socorro de María Teresa que acababa de tomar el título de reina de Hungría? ¿Iban a unirse para apoyar a María Teresa y salvar Austria? O, por el contrario, ¿se inclinarían ante las ambiciones de Federico II sacrificando así Austria? ¿Francia y Rusia no irían a darse la espalda y favorecer una a Viena y la otra a Berlín?

      Desde el tiempo en que Richelieu la gobernaba, Francia había buscado siempre debilitar a la casa de Austria. Pero en 1740, la situación no era ya la misma. En España, los Borbones habían sustituido a los Habsburgo; en Oriente, Austria estaba de rodillas y Prusia era para ella un temible rival. ¿Tenía interés Francia en rebajar a esta potencia en declive? Un debate amortiguado se abrió. Fleury, consciente de estos nuevos equilibrios, aconsejaba al rey romper con la política anti-austriaca y apoyar a María Teresa. Esta elección presentaba según él dos ventajas. Francia podía ganar así los Países Bajos, y María Teresa lo daba a entender. Y detendría el aumento en potencia de Prusia. Podía, en fin, añadía Fleury, no suscitar la oposición rusa.

      Pero el rey se dejó convencer, por jóvenes consejeros reunidos en torno al conde de Belle-Île, de que una política distinta permitiría debilitar a la casa de Austria. Había que apoyar las pretensiones del elector de Baviera al título imperial y aliarse con Federico II. Estas propuestas seducían al rey. Consciente del peligro, María Teresa se volvió hacia Rusia, pero su llamada no encontró allí eco. En primer lugar, porque Rusia estaba en una situación contradictoria, comprometida con los dos lados —con Viena por el tratado de 1726, y por la alianza firmada en tiempos de Pedro I con la casa de Brandeburgo y que acababa de ser renovada con Federico II—, ¿cuál de esas dos alianzas elegir? El clan alemán que rodeaba al indolente regente estaba dividido, el príncipe de Brunswick quería apoyar a la reina de Hungría mientras que Münnich, partidario de Federico II, preconizaba una cierta espera. Pero la hostilidad respecto a Münnich era tan violenta que prefirió dimitir. Así que el clan austriaco ganó en Petersburgo.

      A consecuencia de la defección de Münnich, Austria recibió de Rusia una ayuda financiera y los treinta mil soldados previstos en el tratado de 1726. En el mismo momento, saliendo de su posición vacilante, Francia firmaba tratados de alianza con Prusia, Baviera y Sajonia. La esperanza de ver surgir una posición común franco-rusa para estabilizar Europa ya no existía. La ruptura sería agravada por la intervención de Inglaterra, que proponía a la casa de Brunswick garantizarle el trono de Rusia a cambio de su apoyo en la lucha contra Francia.

      Hasta entonces Rusia había multiplicado las declaraciones de intención. No había tomado aún posición por Austria, contentándose con proclamar su respeto a los acuerdos y su voluntad de actuar para proteger un clima de paz.

      En Versalles se comprende que la situación requiere iniciativa. Se sabe que es inútil intentar convencer a Petersburgo de abandonar a Viena. Los Brunswick ven en el apoyo de Austria el medio de asegurar la perennidad de su dinastía. Münnich ya no está allí para equilibrar la tentación austrófila, y Osterman, el hombre fuerte de la política extranjera rusa, declara: «El menor atentado contra territorios austriacos supondrá un golpe fatal para toda Europa». ¿Qué hacer para imponer a Rusia un cambio de orientación? Solución clásica, incitar a Suecia a abrir una crisis en las fronteras de Rusia. Estocolmo trepida de impaciencia y un estímulo, incluso muy discreto, bastó para desencadenar la acción. El 28 de julio de 1741, Suecia declara la guerra a Rusia con el pretexto de que «su ejército cruza la frontera para vengar las afrentas causadas


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